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chavez altar

Hay una contradicción en los términos que componen el título de este texto. La República es, en el sentido moderno de la palabra, el ámbito de lo profano, es decir un espacio teóricamente vaciado de lo sagrado, pues ella debería ser neutra frente a lo religioso. Profanar lo profano sería como llover sobre mojado. Profanar lo que se define como secular no modificaría en nada lo que ya es, al menos según el ideal republicano, agnóstico frente a lo religioso.

 

¿Se puede entonces hablar de la profanación de la República en el caso de Venezuela? Sí, respondemos. Venezuela como entidad republicana, tanto en su tradición de país independiente como en su expresión constitucional, ha sido sistemáticamente profanada durante los últimos 15 años. Nos atrevemos a afirmar, y esperamos demostrarlo en las líneas que siguen, que el chavismo es la manifestación de una voluntad de profanación constante y profunda de la República de Venezuela. En otras palabras, la llamada “revolución bolivariana” ha desacralizado lo que constituía una serie de ideales y de valores trascendentes sobre los cuales se fundaba un cierto consenso colectivo.

Lo sagrado en lo secular

¿Qué hay en la República que podría ser considerado sagrado, es decir objeto de una profanación? Empecemos por aclarar el sentido de los términos. La etimología nos señala un camino para comprender el sentido de lo “sagrado”, noción estrechamente vinculada con lo “santo”. Tanto en griego (hagios) como en latín (sanctus), la palabra “santo” designa el estatus especial que adquiere un lugar, una persona o un acto después de haber sido declarado sagrado, es decir, después de haber sido consagrado. Es sagrado justamente pues se diferencia, se separa, se excluye del resto de los objetos, lugares, personas o actos que no pertenecen a la dimensión de lo divino o, si se prefiere, lo trascendente. En la palabra hebrea kadosh (que quiere decir tanto santo como sagrado) se enfatiza la cualidad del Bien supremo y perfecto del Dios Único separado absolutamente del Mundo, cuya “morada” se situó en el kodesh hakodhasim (Sancta Sanctórum) del Templo de Jerusalén, espacio en el que solamente entraba el Sumo Sacerdote en Yom Kippur. Sagrado designa una separación al mismo tiempo psicológica y topográfica que crea una distancia que “protege” y que “nos protege” de aquello que es considerado supremo.

Lo sagrado se sustenta en una base enunciativa, sobre un “decir”, pues adquiere su estatus particular en el momento en el que es designado como “santo”. Tanto en su sentido constructivo (santificar o consagrar) como en su vertiente destructiva (profanar o desacralizar), el discurso sobre lo sagrado es al mismo tiempo calificativo y pragmático, ya que no solamente se limita a definir o calificar lo “santo”, sino que prescribe una acción sobre cómo actuar ante lo sagrado. Este acto prescriptivo señala cuáles son los límites físicos y psicológicos que no deben ser transgredidos, confiriendo al mismo tiempo a quien emite el enunciado (por ejemplo, el sacerdote) una características que lo acercan a la santidad. Como veremos más adelante, la proximidad entre lo sagrado y quien “consagra” es de suma importancia en la comunicación política, especialmente en la vertiente profanadora del discurso que tiene como efecto la desacralización de aquello que es “santo” en el imaginario social.

Lo sagrado en el ámbito republicano se puede asimilar con aquellos ideales y valores que son fuente de consenso por su carácter trascendental y unificador del colectivo. Es por eso que nociones como “libertad”, “soberanía” o “fraternidad” se asimilan muchas veces en el lenguaje común con los “valores sagrados” de la nación, pues deberían estar por encima de las contingencias políticas, sociales y económicas, e incluso, de los deseos de mayorías circunstanciales. Vale la pena aquí citar al filósofo Rüdiger Safranski quien en su ensayo El Mal o el Teatro de la Libertad (1999) reflexiona sobre el lugar que el valor de la “dignidad” ocupa en la Constitución alemana:

“[…] La “dignidad” no debe apoyarse sobre las arenas movedizas de los acuerdos provisionales ni las mayorías momentáneas […] La dignidad por lo tanto no existe, pero ella debe ser respetada. Ella no existe sino en la medida en la que es respetada. Cuando la Ley fundamental de la República federal alemana declara la dignidad humana como ‘intangible’ y rechaza que sea sometida a la aprobación de una mayoría, ella quiere instituir un tabú, es decir lo sagrado en un mundo secularizado. En el futuro la imposición del principio de dignidad no debe someterse a la decisión de la sociedad. Eso implica que se le da a la dignidad un fundamento distinto al de la imaginación social, es decir Dios, o más precisamente lo que es de Dios, la instancias de los fundamentos últimos, una especie de imperativo de la razón moral”.

