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Sínodo sobre la familia: Expectativas de un obispo diocesano

+ Johan Bonny
Obispo de Amberes
1 de septiembre de 2014

pontfamiliaDel 5 al 19 de Octubre se reúne en Roma un Sínodo de obispos sobre el tema de “los desafíos pastorales de la familia en el contexto de la Evangelización”. En preparación a este Sínodo, el Vaticano envió un cuestionario a los obispos y a las personas interesadas. A pesar del tiempo muy corto para reaccionar, este cuestionario recibió mucho eco en el mundo entero. Varias iniciativas se iniciaron en nuestro país. Los obispos belgas difundieron el cuestionario en todas las diócesis francófonas y flamencas y recibieron en total 1.589 respuestas que provienen de personas, de grupos o de servicios. Una comisión de expertos, entre los cuales hubo 5 teólogos de la UCL (Universidad católica de Lovaina Nueva, francófona) y de la KUL (Universidad católica de Lovaina, flamenca), estudió todas estas respuestas y redactó un informe sintético que fue transmitido a Roma. La Facultad de Teología y Ciencias Religiosas de la KUL organizó una encuesta sobre la manera de vivir la fe en Flandes. Los resultados de esta encuesta fueron presentados en Lovaina en una jornada de estudio. Con ocasión de esta jornada de estudio, el Servicio Interdiocesano (neerlandófono) de la Pastoral familiar publicó una serie de expectativas y sugerencias. Además, varios grupos y movimientos, como el IPB (Consejo Pastoral Interdiocesano flamenco) y los consejos pastorales de varias diócesis organizaron coloquios sobre el tema del próximo Sínodo.

Las reacciones llegadas desde Bélgica concuerdan con las llegadas de los países vecinos. Mientras tanto, el secretariado romano del Sínodo de los obispos publicó el Instrumentun Laboris en el cual fueron reelaboradas todas las respuestas llegadas de los cinco continentes.

¿Usted, como obispo, cómo ve este próximo Sínodo? Muchas veces he escuchado esta pregunta en estos últimos meses. Por una parte, trato de leer con atención y de comprender las respuestas de nuestro país y de los países vecinos. Estas respuestas manifiestan un amplio conocimiento del dossier y una gran expectativa hacia el Sínodo. Además, brotan de los primeros afectados: los que hoy viven su relación, su matrimonio o su familia a la luz del Evangelio y en unión con la comunidad de la Iglesia. Por otra parte, trato de captar cómo un obispo puede mejor entender las opiniones y expectativas vividas en la porción del pueblo de Dios a él confiado.

Por supuesto, no puedo prever desde ahora lo que se dirá en Sínodo ni cómo los obispos con el Papa Francisco hablarán del matrimonio y de la familia. Deseo sin embargo formular en esta nota algunas expectativas personales. Las formulo en nombre propio. Las formulo además como obispo de Europa Occidental, sabiendo que obispos de otras regiones de Europa o de otros continentes pueden tener opiniones divergentes.

Mis expectativas apuntan tanto a la comunidad de Iglesia como a la familia. Se sitúan en una línea histórica que comienza con el Concilio Vaticano II y llega a la situación actual. Trato de hacerla coincidir lo más cerca posible con la teología y la pastoral. La Iglesia como “la casa y la escuela de la comunión” es el hilo conductor del conjunto de esta nota.

1.- La colegialidad

Comencé mi formación sacerdotal en 1973: 8 años después del fin del Concilio Vaticano II (1962-1965) y 5 años después de la publicación de la encíclica Humanae vitae (1968). Desde esta época, siempre he constatado cuán importantes son los problemas de la relación, de la sexualidad, del matrimonio y de la familia y cómo representan un terreno especialmente conflictivo en la comunidad de Iglesia. Muchos creyentes, sobre todo miembros de organizaciones católicas y de medio cristiano, ya no se encontraban representados en los textos doctrinales y las declaraciones morales de Roma. Esta brecha no disminuyó con los años, sino por el contrario, creció. Los documentos sucesivos provenientes del magisterio supremo acerca de los problemas sexuales, familiares o bioéticos se toparon con una incomprensión creciente y una indiferencia progresiva. Para evitar aumentar las tensiones, se adoptó la vía de la discreción en los años 80 y 90. Por una parte, los creyentes se dirigen cada vez menos a los obispos, teólogos o colaboradores pastorales para sus problemas personales. Por otra parte, éstos últimos prefirieron acompañar a las personas de manera individual para no contribuir más a tensar el clima de las discusiones ideológicas. Esto les pareció la mejor carta para poder cumplir su tarea de “pastor” en conciencia y de manera eficaz.

La brecha creciente entre la enseñanza moral de la Iglesia y las opiniones morales de los creyentes releva una problemática en la cual intervienen muchos factores. Uno de ellos refiere a la manera cómo esta materia ha sido ampliamente retirada de la colegialidad de los obispos y vinculada casi exclusivamente al primado del obispo de Roma. En el seno mismo del problema ético del matrimonio y de la familia surge una pregunta eclesiológica: la de la justa relación entre el primado y la colegialidad católica. Todos los debates que se han llevado después de Vaticano II sobre el matrimonio y la familia, en uno u otro sentido, tiene que ver con este tema de eclesiología.

Durante todo el Concilio Vaticano II, los obispos y el Papa se esforzaron por alcanzar el consenso más elevado posible. Todos los documentos fueron evaluados con atención, fueron escritos varias veces, hasta que casi todos los obispos puedan dar su aprobación. Numerosos textos tuvieron que recorrer tres sesiones del Concilio antes de ser aprobados. Varias veces, el Papa Pablo VI intervino personalmente para ir al encuentro de los que dudaban a través de una adaptación del texto o de una nota adicional. Para las Constituciones más importantes, algunos obispos y teólogos belgas trabajaron días y noches para introducir enmiendas en textos que puedan llevar la adhesión de todos. Las cifras lo confirman: todas las Constituciones y Decretos del Vaticano II, aún las más difíciles, fueron finalmente aprobadas por un consenso casi general. De este tipo de colegialidad, no quedó casi nada, tres años más tarde, con la publicación de la Humanae Vitae. Que el Papa tome una decisión acerca de “los problemas de la población, de la familia y de la natalidad” estaba previsto por el Concilio. Que abandone en este caso la búsqueda colegiada del más grande consenso no estaba previsto en el Concilio. En cuanto a la forma, el Papa Pablo VI tomó ciertamente su decisión en alma y conciencia, con una percepción aguda de su responsabilidad personal ante Dios y la Iglesia. En cuanto a la forma, su decisión iba contra la opinión de la comisión de expertos que él mismo había nombrado, de la comisión de cardenales y obispos que había trabajado este tema, del Congreso mundial de Laicos (1967), de la gran mayoría de teólogos, moralistas, médicos y científicos y de la mayoría de las familias católicas comprometidas, por lo menos, en nuestro país.

No me toca juzgar cómo todo se desarrolló en este tiempo ni cómo Pablo VI llegó a su decisión, Pero lo que me interesa es lo siguiente: la ausencia de un soporte colegial llevo inmediatamente a tensiones, conflictos, rupturas que nunca sanaron. Tanto de un lado como del otro, las puertas se cerraron y no se abrieron más. La línea doctrinal de la Humanae Vitae fue además transformada en un programa estratégico que prosiguió con mano firme. Por culpa de esta política eclesial quedan todavía huellas de sospecha, exclusión y oportunidades fracasadas.

