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María del Pilar Silveira: “La enfermedad ha resucitado el sentido de responsabilidad”

María del Pilar
Foto: cortesía María del Pilar Silveira.

Por Juan Salvador Pérez*

Continuamos con la serie de entrevistas realizadas desde la Revista SIC a especialistas de diferentes disciplinas para reflexionar sobre la condición humana en medio de uno de los mayores desafíos que ha enfrentado la humanidad en el último siglo.

En esta oportunidad contamos con los aportes de María del Pilar Silveira, uruguaya, Doctora en Teología por la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá y con Maestría en Ciencias Religiosas por la Pontificia Universidad Gregoriana. Además, Licenciada en Teología por la Pontificia Facultad de Teología del Uruguay “Mons. Mariano Soler”.  María del Pilar se ha desempeñado como docente en la Facultad de Teología de la Universidad Católica Andrés Bello (Iter-Ucab), en Caracas, y ha coordinado el equipo de la Cátedra Libre “Mons. Romero” en la Parroquia de la Universidad Central de Venezuela (UCV). Su mayor contribución ha sido sobre la religiosidad popular mariana y cuenta con publicaciones en esa área. Trabajó en la Fundación Centro Gumilla coordinando y facilitando en diversos programas de formación. Y, desde 2018, es profesora del Boston College School of Theology and Ministry, donde además es coordinadora de programas de formación continua online.

Los aspectos que se abordaron en la entrevista fueron tres: primero, el tema de la oración, de rezar, tanto del creyente como del no-creyente, en momentos de dificultad el significado que cobra la fe; segundo, la responsabilidad, el papel de la ciudadanía en este contexto, ¿a qué estamos llamados como sociedad?. Y, por último, la actitud post-pandemia en un sentido superador, el reto que se nos plantea como humanidad.

Estas situaciones borde como la que vive hoy la humanidad, nos llevan a todos de una forma u otra, creyentes o no a encontrarnos íntimamente con nuestros temores y nuestras preguntas. El Cardenal Carlo María Martini s.j. y Umberto Eco, alguna vez reflexionaron epistolarmente sobre ello, y quisiera retomar este tema ante estas circunstancias: ¿En qué consiste la oración del que no cree? ¿Y en qué consiste la oración del que cree?

En este caminar, donde estamos padeciendo una situación que no dominamos, la pandemia ha dejado al descubierto la verdad más profunda que late en la soledad de cada persona: que el ser humano es frágil, no es todopoderoso ni tiene todas las respuestas al experimentar en carne propia el frío de la muerte. Esta experiencia aunque sea por este momento, nos ha hecho sentir unidos en una realidad común.

Es la primera vez que la humanidad se iguala ante una situación que no puede “controlar”. La experiencia de vulnerabilidad y de tocar nuestros propios límites, nos hace tener una conciencia más real y verdadera de nuestra condición humana. Partiendo de este contexto, respondo ¿Cómo oran los que no creen?

La capacidad humana de creer la poseemos todos, ahora, la fe como experiencia de encuentro con un ser trascendente, es un don que se recibe en la máxima expresión de libertad al poner la vida en manos de Dios. De allí surge la oración, como diálogo y encuentro con el Otro, que plenifica  nuestra  humanidad.

Las personas que no creen en Dios, creen en sí mismas y en los demás, dialogan, apuestan a lo máximo que la humanidad es capaz de ofrecer y reconocen su  bondad y limitaciones que explican racionalmente.

Esta situación de pandemia, me evoca la experiencia límite vivida por 16 jóvenes uruguayos sobrevivientes del trágico accidente aéreo ocurrido el 13 de octubre de 1972 en la cordillera de los Andes entre Argentina y Chile. Esos jóvenes jugadores de rugby, sufrieron, además del accidente y heridas en sus cuerpos, la muerte de 29 personas   entre los que se encontraban familiares, amigos, y tripulación de vuelo. Durante 72 días vivieron en una situación que los igualó, en condiciones muy hostiles, soportando temperaturas  de  30 grados bajo cero dentro del fuselaje de los restos del avión y consumiendo los escasos víveres que se fueron acabando. Incluso, decidieron alimentarse de los cuerpos de las personas fallecidas para poder sobrevivir.