Ahora bien, si lo sagrado es ese espacio (físico y simbólico) que debe mantenerse separado para salvaguardar su carácter trascendental (pensemos en la dignidad en la cita de Safranski), ¿qué es entonces lo profano? Primero, habrá que decir que tanto la antropología como la lingüística han reconocido la bipolaridad de la relación entre lo sagrado y lo profano, pues uno existe en la medida en que el otro sea posible. Desde la topografía de lo sagrado, lo profano siempre está “afuera”. Pero esto no nos dice qué tiene de específico lo profano para ser considerado “execrable”, “obsceno” e incluso “maldito”. ¿Qué le confiere a lo profano ese sentido de degradación?

Podemos aventurar dos respuestas que sin duda se complementan. La primera propone que lo profano es sinónimo de confusión, caos, el tohu va bohu del Génesis antes de la Creación en el que todo era “desorden y sin forma”, a diferencia del espacio sagrado que tiene unos límites bien definidos y un orden bien estructurado. La segunda respuesta sugiere que lo profano es un espacio alterno de enunciación, que reta en su calificación y prescripción a lo sagrado, invirtiendo los valores así como proponiendo acciones que rebajan lo trascendente y lo sublime. Lo profano en el espacio republicano sería aquello que desde el discurso y la acción degrada aquellas nociones valorativas e ideales intangibles que fundan el consenso social.

Sacralizar para profanar

Para salir de las definiciones abstractas, consideremos las dimensiones de lo sagrado y lo profano en el terreno de la comunicación política venezolana de los últimos tiempos. Como nunca antes en su historia republicana, los venezolanos hemos estamos expuestos en los últimos 15 años a una doble dinámica de sacralización y profanación de aquellos valores e ideales trascendentes de la nación. Por un lado, se ha explotado desde una retórica cuasi religiosa una visión sagrada de la historia y de los héroes de la patria, lo que ha culminado con la ascensión a los altares del fallecido presidente Hugo Chávez. Pero paradójicamente, la sacralización exuberante del discurso chavista, con sus constantes referencias al “divino Bolívar” (según palabras del historiador Pino Iturrieta) y sus invocaciones sincréticas al Cristo “socialista” y a los “espíritus de la sabana”, ha terminado por profanar (degradar) aquello que debería ser sagrado, es decir trascendente para el colectivo. El uso y abuso de lo sagrado ha producido una ruptura de los límites del espacio sacralizado el cual ha sido invadido por el discurso y las imágenes de la revolución, especialmente por la palabra y la acción de Chávez, sacerdote de un culto de inversión de valores.

chavez altar

Se podría argumentar que en el contexto supuestamente revolucionario del proceso bolivariano, sería lógico pensar en una desacralización de las instituciones, de los rituales republicanos e incluso de las normas. Desde Marx y su denuncia de la religión como “opio del pueblo”, hasta la declaración de Nietzsche sobre la “muerte de Dios”, los discursos de la modernidad son justamente los de la profanación de los valores morales hegemónicos de los poderosos. La visión desencantada del mundo es propia de la ideología revolucionaria, al menos en su vertiente materialista y crítica. Sabemos, sin embargo, que el discurso revolucionario latinoamericano, y el chavista es prueba de ello, no ha podido deslastrarse de lo mítico en una dialéctica permanente entre lo “nuevo” y lo “viejo”, entre la racionalidad modernizante y las pulsiones de la tradición mágico-religiosa.

