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Edificio Centro Valores, local 2, Esquina de la Luneta, Caracas, Venezuela.

La matraca y yo

Lissette González Álvarez

Comencemos por el principio: yo no debería manejar. Soy una versión femenina, más joven (y ojalá más agraciada) de Mr. Magoo. Cuando era una muchacha y mi miopía estaba en todo su esplendor, si se me rompían los lentes mis amigos me llamaban Topacio. Y si bien operé mi miopía hace catorce años, también soy despistada y con problemas de comprensión espacial, esto último según diagnóstico formalmente emitido por un test psicológico. En resumidas cuentas, Rumildo habría podido inspirarse en mis hazañas al volante, pero afortunadamente para aquella época yo era aún una niña feliz, inocente de lo que acontecería al crecer y volverme conductora.

Si a mi escaso talento para la tarea de conducir sumamos el caos que distingue a la ciudad de Caracas que incluye avenidas sin suficiente señalización, irrespeto de semáforos por parte de vehículos y peatones, colas infernales, motorizados que van en contrasentido o por las aceras, entre otros muchos detalles pintorescos, es fácil comprender mi propensión a los accidentes. Debo afirmar como un logro, sin embargo, pasar de una tasa de un choque semanal con mi primer carro a apenas 2 o 3 choques al año en la actualidad. Nunca graves, en líneas generales.

Esta vasta experiencia en la materia me permite contar con abundante evidencia sobre un fenómeno citadino muy particular: la matraca (lo que en otras latitudes llamarían “soborno”). Al momento del impacto, uno no sabe si lo mejor es llamar a la autoridad competente o arreglarse como mejor se pueda entre las partes involucradas. Pero, claro, uno es un humilde asalariado que no dispone de dinero sobrante como para pagar los daños al carro propio y ajeno, así que hay que usar el seguro… y allí te exigirán pasar por el drama (o tragedia) de notificar el accidente en Tránsito.

Mi primera experiencia con la matraca fue en diciembre de 2006. Fue un choque con una moto que decidió cruzar a la derecha por delante de mí en plena Av. Principal de Macaracuay. No pude frenar a tiempo y chocamos. La parrillera cayó y se raspó. El proceso de levantar el choque y hacer las respectivas declaraciones duró desde las 5pm hasta las 10pm. La negociación no era sólo con los inspectores, también el motorizado quería dinero. Con aplomo sostuve que si el accidente era mi responsabilidad el seguro les pagaría los daños. El motorizado sabía que tenía todas las de perder: moto china sin placa, ¡creo que ni siquiera tenía licencia! Me amenazaron con denunciar el choque con lesionados, lo cual implica que ambos vehículos quedan retenidos como evidencia. No cedí, así que el carro fue retenido y lo recuperé después de un largo proceso 4 meses después.

La última experiencia fue hace apenas una semana. Nuevo choque con moto, aunque esta vez era yo quien hacía un cruce indebido luego de más de dos horas en el tráfico intentando ir al trabajo. El motorizado decentísimo en esta ocasión. El matraqueo exclusivo de los inspectores de tránsito. Me anuncian que mis documentos quedarán retenidos y que debo llamar a alguien para que venga a manejar mi vehículo hasta el Banco de Venezuela más cercano para pagar una multa de veinte unidades tributarias (Bs.F. 1520,00). Si no, mi carro quedará retenido en la Comandancia de El Valle. Mi respuesta: no tengo plata (era cierto), no tengo marido que me venga a buscar hasta acá (ídem), así que por favor llamen a la grúa para que se lleve el carro. Yo pago la multa el lunes y lo voy a buscar. Cara de desconcierto indescriptible. Al ver que yo asumía que el accidente fue mi responsabilidad y que estaba dispuesta a que retuvieran el carro y pagar la multa, quedaron desarmados y me dejaron ir sin siquiera emitir una boleta. En resumen, esta chocona jamás ha pagado un bolívar por concepto de matraca.

Este fenómeno tan usual tiene que ver por supuesto con la baja remuneración de los funcionarios, lo cual constituye un importante estímulo para incurrir en prácticas ilícitas. Pero eso no sería suficiente. Hace falta, además, un total desconocimiento por parte de la población de cuáles son las reglas, qué conductas acarrean cuáles sanciones. Que desconozcamos los procedimientos, que nos puedan amenazar con cualquier cosa y no nos quede más remedio que creerlo. Absoluta falta de transparencia y calculabilidad, pues.

Este es otro de los ámbitos donde la falta de institucionalidad pública dificulta la convivencia. Cumplir o no cumplir las normas no hace mayor diferencia; por lo tanto, nuestras calles son la guerra de todos contra todos, cada uno tratando de llegar atravesando un camino hostil y sin seguridad alguna.

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