Eran jóvenes de un colegio católico, algunos con fe otros no. La experiencia de quienes relatan esos días desde una vivencia de fe, dan testimonio de que la oración les hacía experimentar un amor fraterno capaz de dar la vida por el otro. Una oración que brotaba de un encuentro con un Dios Vivo, diferente a la imagen del Dios que les habían enseñado en el colegio, descubriendo el sentido de sus jóvenes vidas. Las oraciones del Padre Nuestro y el Avemaría de los rosarios que rezaban juntos les alimentaban la esperanza de ser rescatados y sentían la muerte como parte de la vida, experimentando la comunión con los seres queridos que murieron en el accidente.

Convivieron entre la vida y la muerte en una experiencia trascendente, descubriendo el valor del don de la vida y la relatividad de las cosas, hasta el punto de que quemaban el dinero y otros objetos de valor para calentarse. Cada uno dio lo mejor de sí, constituyéndose una hermandad en la que se apoyaban y sentían fortalecidos a pesar de tener diferentes actitudes, incluso algunos se dejaron morir. Se dieron cuenta que en las crisis no hay tiempo para lamentos, es tiempo de seguir. Si se detenían, se morían.

Los dos jóvenes que salieron a buscar ayuda, uno, movido por la  fe y esperanza de que Dios no los abandonaría y les daría la fuerza necesaria para llegar algún lugar donde alguien les pudiera rescatar. Y el otro, quien había perdido a su mamá y a su hermana  que falleció en sus brazos, se permitía dudar de Dios, sin recriminarle por lo sucedido. Le impulsaba el amor que sentía hacia su papá, pues no quería que sufriera otra pérdida en la familia. Ambos caminaron a miles de metros de altura en la nieve, sin equipos que los protegieran lograron salvar a todos cuando encontraron ayuda. ¿Qué nos puede decir este ejemplo? Que la oración de una persona sin fe se expresa en el sentido que encuentra a su vida que le motiva a realizar acciones que benefician a los demás. Cuanto más expresa su capacidad de amar, más encuentra sentido a lo que realiza. El amor nos trasciende, deja huellas y crea lazos invisibles, como la hermandad que se creó entre los 16 sobrevivientes.

Hoy observamos que la pandemia ha provocado miles de ejemplos de solidaridad en los diversos países. Que personas con fe o sin ella se han abocado a buscar soluciones ayudando de diversas maneras. Otras se aprovechan del dolor para sacar algún tipo de beneficios. Es decir, que el mundo sigue mostrando una humanidad que desde la fe decimos que necesita ser transformada, por Aquel que nos hace ver lo invisible, creer lo increíble y recibir lo imposible.

Los tiempos duros demandan actitudes virtuosas y entre esas virtudes se destaca la paciencia. “Patientia” viene del latín “patis”, sufrir. Hoy la entendemos como la capacidad de soportar adversidades. ¿Qué nos exige ser pacientes en estas circunstancias?

Vivimos en un mundo que nos entretiene, nos hace vivir agitados, con agendas que nos marcan el cronograma diario a seguir. En una sociedad urbana donde el ritmo de trabajo de hombres y mujeres exige salir a tempranas horas del hogar y regresar en la noche. El hogar se ha vuelto un dormitorio de paso y no un lugar de disfrute familiar. Parecería que cuanto más estemos “fuera” de la casa, viajando, relacionándonos con las personas, o realizando ejercicios en parques, entre otras actividades, más estamos disfrutando de la vida.  Nos hemos acostumbrado a estar “fuera de” y la pandemia nos ha colocado “dentro de” casa y de nosotros mismos disponiendo de tiempo libre. Esto nos indica que tenemos que cambiar hábitos de vida y conductas en nuestras relaciones humanas.

El mundo virtual nos ha hecho creer que todo se resuelve al instante, hacemos click y tenemos respuestas, no sabemos algo y Google nos responde. Tenemos hambre y hay opciones rápidas al instante. Y así podemos seguir dando muchos ejemplos de un estilo de vida urbano, de estímulo-respuesta, con soluciones rápidas. Y esto nos aleja de la naturaleza humana que se mueve en base a procesos, con un ritmo, con un tiempo y en un espacio. Por eso vemos tantas rupturas en las relaciones humanas, porque se ha perdido la capacidad de acompañarnos, de respetar los tiempos, de caminar juntos, de soportar nuestras cargas mientras vamos de camino, es decir, la capacidad de ser pacientes.