Esta discordia no puede prolongarse. La unión entre la colegialidad de los obispos y el primado del obispo de Roma, tal como se realizó en el Concilio, debe restaurarse. Esta restauración ya no puede hacerse esperar más tiempo. Es la clave para una nueva y mejor aproximación de muchos temas en la Iglesia. En mi opinión, es parte del rol del obispo de colaborar hoy a esto. Está claro sin embargo que una aproximación más colegiada no lleva de por sí a la solución de todos los problemas. La colegialidad no es un camino fácil. Puede desvelar nuevas tensiones y provocar rupturas. Toda concertación y toma de decisiones en común conlleva el riesgo de la diferencia de opinión y de la falta de claridad. La experiencia de otras Iglesias y comunidades eclesiales debe también ayudarnos a ser realistas sobre este punto. Creo sin embargo que la Iglesia católica tiene una necesidad urgente, especialmente en el tema del matrimonio y de la familia, de una nueva y más sólida base de colegialidad para la toma de decisiones. Espero que el próximo Sínodo sea muy benéfico en este punto.

Sobresale en el Instrumentum Laboris cuántos pueden ser diferentes las reacciones según los diversos continentes acerca del matrimonio y de la familia. Sobre este punto, el documento preparatorio es honesto y trasparente. África y Asia tienen puntos de vista y experiencias distintas a las de Europa y América del Norte. Hasta entre Europa Occidental y Oriental, entre Europa del Norte y del Sur se notan diferencias importantes. No tiene sentido negar o despreciar estas diferencias. Tienen realmente un significado. A pesar de la globalización, muchos desarrollos y desafíos de este mundo conocen recorridos que van con tiempos distintos. En estas distintas “zonas temporales”, los obispos son responsables para la parte del pueblo de Dios a ellos confiados. Y no es una solución decir que estos temas no hacen problema, o lo hacen al otro extremo del mundo. Una colegialidad monolítica tiene tan poco futuro en la Iglesia como un primado monolítico. Espero que el Sínodo de los obispos ponga la atención necesaria sobre esta diversidad regional. A este respecto, sobre el aporte de las conferencias episcopales a una justa relación entre primado y colegialidad, el Papa Francisco escribe que “este deseo no se realizó” y que “todavía no se ha explicitado suficientemente un estatuto de las conferencias episcopales que las conciba como sujetos de atribuciones concretas, incluyendo también alguna auténtica autoridad doctrinal. Una excesiva centralización, más que ayudar, complica la vida de la Iglesia y su dinámica misionera”. Quizás el Sínodo pueda confiar a las conferencias episcopales la misión de profundizar durante el año próximo sobre la problemática del matrimonio y de la familia en su región, preparando la segunda sesión del Sínodo, en Octubre 2015.

2.- La conciencia

Como en otros países, los obispos de Bélgica se encontraron después de la publicación de la encíclica Humanae Vitae ante una tarea difícil. Durante el Concilio, habían trabajado intensamente para la redacción de la Constitución Gaudium et Spes, especialmente para el capítulo “Dignidad del matrimonio y de la familia”. A petición del Papa Juan XXIII y del Papa Pablo VI, se habían entregado activamente en varias comisiones que se habían dedicado al problema de la paternidad responsable y del control de la natalidad. Habían deliberado largamente con teólogos moralistas, científicos y movimientos de laicos creyentes. Su opinión personal era conocida de la opinión pública. Después de la publicación de la encíclica, se encontraron en un dilema crucial. Por un lado, querían como obispos, seguir leales respecto de la persona del Papa Pablo VI con el cual habían colaborado intensamente y con confianza durante el Concilio. Por otro lado, como obispos diocesanos, querían tomar sus responsabilidades para con el pueblo de Dios a ellos confiado, en el espíritu y según la misión que recordó el Concilio. El Concilio les había dado la misión de tomar en serio “las alegrías y las esperanza, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestros días”, y de “escrutar los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio”. Querían ejercer su misión de pastores tomando en cuenta esta nueva hermenéutica eclesiológica y pastoral. Llegaron así más rápidamente a un conflicto de lealtad y entonces a un caso de conciencia. ¿Cómo quedar unidos al papa y, al mismo tiempo, ser fieles al Concilio?

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Un mes después de la publicación de la Humanae Vitae, los obispos belgas publicaron una Declaración común. Este texto no fue redactado ni publicado a la rápida. Los obispos quisieron permanecer anclados a la gran tradición de la Iglesia y, al mismo tiempo, avanzar en un diálogo constructivo con las familias y la cultura de su tiempo. Cuatro proyectos sucesivos fueron escritos y corregidos. Los autores principales de la Declaración no eran teólogos debutantes ni francotiradores. Por el contrario, eran los mismos que, en el Concilio, habían trabajado de manera decisiva en las Constituciones como Lumen Gentium, Dei Verbum y Gaudium et Spes, especialmente Mons. G. Philips y Mons. J.M. Heuschen. Estaban en estrecho contacto con varios Cardenales que marcaron al Concilio Vaticano II, como L.J. Suenens (Malinas-Bruselas), J. Dopfner (Munich), B. Alfrink (Utrecht), F. Konig (Viena), J. Heenan (Westminster) y G. Colombo (Milán). Es decir, la declaración de los obispos de Bélgica provenía del mismo círculo de personas que habían orientado el Concilio con el Papa Pablo VI.

En su texto, los obispos de Bélgica, en la línea de la tradición católica y de la Constitución Gaudium et Spes, avanzaban el argumento de la conciencia personal. Por eso, podemos leer por ejemplo: “Sin embargo, si alguien, perito en la materia y capaz de formarse un juicio personal bien establecido – lo que supone necesariamente una formación suficiente – llega, sobre algunos puntos, después de un examen serio ante Dios, a conclusiones distintas, está en su derecho de seguir sobre este punto su convicción con tal que siga dispuesto a continuar su búsqueda con lealtad”. Y después “Es necesario reconocer según la doctrina tradicional que la última regla práctica está dictada por la conciencia debidamente iluminada según el conjunto de los criterios que expone la Gaudium et Spes (N° 50, al. 2; N° 51, al. 3), y que el juicio sobre la oportunidad de una nueva transmisión de la vida pertenece en última instancia a los mismos esposos que deben decidir delante de Dios”. En la misma época, varias conferencias episcopales publicaron Declaraciones parecidas, haciendo un llamado al juicio personal de la conciencia.

Aunque estas palabras sobre la conciencia eran muy clásicas y prudentes, no fueron muy apreciadas por los defensores de la Humanae Vitae. Por el  contrario, fueron descritas como deserciones, como desacatos al Papa y como un empuje hacia el relativismo, la permisividad y el libertinaje. Fueron apartados de manera deliberada. Fue un giro en las relaciones entre el Papa Pablo VI y los obispos belgas. Prueba de esto es la anécdota vivida por Mons. Charue, obispo de Namur. Durante el Concilio, nació entre él y el papa Pablo VI un sentimiento profundo de apreciación mutua y de confianza. No se podía imaginar a un obispo más clásico que Mons. Charue. Menos de un año después de la Humanae Vitae, fue “recibido en audiencia privada por el Papa. Éste le expresó su descontento por la Declaración de los obispos belgas acerca de la Humanae Vitae. Hasta le dice: “Y usted, Mons. Charue, sabiendo todo esto, ¿firmaría todavía la declaración de los obispos belgas? Mons. Charue contesta: Sí, Santo Padre. Y después prorrumpe en llanto. Este obispo, que era un gran intelectual y un hombre honesto, vivía también el drama que muchos teólogos católicos conocieron en estos días, porque estaban desgarrados entre su afecto sincero hacia un gran Papa humanista y la fidelidad a sus convicciones. Amicus Plato…”. Desde entonces, muchos obispos prefirieron el silencio a la polémica.

