Por Jesús María Aguirre.
De Jacinto Convit, descubridor de la vacuna contra el mal de Hansen (lepra), me dejó marcado su lección de que tan grave era la enfermedad como la exclusión social que sufría el afectado por el mismo mal biológico. Como se sabe, en el pasado -ante el miedo al contagio -, los leprosos eran expulsados de las comunidades y estigmatizados moralmente, como nos cuentan los Evangelios. Incluso modernamente, como nos cuenta Convit, los enfermos eran confinados en colonias cerradas, cuando ya había mayor conocimiento de la enfermedad y sus posibilidades limitadas de contagio.
En una oportunidad, al terminar mi homilía que versó sobre la curación de los leprosos en el Evangelio, se me acercó una señora y me dijo: “Yo sufro el mal de Hansen y estoy en tratamiento”. En un proceso psicológico relampagueante entre mi miedo y mi aprecio a la persona le di un gran abrazo. Estas historias se repiten cuando uno atiende a un paciente de VIH-Sida, y ahora a las víctimas del corona-virus. El criterio científico está claro, “no te expongas”, “no te acerques”, pero cómo expresar el reconocimiento, el afecto, eso que genéricamente entra en la órbita del amor. Hay mucho que aprender, desde la relación entre la madre afectada y el bebé recién nacido sano, hasta la relación de pareja, aunque ahora la mediación digital pretende suplir la expresión presencial.
En general, se habla más del miedo y de la repugnancia de los sanos que del sufrimiento de los afectados, envuelto por esa palabra eufemística del “distanciamiento social”, pero es hora de que escuchemos las voces de los sufrientes de las pandemias. Les sugiero la lectura de la experiencia de mi amiga Dulce María Ramos con sus papás, víctimas del VIH. Se las muestro con todo el respeto, porque ella misma ha hecho público su testimonio valiente, aunque para mí es fuertemente doloroso, por no decir escalofriante. Tenemos mucho que aprender.
https://www.eluniversal.com/entretenimiento/65967/antonio-memorias-de-una-pandemia