Sagrado y profano, o mejor dicho, sacralización y profanación como dinámicas de la comunicación política chavista, corresponden a dos caras de una misma moneda. Chávez irrumpió constantemente contra los espacios sagrados. Lo hizo al mostrar en televisión los restos de Simón Bolívar, lo que algunos calificaron como la “profanación” de la tumba del Libertador. Lo hizo en varias ocasiones al asumir el papel de sacerdote-predicador en rituales religiosos, especialmente católicos, rompiendo el orden y el sentido de estas celebraciones. Lo hizo muchas veces al irrespetar las normas de los propios rituales republicanos, especialmente en sus larguísimos discursos ante instituciones como la Asamblea Nacional, vaciando de sentido el acto mismo de su comparecencia ante uno de los poderes públicos. En muchos de sus actos y de sus alocuciones, Chávez dislocó el sentido de símbolos, ideas y valores que históricamente han influenciado el imaginario venezolano. A Bolívar lo llevó del altar al foso con la excusa de descubrir las “verdaderas” razones de su muerte y reconstituir la representación de su rostro. A Cristo lo instrumentalizó para justificar el supuesto carácter socialista de su revolución. Las ceremonias republicanas se convirtieron en espectáculos vaciados de formalidad que respondían a sus caprichos.

La huella de una ruptura

Hugo Chávez murió pero no desapareció de la escena política. La recuperación propagandística de su figura, sus palabras y sus imágenes responde a una estrategia simple: llenar un vacío que ninguno de los llamados líderes del chavismo ha sido capaz de llenar. Está claro que nadie en el chavismo tiene las capacidades histriónicas de Chávez. De hecho, cuando alguno de los llamados líderes de la revolución, incluyendo a Nicolás Maduro, trata de asumir el tono o el estilo de Chávez, la imitación resulta pobre e incluso forzada. Ni la retórica incendiaria ni sus chistes “ocurrentes” tienen el mismo efecto que las desproporciones discursivas del fallecido Comandante.

Sin embargo, desde el punto de nuestro análisis sobre la profanación de la República, esto es secundario. La huella del discurso profanador de Hugo Chávez es profunda. Las consecuencias de su constante degradación de los valores e ideales sagrados de la República, que servían de alguna forma como cemento unificador del colectivo venezolano, han trascendido su muerte. Más aun, la pervivencia del chavismo como fenómeno social y político, implica una constante desacralización de ciertos valores e ideales. Esto responde a una racionalidad política que necesita mantener y alimentar la polarización a partir de una lógica de la exclusión simbólica y real del “otro”, a quien se degrada como “traidor” o “apátrida”.

Pero la profanación de la República tiene una consecuencia mucho más grave. Su impulso destructivo, legitimado desde las instancias de poder del Estado, se ha llevado por delante todos los límites normativos que permiten la convivencia civilizada entre las personas. En otros términos, la retórica profanadora del chavismo, hoy más viva que nunca por la necesidad estratégica de explotar la imagen y la palabra del líder muerto, arremete contra todo espacio sagrado, incluyendo los espacios de la vida y de la libertad. Y eso lo hace tanto de forma explícita, cuando atropella los derechos humanos de los ciudadanos, como de forma implícita, cuando guarda silencio, en una acción por omisión, sobre varias de las calamidades que azotan a los venezolanos.

Sin pretender ser reduccionistas – entendemos que son múltiples los factores que influyen en los fenómenos sociales – nos atrevemos a avanzar la hipótesis siguiente: el desbordamiento de la violencia y de otros comportamientos anómicos es una consecuencia de la profanación sistemática de los ideales y valores republicanos. por parte de una clase dirigente que ha degradado la política. El discurso y la acción profanadoras abrieron las compuertas para que fuerzas atávicas cargadas de resentimiento y revanchismo actúen con toda impunidad. Para ponerlo en términos de un razonamiento primario; si el presidente puede rebajar a la figura del Padre de la Patria para hacerla pasar de héroe inmortal a esqueleto inerme, entonces todo valor es relativo y todo está permitido.

El rescate de la democracia requerirá la restitución de espacios sagrados de consenso entre los venezolanos. Aunque parezca paradójico, refundar lo sagrado como ideal y valor republicanos, implicará también una labor iconoclasta para destruir los falsos ídolos con el fin de rescatar la sana neutralidad religiosa del Estado. Una crítica de nuestra historia reciente servirá para desarrollar y comunicar un discurso alternativo que contribuya a reconstruir la República secular.

*Este texto forma parte de un estudio sobre la transparencia esperpéntica en la comunicación política. El autor es profesor en la Universidad de Ottawa (Canadá).

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