Como consecuencia de esta polarización, en la enseñanza de la Iglesia, la conciencia fue relegada de manera manifiesta a un segundo plano en lo que concierne la relación, la sexualidad, el matrimonio, el planning familiar y el control de la natalidad. Perdió su lugar justo en una reflexión sana en teología moral. En la Exhortación Familiaris Consortio, apenas se evoca el juicio de la conciencia personal dentro del método de planning familiar y del control de la natalidad. Todo se encuentra bajo el signo de la verdad del matrimonio y de la procreación tal como la Iglesia lo enseña y está asociado al deber de los creyentes de apropiarse de esta verdad y de responder a ella. Partiendo de la ley natural, los actos determinados se califican como “buenos” o “intrínsecamente malo”, independientemente de todo lo personal: medio de vida, experiencia, historia. En tal perspectiva, queda poco lugar para un juicio honesto y valórico a la luz del Evangelio y de la tradición católico en su conjunto. En los capítulos del Catecismo de la Iglesia Católica sobre el sexto mandamiento (N° 2331-2400) t sobre el noveno (N° 2514-2533), se dice muy poco sobre el juicio de la conciencia personal. Esta laguna no hace justicia al conjunto del pensamiento católico.

¿Qué espero del próximo Sínodo? Que devuelva a la conciencia su lugar correcto en la enseñanza de la Iglesia, en la línea de Gaudium et Spes. ¿Se resolverán entonces todos los problemas? Ciertamente que no. No es algo simple ver cómo la conciencia llega a una decisión responsable. ¿Qué es una conciencia bien formada? ¿Cómo puede conocer la ley que Dios “depositó en nuestros corazones”? ¿Cómo se sitúa la conciencia respecto del magisterio de la Iglesia o, al contrario, cómo el magisterio de la iglesia se sitúa respecto de la conciencia? ¿Cómo la conciencia puede tomar en cuenta el “principio de gradualidad” y de la pedagogía del progreso gradual en el proceso de crecimiento al cual nadie escapa? ¿Cómo puede la conciencia ejercer la virtud de “epikeia” o equidad cuando la letra y el espíritu de la ley entran en conflicto? Para el hombre de hoy, que pone una gran importancia en la formación de un juicio de conciencia personal y motivado, éstas son preguntas pertinentes. El Sínodo no debe responder a todas estas preguntas, pero espero sin embargo que les dará la atención deseable.

3.- La doctrina

En estos últimos meses de preparación para el Sínodo, escuché o leí varias veces: “Estoy de acuerdo que el Sínodo se pronuncie sobre más flexibilidad pastoral, pero no podrá tocar la doctrina de la Iglesia”. Algunos dan la impresión que el Sínodo sólo podría hablar de la aplicación de la doctrina y no de su contenido. Esta oposición entre “pastoral” y “doctrina” me parece inaplicable, tanto teológicamente como pastoralmente. No puede apoyarse sobre la tradición de la Iglesia. La pastoral no puede privarse de la doctrina, tanto como la doctrina de la pastoral. Ambas deben ser consideradas si la Iglesia quiere abrir nuevas vías para la evangelización del matrimonio y de la familia en nuestra sociedad.

¿Cuál es la enseñanza de la Iglesia respecto del matrimonio y de la familia? ¿Dónde encontrarla? No es posible contestar a esta pregunta si se indica solamente un solo período, un solo Papa, una sola escuela de teología moral, un grupo lingüístico, una política de Iglesia. Cada parte cuenta, pero ninguna parte puede incluir o reemplazar el todo. Lo que una persona dice o escribe, cualquiera sea su autoridad, debe siempre ser incluido en la luz del conjunto de la tradición de la Iglesia. Desde su inicio, la Iglesia se preocupó de los problemas teológicos y pastorales acerca de la relación, la sexualidad, el matrimonio, la familia, la Iglesia doméstica, el divorcio, las nuevas relaciones, los abusos o comportamientos delictuosos. En el Antiguo Testamento, ya existían muchas reglas al respecto y, sobre todo, relatos personales. En los Evangelios, Jesús encuentra muchas veces situaciones que tocan el matrimonio y la familia y da su parecer varias veces. Pablo escribe varias veces sobre este problema en sus cartas a las primeras comunidades cristianas. Después, podemos leer los Padres de la Iglesia y los teólogos de todos los siglos. Durante y después del Concilio Vaticano II, este desarrollo se prosiguió en todos los niveles de la vida de la Iglesia. A través de sus instrucciones sobre el matrimonio y la familia, los Papas Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI aportaron una contribución importante. En resumen, la doctrina de la Iglesia católica sobre el matrimonio y la familia debe enmarcarse en una larga tradición que recibió formas nuevas y contenido nuevo a través de la historia. Y esta historia no ha terminado: cada época confronta a la Iglesia con nuevos problemas y nuevos desafíos. Siempre, ella debe atreverse a releer su enseñanza a la luz de toda la tradición eclesial. ¿Qué puede decir eso para hoy? Quisiera anotar algunos elementos teológicos sobre los cuales la tradición dice más, en mi opinión, que lo que aparece en los documentos recientes del magisterio. Además de la conciencia a la que hice mención antes, quisiera hablar de la ley natural, el sensus fidei y la complementariedad de los modelos de teología moral.

El Instrumentum Laboris para el próximo Sínodo es muy claro: “Para una inmensa mayoría de respuestas y observaciones, el concepto de “ley natural” aparece hoy, en los distintos contextos culturales, como muy problemático y aún incomprensible. Se trata de una expresión que se percibe de manera diferente o simplemente no se entiende. Numerosas Conferencias episcopales, en contextos totalmente distintos, afirman que, aunque la dimensión esponsal entre el hombre y la mujer es generalmente aceptada como una realidad vivida, esta no se interpreta en conformidad con una ley dada de manera universal. Sólo un número muy reducido de respuestas y observaciones pone en evidencia una comprensión correcta de esta ley a nivel popular”. Esto es válido como constatación. Ningún teólogo moralista, ningún creyente puede impugnar que existe un sentido y un destino profundo en la complementariedad del hombre y de la mujer y en su fecundidad. En su ser más profundo, está inscrito un destino que está en relación con el plan creador de Dios para la humanidad y para el mundo. Por eso, la Iglesia invita al hombre y a la mujer  a tomar su parte libremente y de manera responsable en los objetivos de este plan creador. Intervienen también en el plan del amor, de la sexualidad, del matrimonio y de la familia algunas constantes que no se puede desconocer o menospreciar. Las ciencias humanas nos han traído perspectivas preciosas sobre este punto. Sin embargo, una especie de llamado a la “ley natural” en el contexto ético del matrimonio y de la familia sigue trayendo mucha confusión, incomprensión y resistencia. El hombre de hoy busca valores que ofrecen sentido y coherencia a su vida. Quiere ser feliz y ayudar a los demás a ser felices. En situaciones muchas veces complejas, quiere tomar decisiones responsables en conciencia, sopesando y confrontando los diferentes valores en juego. En este discernimiento, quiere tomar en cuenta la intención de sus actos, la proporcionalidad entre el acto y sus consecuencias, su historia personal y su evolución. El resultado de esta búsqueda no se conoce de antemano; difiere de una generación a otra, de un medio a otro. Esta inserción del juicio de conciencia en una historia  y una existencia ¿puede encontrar la ley natural? Y si la respuesta es “sí”, ¿cómo? La Comisión Teológica Internacional publicó en 2009 un documento titulado “En busca de una ética universal: nueva perspectiva sobre la ley natural”. El documento habla, entre otros temas, de la prudencia necesaria en cuanto a la utilización del concepto de “ley natural” para fijar normas concretas de comportamiento: “La ley natural no puede ser presentada como un conjunto ya constituido de reglas que se imponen a priori para el sujeto moral, sino que es más bien una fuente de inspiración objetiva para su proceso, eminentemente personal, de toma de decisión” (N° 59). El documento subraya también el carácter dinámico e histórico de la ley natural: “Llamamos ley natural al fundamento de una ética universal que tratamos de obtener a partir de la observación y de la reflexión acerca de nuestra común condición humana. Es la ley moral inscrita en el corazón de los hombres y de la cual la humanidad toma conciencia cada vez más a medida que avanza en la historia. Esta ley natural no tiene nada de estático en su expresión. No consiste en una lista de preceptos definitivos e inmutables. Es una fuente de inspiración que siempre mana al buscar un fundamento objetivo a una ética universal” (N° 113). Es decir, la ética cristiana necesidad más espacio para juzgar y decidir que lo que permite una aproximación estática o apodíctica de la “ley natural”. Este espacio más amplio no debe inventarse; ya existe. Se puede trabajar con los materiales que nos ofrece nuestra tradición bíblica y teológica, tanto moral como pastoral.