La pandemia es una oportunidad para ejercitar la paciencia, ya que disponemos de tiempo al permanecer en la casa. Un tiempo que fue excusa para vivir hacia fuera de nosotros mismos, y que hoy podemos utilizar para reconocer con realismo las fortalezas y debilidades que interfieren en las relaciones interpersonales. El Papa Francisco (Homilía en Santa Marta, 2 de febrero 2018) dice que “la paciencia no es resignación, es dialogar con nuestros propios límites”. Es decir, que al ejercitar la capacidad de “cargar” nuestras propias limitaciones, nos hacemos más humildes y pacientes para acompañar a los demás en sus procesos. Padecer una enfermedad es una oportunidad para ejercitar la paciencia asumiendo el sufrimiento de la partida o esperando que el cuerpo reaccione a su ritmo y a su tiempo. Nos ayuda a ser más humanos, humildes y sencillos.

La paciencia es la primera característica del amor, según Pablo (1 Cor. 13,4), y la segunda característica es el servicio. Quien ama es paciente y servicial, capaz de soportar situaciones propias o de los demás, sin resignarse, en tensión hacia una solución que muchas veces no depende sólo de nuestras acciones. Ese ejercicio “hacia dentro” nos hace sabios y expertos en el respeto de los ritmos naturales, al asumir éxitos y errores en el proceso de la vida y lleva a expresiones de servicio “hacia afuera”. La impaciencia nos puede llevar a cometer errores, irrespetando nuestros propios procesos y el de los demás.

La tensión entre el apremio económico que ha producido esta pandemia y la opción de cuidado de la salud colectiva, la hemos observado en las decisiones que los gobiernos de los distintos países han tomado. Algunos, llevados por la impaciencia, han optado por abrir las puertas de los negocios sin esperar el ritmo y el proceso de la enfermedad. Y esto ha traído consecuencias.

De esta situación de pandemia, no esperemos que mágicamente sucedan cambios, ya que depende de cada persona, si ha optado por dejarse transformar o si sigue igual, encerrado en un mundo egocéntrico, llenando el silencio con ruidos y distracciones para no escuchar su interioridad y alejarse de las víctimas. Apenas nos hemos empezado a dar cuenta como sociedad global que no tenemos el control de todo, que es bueno no andar por la vida demasiado rápido, que dentro de nosotros hay un mundo apasionante para conocer y que el respeto por los procesos de la humanidad y de la naturaleza, es saludable.

Comienza a evidenciarse en el ambiente un cambio en el abordaje de la situación pandémica mundial, ya se escuchan las voces públicas haciendo planteamientos para reanudar actividades, levantar confinamientos, asumir nuevas realidades, hasta S.S. Francisco ha presentado un plan para resucitar ante la pandemia. El Papa nos dice en su propuesta que “si algo hemos podido aprender en todo este tiempo, es que nadie se salva solo”. ¿Qué supone hoy esa llamada a resucitar que se nos hace? ¿Cómo la llevamos a los hechos concretos y cotidianos?

La afirmación de Francisco “nadie se salva solo” describe que somos seres sociales llamados a vivir en relación, no somos islas,  nuestras acciones repercuten en la vida de los demás. El Covid-19 nos muestra que, de esta situación que nos afecta a todos,  necesitamos de los demás, pues si nos enfermamos y no nos atienden durante la enfermedad, corremos el riesgo de morir. Y si nos quedamos confinados en nuestra casa padeciendo la enfermedad, dependemos de alguien que nos acerque los alimentos y medicinas. Es decir, que la realidad habla por sí misma.

