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Edificio Centro Valores, local 2, Esquina de la Luneta, Caracas, Venezuela.
7.1_REUTERS
Foto: Reuters

Por Andrés Cañizález* | Revista SIC 827 

Durante los años 2019 y 2020 Venezuela ha sido colocada en una pequeña lista de países, de todo el mundo, cuyas economías están sencillamente devastadas y tal situación genera crisis humanitarias de envergadura, crisis migratorias, etcétera.

En este tiempo, Venezuela suele aparecer junto a Yemen, Sudán del Sur, Afganistán o Siria, entre los cinco países que más requieren ayuda humanitaria internacional. Es el único en el que no ha ocurrido una catástrofe natural o una guerra. La devastación ocurrida en Venezuela ha sido, en realidad, producto de una herencia.

En agosto de 2013, en los primeros meses de gestión de Nicolás Maduro, ya como presidente constitucional de Venezuela, aunque nunca se aclararan del todo las denuncias de fraude de aquel año, en la revista SIC se publicó un análisis de Eduardo Ortiz titulado “Herencia envenenada”. Este texto daba cuenta de cómo el nuevo gobierno había heredado el monopolio estatal de veintiún actividades económicas.

Hugo Chávez había sido reelecto en octubre de 2012 para un nuevo período de gobierno que ni siquiera pudo asumir. En aquel diciembre el país vio por última vez con vida a quien había gobernado y modelado la vida nacional desde febrero de 1999. Chávez les pidió a los venezolanos el voto a favor de su heredero, Nicolás Maduro, porque ya se sabía (desde hacía bastante se sabía) que le quedaba poco tiempo de vida.

Maduro, el heredero, una vez en el rol de Presidente para el período 2013-2019, ratifica que lo decidido por Chávez era prácticamente inalterable. El modelo económico de control no iba a ser revisado. Y tal cosa no ocurrió hasta que la devastación se extendió por casi todo, pero eso ya ocurrió mucho más adelante.

La decisión política de no revisar la herencia envenenada, a la que se refiere Ortiz, se tomó pese a que ya desde 2012 había suficientes señales de que las cosas no iban bien.

Coloca Ortiz el caso de “Lácteos Los Andes”. Esta empresa estatizada había registrado una merma de sus utilidades en 2012 por el orden del 61,4 %. Protestas de trabajadores, durante 2013, dejaban en evidencia que la empresa ya estaba en quiebra y lo que era peor, “las condiciones de trabajo eran infrahumanas”.

Si esto era con empresas otrora privadas, la cosa no resultaba muy distinta en las actividades que tradicionalmente habían estado en manos del Estado. En 2012, año en el que se reeligió a un Chávez que falseó su estado de salud (el discurso de entonces enfatizaba el milagro de su curación), las empresas básicas de Guayana trabajan apenas a un 30 % de su capacidad, según denuncias de sus trabajadores. En Petróleos de Venezuela (Pdvsa), en tanto, cada trabajador producía apenas un tercio al comparar con las cifras de 1998.

El caso de Pdvsa resulta sumamente dramático, ya que entonces y por largas décadas había sido la principal fuente de riqueza de Venezuela. En junio de 2020, ni un solo taladro estaba operativo y lo poco que se produjo en julio de 2020, nos colocaba en niveles similares a 1940. No son cosas que ocurrieron por azar, la herencia de Chávez y la falta de una rectificación a fondo, que pudo haber tomado Maduro en 2013, si ese hubiese sido su objetivo, la historia sería otra.

Pero el Maduro de 2013, cuando todavía había renta a la cual echar mano, sencillamente asumió el rol del heredero, del hijo político de Chávez, y siguió adelante con la política de controles. El fracaso del modelo se evidenciaba no solo en las cifras de producción, sino también en un asunto que contradecía seriamente al discurso oficial. La revolución bolivariana de Chávez, aun estando con vida su padre, nos dejó un país más desigual.

“En el año 2000, el 10 % más rico tenía un ingreso veinte veces mayor que el 10 % más pobre; pero en 2012 esta proporción había subido a 33 veces”, señalaba con tino Ortiz en su texto.


*Periodista e investigador. Doctor en Ciencia Política | @infocracia

Fuente: Revista SIC 827 

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