Otro elemento de nuestra tradición teológica es el sensus fidei o el sentido de la fe de los creyentes cristianos. En la Evangelii Gaudium, el Papa Francisco escribe: “El Espíritu lo guía (el pueblo de Dios) en la verdad y lo conduce a la salvación. Como parte de su misterio de amor hacia la humanidad, Dios dota a la totalidad de los fieles de un instinto de la fe – el sensus fidei –  que los ayuda a discernir lo que viene realmente de Dios. La presencia del Espíritu otorga a los cristianos una cierta connaturalidad con las realidades divinas y una sabiduría que los permita captarlas intuitivamente, aunque no tengan el instrumental adecuado para expresarlas con precisión”. Así como dice el Instrumentum Laboris, una mayoría de creyentes en muchos países o continentes suscriben los puntos de vistas y preocupaciones más esenciales de la Iglesia respecto del matrimonio y de la familia. Sin embargo, acerca de ciertos conceptos de teología moral o de mandamientos y prohibiciones morales, sabemos que desde hace mucho tiempo, ya no son compartidos o hasta son descartados por una gran mayoría de cristianos leales y bien informados. En 2014, la Comisión Teológica Internacional publicó un documento sobre el Sensus fidei en la vida de la Iglesia. Quiero ahora citar dos párrafos de este documento. En primer lugar, un párrafo sobre el rol de los creyentes laicos en el desarrollo de la doctrina moral de la Iglesia: “Lo que se conoce menos y al cual se pone menos atención, es el rol que juegan los laicos respecto del desarrollo de la enseñanza moral de la Iglesia. Es importante reflexionar también sobre la función que ejercen los laicos para discernir cuál es la concepción cristiana de un comportamiento humano apropiado, acorde con el Evangelio. En algunos campos, la enseñanza de la Iglesia se desarrolló gracias al descubrimiento por parte de laicos de las exigencias impuestas por situaciones nuevas. La reflexión de los teólogos y el juicio del magisterio de los obispos se fundaron entonces sobre la experiencia cristiana iluminada por las intuiciones de los laicos” (N° 73). Ahora un párrafo sobre el significado posible de una falta de recepción: “Surgen problemas cuando la mayoría de los fieles quedan indiferentes a las decisiones doctrinales o morales que tomó el magisterio, o cuando las rechazan totalmente. Esta falta de recepción puede ser el signo de una debilidad en la fe o de una falta de fe de parte del pueblo de Dios, debido a la adopción no suficientemente crítica de la cultura contemporánea. Pero en algunos casos, puede ser el signo que ciertas decisiones fueron tomadas por las autoridades sin que ellas hayan tomado cuenta como es debido la experiencia y el sensus fidei de los fieles, o sin que le magisterio haya suficientemente consultado a los fieles” (N° 123). La “consulta suficiente de los creyentes” no debe partir de nada. Las expectativas y experiencias del pueblo de Dios esperan desde mucho tiempo una reflexión más profunda y un diálogo más fundamental.

Un tercer elemento doctrinal que quiero señalar está unido a la teología moral en el período post-conciliar. Después de la Humanae Vitae y Familiaris Consortio, la “doctrina de la Iglesia católica” se encontró casada casi exclusivamente con una escuela particular de teología moral, construida sobre una interpretación propia de la ley natural. Los que representan otras interpretaciones de la ley natural o de otras escuelas de teología moral, especialmente la escuela personalista, fueron rechazados como sospechosos o personajes para evitar. Y no se trata de figuras marginales, sino de moralistas muy competentes y meritorios como el P. Josef Fuchs sj, el P. Bernhard Haring cssr y el profesor L. Janssens (KULeuven). Eran de la misma generación y hasta compañeros de estudios de los principales obispos  y teólogos del Vaticano II. Habían colaborado en los fundamentos teológicos del Concilio y a su puesta en marcha en su enseñanza y sus publicaciones. En el corazón de su pensamiento de teología moral, estaba la persona humana y su desarrollo hacia una mayor dignidad humana, a la luz de la razón y de la revelación. Buscaban lo que es factible para una persona en situaciones frágiles y complejas, donde las elecciones no son evidentes. Creaban espacio para el desarrollo personal en el transcurso muchas veces turbulentos de su vida. Tomaban en cuenta la variabilidad de la realidad y la complejidad de la verdad. Razón, diálogo, tolerancia, empatía y misericordia recibían un lugar importante en su búsqueda. En los años que siguieron Vaticano II, fueron dejados de lado. Esta dirección de la política de Iglesia no aportó ningún bien al debate de la teología moral en la Iglesia y menos al anuncio del Evangelio. En mi opinión, el próximo Sínodo de obispos traerá poco a la evangelización del matrimonio y de la familia si no restablece primero el diálogo con la larga tradición de teología moral de la Iglesia. Distintos modelos de teología moral siempre han funcionado en la Iglesia. Solamente en la complementariedad, estos modelos pueden hacer justicia a la búsqueda múltiple a través del pensamiento humano acerca de la verdad y de la bondad. Lo que escribe el Papa Francisco en Evangelii Gaudium me parece importante: “Las distintas líneas de pensamiento filosófico, teológico y pastoral, si se dejan armonizar por el Espíritu en el respecto y el amor, también pueden hacer crecer a la Iglesia, ya que ayudan a explicitar mejor el riquísimo tesoro de la Palabra. A quienes sueñan con una doctrina monolítica defendida por todos sin matices, esto puede parecerles una imperfecta dispersión. Pero la realidad es que esa variedad ayuda a que se manifiesten y desarrollen mejor los diversos aspectos de la inagotable riqueza del Evangelio”.

4.- La Iglesia como una compañera de camino

No es necesario decir que soy afortunado de encontrar todos los días a personas que trabajan arduamente en su matrimonio y permanecen fieles a los votos que expresaron frente al altar: “Yo, (nombre), te recibo a ti (nombre), como mi esposo/ esposa. Te prometo serte fiel en lo favorable y en lo adverso, en salud y enfermedad, y amarte y respetarte todos los días de mi vida”. Esta promesa de por vida está en el corazón de su relación y de su vida familiar como su “núcleo  central” y su “columna vertebral”. Es el más bello regalo que pueden recibir de otra persona y de Dios. Derechamente las parejas casadas  miran a la comunidad de la Iglesia para que los ayude, los fortalezca y los inspire. Por lo tanto es  apropiado decir aquí una palabra de aprecio a todas aquellas parejas que en lo cotidiano se dedican uno al otro y a sus familias, una devoción  que a veces demanda sacrificios mayores y mucha atención personal. Junto a cada vida familiar “ordinaria” hay una historia “extraordinaria”. Cuando visito una parroquia, por ejemplo, siempre pregunto si puedo hacer un par de visitas a familias que están luchando con problemas o pasando alguna dificultad. Estos encuentros son siempre removedores y profundos y me hablan del Espíritu.