Por eso la llamada a “resucitar” la observo en el proceso de cambio de una mentalidad  individualista a una conciencia colectiva. Poco a poco, de forma muy lenta, la humanidad ha ido reconociendo que vivimos en una única casa común, y que nuestras acciones repercuten en los demás. La pandemia enseña que “cuidarme implica cuidar a otros”, si yo me cuido, estoy cuidando a otras personas. Esto tan simple, puede tener consecuencias de muerte cuando dejo de ponerlo en práctica. De un momento para otro puedo convertirme en un factor de riesgo, tanto para mi vida como para la vida de los demás.

Creo que este cambio de conciencia le ha costado mucho más a la generación de los jóvenes que a la generación de los adultos. Hemos formado jóvenes que nos superan en conocimientos en el manejo de las redes y tienen muchas deficiencias en las relaciones interpersonales. Han interactuado más con las pantallas de celulares y computadoras que con sus pares cara a cara.  Por eso les cuesta comprender que tienen que cuidarse, no ven el peligro del contagio si no toman las precauciones. Ven la enfermedad como otra situación que sucede en el mundo virtual. He leído el testimonio de un joven español que vivía con sus padres, no respetó la cuarentena y se fue a visitar a su novia. A los pocos días de haber regresado a su casa, su papá que era diabético se enfermó. Le hicieron los análisis y estaba infectado con el Covid-19. A los pocos días falleció. Cuando su hijo se hizo el examen dio positivo, se sentía bien, no tuvo síntomas. Se contagió en la estación de combustible, porque la persona que lo atendió portaba el virus. Este ejemplo ha servido para despertar la conciencia de muchos jóvenes que los ha sacado del “no es para tanto” y “a mí no me va a pasar.”

La enfermedad ha resucitado el sentido de responsabilidad, la conciencia de que mis acciones, sí tienen consecuencias para los demás. Al ser una enfermedad que la transmite el ser humano por contacto, invita a observarse, con quién me contacto, qué he hecho, cómo lo he hecho. Estas preguntas “de rutina” que un médico hace a un paciente infectado, es una manera de introspección, de observarnos, de mirar qué estamos haciendo y cómo lo estamos haciendo, asumiendo con responsabilidad nuestros actos.

Las experiencias vividas en la vida cotidiana han “resucitado” la solidaridad, el ampliar nuestros horizontes reconociendo que somos habitantes de una casa común. Las miles de ayudas solidarias, ollas populares, medicinas, dinero, personas voluntarias entregando su tiempo, haciendo tapabocas, son algunas de las tantas expresiones generosas que vemos en estos días. Hay personas que están elaborando proyectos económicos solidarios, creando propuestas para economías que quedarán más deprimidas luego de la pandemia.

El contactar el miedo ante la muerte, ha despertado la confianza en Dios que ilumina y abre las inteligencias para encontrar soluciones. Y la confianza en el ser humano que es capaz de poner todos sus conocimientos para sanar, cuidar y prevenir la enfermedad.

También descubrimos signos de resurrección en la alegría y la acción de gracias a Dios, a la vida y al personal médico por las personas que regresan sanas a sus hogares. Por los bebés que siguen naciendo y las madres que siguen apostando a la vida en estos momentos.

Ha resucitado el amor hasta dar la vida, esta experiencia global la vemos en tantos testimonios de médicos y personal de salud como de sacerdotes y religiosos (as) que han dado su vida atendiendo a los enfermos. Esto nos muestra la bondad del ser humano, nos devuelve la fe que el amor es más fuerte que el odio cuando las noticias nos bombardean cada día de hechos negativos, asesinatos, robos, secuestros…

Y, por último, ha resucitado la necesidad corporal del abrazo, del beso, del contacto físico cara a cara, del encuentro, de la celebración junto a los demás, porque somos seres corporales. Si bien el internet ayuda a seguir conectados, la interrelación con los demás la necesitamos. Jesús resucitado en sus apariciones se deja tocar, y sus discípulos confirman que realmente es Él y está vivo. Jesús responde de esa manera a la necesidad humana del encuentro a través de la corporalidad. Por eso creo que esta situación resucita la esperanza de que podamos contagiarnos de un amor profundo hacia cada persona, con la que formamos una familia que vive en la única casa común de la que todos somos responsables de su cuidado y protección.

*Magister en Estudios Políticos y de Gobierno. Miembro del Consejo de Redacción de SIC. Coord. Gral. de la Fundación Centro Gumilla. 

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