  • T ha estado cuidando a su mujer en la casa hace diez años. Ella sufre de la enfermedad de Alzheimer  y, para cuidar de ella, él cerró su empresa y ahora limita su vida social a un mínimo; la comunicación entre ellos es sólo a través de gestos de ternura y cercanía.
  • J y F tienen cuatro hijos propios y dos adoptados del Tercer Mundo. Para cuidar a esta gran familia, F dejó su trabajo; su familia ha llegado a ser una pequeña comunidad internacional.
  • K  está en la mitad de sus ochenta; su mujer murió unos años atrás; actualmente él cuida solo a su hijo que tiene síndrome de Down; el hijo tiene alrededor de sesenta años y su salud se está deteriorando poco a poco.
  • L y M  han atravesado una seria dificultad en su matrimonio; M se enamoró de otro hombre y pensó en divorciarse; con ayuda de sus amigos y de un terapeuta relacional ellos optaron nuevamente uno por el otro; ellos esperan que su relación  vaya mejorando emocionalmente.
  • El marido de M la abandonó sin previo aviso; aunque  ella no tiene esperanza de un reencuentro, ella aún cree en el significado único de su matrimonio y de la promesa que hizo; ella continúa su vida como madre sola.

Recientemente alguien- y con razón-  señalaba que la Iglesia pide tanta atención y comprensión para las situaciones “extraordinarias” que las parejas  y familias “ordinarias” han llegado a pensar de sí mismas que son un grupo olvidado. Efectivamente estas parejas                       “ordinarias” merecen contar con un mejor apoyo y guía pastoral de la Iglesia, también en mi propia diócesis. Su dedicación y testimonio son de gran valor para el futuro de nuestra comunidad. Tienen mucho que enseñar a la Iglesia acerca de los medios para formar “un hogar y una escuela de comunión” y para continuar trabajando en ello

Al mismo tiempo, sin embargo,  yo estoy  impactado como obispo acerca de cuán compleja es  hoy la realidad de la formación de la relación, del matrimonio y de la vida familiar. Diariamente escucho historias de fallas humanas y de nuevos comienzos, de debilidad y perseverancia, de resistencia  para enfrentar  los desafíos económicos y sociales, de cuidado mutuo en circunstancias difíciles. Estas historias también son conmovedoras y me hablan del Espíritu. ¿Cómo puede ser la Iglesia su compañera de camino?

  • T es una madre divorciada con tres hijos adolescentes que luego irán a la universidad. Ella no vive con su nueva pareja que es el padre de uno de sus adolescentes. T tiene un trabajo de tiempo parcial en educación. Ella gana un salario mensual de 1100 euros  además de 600 euros de asignación familiar. La vida para T es una lucha. Ella no tiene reservas financieras y tiene que pedir apoyo para mantener algún grado de orden en su vida familiar.
  • T es catequista en su parroquia. Ella tiene dos niños. Su primer matrimonio se  deterioró y terminó en divorcio. La parroquia y el trabajo pastoral están muy cerca de su corazón. Ella es uno de los miembros más activos del equipo pastoral.
  • H y B están ambos en los setenta y han estado casados casi por cincuenta años. Ellos tienen tres hijos. Una hija cortó con ellos al comienzo de sus veinte años. Ellos saben que ella tiene una pareja y que tiene hijos. Para H y B  la idea de que el corte con su hija no se remedie antes de que ellos mueran, es una herida incurable y una fuente de enorme tristeza.
  • F  tiene como 25 años. Ella ya se graduó, es activa en el trabajo juvenil y participó en el Encuentro Mundial de la Juventud. Su novio se considera a sí mismo un creyente, pero realmente no se siente a gusto en la Iglesia. F ha pasado mucho tiempo compartiendo con él lo que ella siente acerca del Espíritu y la Iglesia; aunque ella lo ama profundamente y quisiera casarse con él, ella va sola a misa los domingos.
  • J y K son una pareja homosexual, casados en un registro oficial. Sus padres nunca han pensado que su opción fue sencilla, pero en sus casas son tan bienvenidos como los otros hijos. J y K aprecian mucho la actitud de sus padres  y de sus familias. Ellos tiene problemas con la actitud de la Iglesia.
  • Barcos de todos los tipos, algunos containers enormes, entran y salen diariamente del puerto de Amberes manejados por gente de mar que proviene  de Asia, África y  Europa Oriental. Muchos son hombres jóvenes, algunos casados, otros no. Algunos marineros, como los de Filipinas, trabajan con contratos de nueve meses y ven a sus mujeres y niños después de largos períodos en el mar. Cualquier contacto que tengan con sus hogares está restringido a internet, videos en la web y teléfono. El Centro “Stella Maris” para los Viajeros del Mar de Amberes les ofrece asistencia en lo que requieran.
  • Una familia flamenca tiene ayuda doméstica: una mujer de mediana edad de Polonia. Ella trabaja en Bélgica para pagar los estudios universitarios de sus hijos y está feliz de ser capaz de ayudarlos de esta manera. Como esposa y madre, sin embargo, ella pasa meses alejada de su propia familia.
  • La familia de B llegó de Armenia y consiste en cuatro adultos: el padre, la madre y dos hijos. La familia ha vivido ocho años en Bélgica y espera llegar a naturalizarse como belga algún día. El padre y el hijo menor tienen la enfermedad de Huntigton y el hijo mayor está muy débil. La madre sufre constantemente de stress. Durante los últimos tres años han recibido apoyo de la Agencia Flamenca para Personas con Discapacidad. A ellos les parece imposible terminar con esta ayuda y dependen de la generosidad de las “tiendas sociales de abastecimiento” y de las organizaciones caritativas que distribuyen alimentos y ropa.

Las historias no tienen fin y yo podría continuar, pero no es esa mi intención. Me interesa exponer  la complejidad del contexto en que se desenvuelven hoy las relaciones, el matrimonio y la vida familiar, y las expectativas que muchos tienen de la Iglesia como “compañera de camino”. ¿Cuáles son mis esperanzas en relación al Sínodo? Que no sea un sínodo platónico. Que no se parapete en la seguridad distante del debate doctrinal y de las normas generales, sino que preste atención a la realidad concreta y compleja de la vida. El siguiente significativo pasaje del Papa Francisco puede ser una fuente de inspiración: “Yo  prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propia seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos. Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida. Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: ‘¡Dadles vosotros de comer!’ (Mc 6,37)”. 

Hoy la relación de la Iglesia con los hombres y mujeres no es de simetría o mutualidad. Aunque  algunos mantengan su distancia de la Iglesia no soportan que la Iglesia los ignore o los borre, y no están equivocados en su queja. La cuestión aquí se centra en Jesucristo y la misión que confió a la Iglesia. ¿Con qué tipo de personas se mezcló Jesús y de qué manera? Jesús y sus discípulos dieron una impresión refrescante en su entorno. Eran cercanos a la gente. En contraste con otros grupos religiosos y sociales  ellos eran vistos como personas normales, simples, terrenales.  Ellos hicieron lo suyo sin pretensión. Al mismo tiempo, sin embargo, ellos irradiaban una clara diferencia, algo que producía admiración; para alegría de muchos y la creciente irritación de otros. ¿Cuáles eran las características de la diferencia que irradiaban? Entre otras cosas, ello incluía lo siguiente: ellos eran libres y entregaban alegría; ellos acogían a los perdidos y condenados y los colocaban de vuelta en el centro del círculo; ellos invocaban la misericordia y el perdón; rechazaban cualquier uso de poder o de violencia; preferían ubicarse en el último puesto y creían en el poder del amor, un amor que no espera recompensa. Ellos eran muy “cercanos”, pero a la vez muy diferentes. Más aún, Jesús no dio un carácter exclusivo a la comunidad que lo acompañaba. Él se acercó y reunió a personas alrededor de sí mismo en diversos círculos. Él permitió diversos contactos  entre el círculo interno y externo. Para usar las mismas imágenes de Jesús: algunas veces era un sembrador, otras un pastor y a veces un hostelero que invita a la mesa. En cada instancia la gente se paraba o sentaba alrededor de él en varios círculos. Esta estructura concéntrica es parte de la arquitectura de la Iglesia como Jesús intentó en su construcción. Yo espero que el Sínodo haga suficiente justicia a esta arquitectura.

Las palabras como “compañera de camino” y “fraternidad” deberían caracterizar con gran claridad el discurso eclesial sobre el matrimonio y la familia. Como observa el Papa Francisco: “Hace falta ayudar a reconocer que el único camino consiste en aprender a encontrarse con los demás con la actitud adecuada, que es valorarlos y aceptarlos como compañeros de camino, sin resistencias internas. Mejor todavía, se trata de aprender a descubrir a Jesús en el rostro de los demás, en su voz, en sus reclamos. También es aprender a sufrir en un abrazo con Jesús crucificado cuando recibimos agresiones injustas o ingratitudes, sin cansarnos jamás de optar por la fraternidad”.

 5.- Situaciones “regulares” e “irregulares” 

En su lenguaje corriente, la Iglesia habla de situaciones “regulares” e “irregulares”. La distinción entre las dos se basa en motivos de teología moral y entraña consecuencias en el derecho canónico, entre otros en el dominio de los sacramentos. No está entre mis intenciones negar la legitimidad de estas distinciones. Es de interés de todos que la Iglesia ayude a las personas a distinguir lo que corresponde al designio de Dios sobre su vida y sobre la manera de crecer en esta línea. Además, pertenece a la tarea de la Iglesia reunir a los creyentes en una comunidad organizada con derechos y deberes para cada uno. Nosotros debemos, sin embargo, ser muy prudentes al utilizar esta distinción entre “regular” e “irregular”. La realidad es a menudo mucho más compleja que lo que pueden cubrir estos conceptos opuestos: bien o mal, verdadero o falso, justo o injusto. Esta manera bipolar de pensar raramente hace justicia a todo el transcurso de la vida de las personas y a la situación en la que ellas se encuentran.

Para comenzar, en la mayor parte de las familias cristianas se presentan tanto situaciones regulares como irregulares. Esta mezcla de situaciones no impide que los miembros de la familia continúen cuidándose y apreciándose mutuamente. ¡En buena hora! La Iglesia no puede subestimar la significación de esta solidaridad entre los miembros de una familia. En este dominio, como obispo, me ha tocado conocer la irritación. Un hermano se enfada porque su hermana, quien está vuelta a casar, no puede hacer una lectura en la eucaristía. Un padre pide más comprensión para su hijo homosexual, que se siente rechazado por la Iglesia. Una abuela no puede comprender por qué el cura no se allana a bendecir la relación de su nieta con un hombre divorciado. Aún si estas personas se interrogan sobre el recorrido de vida de sus parientes, aún si ellos hubieran preferido otra situación y experimentan pena por ella, no los abandonan simplemente. Para las personas concernidas, éste es un signo importante de la fidelidad de Dios hacia toda persona, cualquiera sea su situación. Tal como ellos lo sienten, la Iglesia no puede permanecer ajena en lo relativo al sostén y a la hospitalidad que ellos continúan testimoniando mutuamente en el seno de la familia.

En este mismo contexto, yo he debido constatar a menudo cómo el lenguaje de la Iglesia puede ser hiriente para algunas personas en ciertas situaciones. Quien quiera entrar en diálogo debe guardarse de utilizar calificativos que tropiezan con la realidad vivida y resuenan de una manera muy humillante. Algunos de nuestros documentos eclesiásticos necesitan una revisión urgente en este punto. Cuando hablo a las personas, yo no puedo utilizar ciertas formulaciones de documentos de la Iglesia sin juzgarlos injustamente, hiriendo profundamente y transmitiendo una imagen errónea de la Iglesia.

  • K. y P. están casados desde hace 30 años y tienen cuatro hijos; es alrededor de tres veces la media del número de hijos en una familia belga; luego del nacimiento del cuarto hijo, ellos han alcanzado el límite de lo que podían buenamente llevar y han decidido, por la contracepción, no acoger a otro niño más. ¿Se puede decir sin más, de estos padres con cuatro hijos, por motivo de su método de control de nacimientos, que ellos falsean el amor conyugal, que han roto la ligazón esencial entre el matrimonio y la fecundidad, y que ellos no se dan enteramente el uno al otro? ¿O, más bien, no hay que apreciar su paternidad generosa, su coraje en el cuidado que ellos cultivan, tanto de su relación como en la construcción continua de un hogar abierto para sus hijos?
  • A. y L. han hecho de todo para tener un hijo. Porque L. se aproxima a los 40 años, el tiempo ha comenzado a presionarla. Su mutuo deseo de tener un hijo es noble y generoso, animado además por una profunda fe cristiana. Debido a los problemas médicos, ellos han recurrido a una fecundación in vitro homóloga. ¿Se puede decir en general de esta pareja, en razón de esta intervención médica, que ellos han hecho dominar la técnica sobre el valor de la persona humana, que su acto es contrario a la dignidad humana de padres e hijos, y que ellos ven al hijo como una propiedad personal? ¿O, más bien, se puede comprenderlos en su deseo profundo de asociar amor y fecundidad, y en la espera que su deseo de hijos pueda ser colmado, gracias a la ayuda de médicos competentes y conscientes?
  • J. y M. tienen ambos veinticinco años y han finalizado sus estudios superiores; ellos han encontrado trabajo y viven juntos sin estar casados; su intención es permanecer juntos y fundar una familia. Sus padres y toda la familia tienen confianza en el modo en que ellos buscan conjuntamente su camino en la vida. ¿Debe decirse a priori de estos jóvenes, por razón del hecho de no ser casados, que ellos han optado por una convivencia a prueba, que la razón humana denuncia su elección como inaceptable y que ellos se tratan mutuamente de una manera que va en contra de la dignidad humana y del fin del amor? ¿O, más bien, hay que animarlos en la elección que hacen el uno del otro, en la esperanza que su relación pueda desarrollarse hasta un matrimonio civil y sacramental?

Es evidente que estas situaciones merecen más respeto y un juicio más matizado que el que puede aparecer en algunos documentos de la Iglesia. El mecanismo de condenación y de exclusión que de ellos se desprende no puede más que obstruir el camino de la evangelización. El “acompañamiento en el camino” (en la vida) y la “fraternidad” tienen poco lugar en un tal lenguaje. Sobre este punto, la Iglesia debe aprender a hablar como una madre, así como ha escrito el papa Francisco: “Ella (la misión del predicador) nos recuerda que la Iglesia es madre y que ella predica al pueblo como una madre habla a su hijo, sabiendo que el niño tiene confianza en que todo lo que ella le enseña será para su bien porque él se siente amado. Además, la madre sabe reconocer todo lo que Dios ha sembrado en su hijo, ella escucha sus preocupaciones y aprende de él. El espíritu de amor que reina en una familia guía tanto a la madre como al hijo en su diálogo, donde se enseña y se aprende, donde se corrige y se aprecian las buenas cosas”.

Agreguemos todavía una reflexión sobre el carácter histórico de todos nuestros pensamientos y nuestras acciones, también en la Iglesia. La distinción entre situaciones “regulares” e “irregulares” no tiene que ver solamente con la teología moral y el derecho canónico. También dice relación con la cultura y la historia. Cómo las personas profundizan su relación, cómo y cuándo ellas eligen tener hijos, cómo y cuándo ellas consideran y sienten su relación como “indisoluble”: éstas son realidades humanas marcadas por la época y la cultura, por el origen y la formación, por la conjunción de opiniones y sentimientos. A lo largo de los siglos, cada generación de padres ha conocido aquel sentimiento problemático “nuestros hijos viven esto de otra manera”. Importa también notar que, de los siete sacramentos, el matrimonio ha sido el menos evidente. A diferencia de los demás sacramentos, él sella un don humano previo: la unión para la vida  que comprometen un hombre y una mujer, según los usos de la época y de su cultura. Por cierto, en la tradición latina de la Iglesia católica, no es el sacerdote quien es el ministro del matrimonio, sino que son los esposos mismos quienes se administran el sacramento, el uno para el otro. Y recién a partir del siglo XII, el matrimonio ha sido puesto en la lista de los siete sacramentos. Más aún, el asunto de saber a partir de cuándo un matrimonio debe ser considerado como indisoluble, fue por largo tiempo objeto de discusión. La historia de la emergencia (desarrollo) del doble criterio “rato y consumado”, es particularmente instructiva al respecto. No es mi intención poner en cuestión la legitimidad de este criterio. Yo deseo  solamente mostrar de dónde viene: no de la Revelación ni de la historia del dogma, sino de la historia bien complicada del derecho de la Iglesia. El criterio no debe ser aligerado, pero tampoco sobrecargado más allá de lo necesario. La “forma” necesaria para la realización de un matrimonio válido ha cambiado también en muchas ocasiones o ha sido adaptada de diversas maneras en el curso de la historia del derecho de la Iglesia. Es más, a lo largo de los siglos, la Iglesia ha conocido variaciones sobre el tema del matrimonio y de la familia. Al lado de las tradiciones occidentales, ha existido siempre y existe en la Iglesia una tradición canónica oriental en lo que concierne al matrimonio y la familia. Ha habido el matrimonio entre personas que hoy día serían considerados menores de edad, o el matrimonio regulado sobre las promesas recíprocas de los jefes de dos familias (y que existe aún actualmente en ciertas regiones). A partir de la Revolución francesa, la introducción del matrimonio civil (y del divorcio civil) ha creado un nuevo contexto legal, también para los creyentes católicos. Desde la mitad del siglo pasado, las parejas han contado por primera vez en la historia con los conocimientos y los métodos necesarios para el control de los nacimientos. A esto se agregó el problema de la sobrepoblación mundial y la propagación del virus del SIDA. Hoy día, la legalización del contrato de vida en común o del matrimonio entre dos personas del mismo sexo lleva a nuevas situaciones y opiniones relativas al matrimonio y la vida de familia. Por otra parte, las personas viven muchos más años que antes: sus relaciones deben resistir mucho más largamente la prueba del tiempo. Además, a consecuencia de la más larga esperanza de vida,  pueden iniciar una nueva relación a edad más avanzada. Este contexto en continuo cambio no es en sí mismo anticristiano ni opuesto a la Iglesia. Él forma parte de las circunstancias históricas en las cuales tanto la Iglesia como cada creyente deben asumir sus responsabilidades. Él sitúa a la Iglesia delante de un desafío siempre importante, el de saber cómo su doctrina y la vida concreta pueden encontrarse y cuestionarse mutuamente en una tensión fecunda. En casi todas las respuestas al cuestionario de Roma, yo leo la expectativa de que la Iglesia pueda reconocer el bien y lo valioso igualmente en otras formas de vida común que el matrimonio clásico. Este requerimiento me parece justificado.

6.- Divorciados y vueltos a casar

Una de las cuestiones surgidas en varios países es el problema de las personas divorciadas que se han vuelto a casar y su exclusión de la comunión Eucarística. El Instrumentum Laboris señala al respecto: “Un buen número de respuestas hablan de los muchos casos, especialmente en Europa, América y en algunos países de África, donde personas claramente piden recibir el sacramento de la Reconciliación y la Eucaristía. Esto ocurre primariamente cuando sus hijos reciben los sacramentos. A veces, expresan el deseo de recibir la comunión para sentirse “legitimados” por la Iglesia y para eliminar el sentido de exclusión o marginación. A este respecto, algunos recomiendan considerar la práctica de algunas iglesias ortodoxas, las cuales, en su opinión, abren el camino para un segundo o tercer matrimonio de un carácter penitencial […] Otros piden clarificación de si esta solución está basada en la doctrina o es solamente una cuestión de disciplina”. Me gustaría hacer tres observaciones en relación con este tema.

La primera se centra en la estrecha conexión que la doctrina católica actualmente hace entre el sacramento del matrimonio y el sacramento de la Eucaristía. No hay duda que ambos están relacionados. La vida sacramental de la Iglesia es un todo orgánico en el cual un sacramento abre y re-abre el acceso al otro. Es posible preguntarse, no obstante, si acaso la indisolubilidad del matrimonio entre un hombre y una mujer puede ser comparada directamente con la indisolubilidad del vínculo entre Cristo  y su Iglesia. Esta “aplicación” a la cual Pablo hace referencia en su carta a los Efesios no es una “identificación”. Ambas indisolubilidades tienen diferentes significados salvíficos. Se relacionan unas con otras como “signo” y lo “significado”. Lo que Cristo es para nosotros y lo que él hizo por nosotros continua trascendiendo toda vida humana y eclesial. Ningún “signo” específico puede adecuadamente representar la “realidad” de este lazo de amor con la humanidad y con la Iglesia. Aún la más bella reflexión del amor de Cristo contiene limitaciones humanas y pecado. La distancia entre “signo” y “significado” es considerable y para nosotros esto es una bendición y una buena suerte. Nuestra debilidad nunca puede deshacer la fidelidad de Jesús por la Iglesia. Desde la indisolubilidad de su sacrificio en la cruz y su amor por la iglesia fluye la misericordia con la cual él nos encuentra una y otra vez, particularmente en la celebración de la Eucaristía.

Mi segunda observación tiene que ver con la participación en la Eucaristía. En el decreto sobre el Ecumenismo Unitatis Redintegratio, el Concilio Vaticano Segundo hizo una distinción entre dos principios que se relacionan entre sí dialécticamente: participación en la Eucaristía “como un signo de unidad” y como “medios hacia la gracia”. Ambos principios se co-pertenecen: ellos apuntan uno al otro y se refuerzan una al otro en una tensión creativa. Me inclino a ver esta aproximación a la Eucaristía como significativa aquí. En conformidad a las actuales enseñanzas y disciplina, a las personas que están divorciadas y vueltas  a casar no se les permite recibir la comunión porque su nueva relación después de un matrimonio roto no es más un “signo” del lazo indestructible entre Cristo y la Iglesia. Esta línea de argumento claramente tiene importancia. Al mismo tiempo, sin embargo, uno debiera hacer la pregunta si se dice todo lo que debiera ser dicho sobre la vida espiritual del individuo y sobre la Eucaristía. Las personas que están divorciadas y vueltas a casar también necesitan la eucaristía para crecer en unión con Cristo y con la comunidad de la Iglesia y para asumir su responsabilidad como cristianos en su nueva situación. La Iglesia no puede simplemente ignorar sus necesidades espirituales y su deseo de recibir la Eucaristía “como un medio para la gracia”. Debiéramos tener en mente, además, que aquellos que se encuentran a sí mismos en una situación ´regular´ también necesitan la eucaristía “como un medio para la gracia”. No es sin una razón que la oración final común antes de la comunión es: “Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros” y “Señor, no soy digno que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”.

Mi tercera observación responde la pregunta si la exclusión de las personas que están divorciadas y vueltas a casar de la comunión refleja propiamente la intención de Jesús con respecto a la Eucaristía. Espero evitar respuestas simplistas aquí, pero la pregunta me sigue preocupando. El evangelio contiene tantas palabras y gestos que la Iglesia afirma  – desde los tiempos de los padres de la Iglesia- que también tienen significado Eucarístico. Las palabras dichas y los gestos refieren a preparar la mesa común en el reino de Dios. Para comprender la Eucaristía correctamente, tenemos que tener en mente que una gran compañía de publicanos y pecadores estaban en la mesa con Jesús (Lucas 5, 27-30); que Jesús escogió este contexto para decir que él no había venido por los justos sino por los pecadores (Lucas 5, 31-32); que todos los que habían venido de lejos y de cerca a escuchar la palabra de Jesús les fue dado compartir el pan con Jesús y los apóstoles (Lucas 9, 10-17); que cuando tú des un banquete debes invitar especialmente a los pobres, los tullidos, los cojos y los ciegos (Lucas 14, 12-14); que el padre compasivo dio el mejor banquete posible al hijo pródigo, lo que irritó a su hermano mayor (Lucas 15, 11-32); que Jesús le lavó los pies a los discípulos, Pedro y Judas incluido, antes de la última cena, y les encargó seguir el ejemplo siempre que lo recuerden a él (Juan 13, 14-17). No es mi intención usar estas referencias como slogans, pero sigo convencido que no la podemos hacerlas un lado e ignorarlas. Tiene que haber una correlación entre las muchas palabras y gestos de Jesús relacionados con la mesa  y su intención con la Eucaristía. Si Jesús mostró tal apertura y compasión acerca de la mesa común en el reino de Dios, entones estoy convencido que la Iglesia tiene un mandato firme de explorar cómo puede dar acceso a la Eucaristía bajo ciertas circunstancias a las personas que están divorciadas y casadas nuevamente.

¿Cómo la Iglesia lidia con situaciones “irregulares” en estas y en situaciones comparables? Una línea cultural parece distinguir al norte y al sur de Europa a este respecto. El sur de Europa tolera mucho más el abismo entre la realidad y la norma que Europa del Norte. La tradición legal romana impulsó en primera instancia a crear buenas leyes, preocupando menos el que fueran aplicables o no. En el sur, más encima, tengo la impresión que lo que se sale del ideal no puede y no necesita ser regulado. Se le da preferencia a encontrar una manera práctica en el nivel local. El norte de Europa tiene dificultades con eso. Incluso cuestiones que son menos positivas y buenas tienen que ser canalizadas a través de conductos legales y por lo tanto ser reguladas. En la manera de cómo comprendemos las cosas en el norte, a nadie ayuda la negación o el tabú. Por el contrario, solo estimula el crecimiento de un “mercado negro”. Además, el norte de Europa tiende a preferir menos leyes pero que de hecho se aplican. Hace más de veinte años, un grupo de obispos diocesanos en Alemania trataron de elaborar un justificado acuerdo teológico y pastoral para dar a los divorciados y casados nuevamente acceso a la comunión. No es mi intención aquí juzgar el valor intrínseco de su propuesta. Lo que me preocupa sin embargo es lo siguiente: cuando a los obispos se les impide dar guía a sus colaboradores sobre cómo lidiar sobre situaciones irregulares, sus colaboradores quedan sin orientación. Los sacerdotes y los agentes pastorales con no poca frecuencia se ven enfrentados con situaciones irregulares que requieren un juicio prudencial. Así, hacen lo correcto al esperar de sus obispos criterios y liderazgo. La ausencia de tal liderazgo puede llevar a mayor confusión y a un mayor descrédito de la autoridad de los obispos como “pastores” del pueblo de Dios confiado a él. Paradójicamente, mejores normas para lidiar con situaciones irregulares puede ser beneficioso para el ejercicio del liderazgo en la Iglesia. La tradición legal de la Iglesia Cristiana oriental con la posibilidad de arreglos excepcionales por razón de “misericordia” o “equidad” (oikonomia; epikeia) podría ofrecer nuevos ímpetus a este respecto. Es por esta razón, también, que estoy esperando el Sínodo con esperanza.

Me gustaría concluir aquí con una palabra desde la perspectiva de los hijos y nietos. Como todo obispo, regularmente visito parroquias para el sacramento de la confirmación. La mayoría de los confirmandos en mi parroquia son niños de 12 años de edad. Muchos son hijos de un segundo matrimonio o de combinaciones familiares nuevas. En cada ocasión me confronto con una gran comunidad de niños, padres, abuelos y otros miembros de la familia. Estoy consciente que la mayoría solo participa rara vez en la Eucaristía, pero también sé que esa celebración es importante para ellos. Los niños que están siendo confirmados reúnen sus familias en una celebración que tiene un profundo significado, entre otras razones, por la conexión religiosa entre las distintas generaciones. Además, tales celebraciones frecuentemente dan una infrecuente “tregua” a algunas familias en la cual las frustraciones mutuas y los conflictos son dejados de lado por un momento. Cuando llega el momento de la comunión, la mayoría de los miembros de las familias espontáneamente se acercan al altar para recibir la comunión. No me puedo imaginar lo que significaría para los niños y para su futuro lazo con la comunidad de la Iglesia si les rehusara la comunión en ese momento a sus padres, abuelos y a otros miembros de la familia que se encuentran en situaciones matrimoniales “irregulares”. Sería fatal para la celebración litúrgica y principalmente para el desarrollo posterior de la fe de los niños involucrados. En tales circunstancias, surgen otras prioridades teológicas y pastorales que van más allá de la pregunta por el matrimonio sacramental. Tales situaciones demandan mayor reflexión  sobre las enseñanzas como sobre las prácticas de la Iglesia. El Instrumentum Laboris correctamente alude a este asunto.

7.- El anuncio del Evangelio

Se le ha puesto un título complejo al próximo Sínodo: Los Desafíos pastorales de la familia en el contexto de la evangelización. Que la evangelización se retome en el título, lo encuentro muy importante. ¿Por qué? Porque el matrimonio y la familia no forman sino un tema entre muchos a partir de donde la pregunta más extensa de la evangelización está a la orden del día. El lenguaje, el método y la sensibilidad con los que trabajará el Sínodo serán un test. Pueden dar un nuevo tono para toda la postura pastoral de la Iglesia. Por lo demás todos los temas pastorales están religados entre ellos y en cada tema surgen cuestiones análogas. Por lo mismo, el significado del próximo Sínodo tiene un alcance mucho más allá de lo que concierne el matrimonio y la familia.

¿Cómo la Iglesia va al encuentro del mundo y del hombre de hoy? En el curso de los últimos decenios reinaba en el gobierno de la Iglesia un modelo defensivo o antitético. En contraste con una cultura de “oscurantismo”, la Iglesia debe hacer irradiar la “belleza de la verdad”. Aunque el mensaje del Evangelio no sea popular o difícil de entender, la Iglesia debe manifestarlo de manera intacta. En un mundo que se va alienando cada vez más, debe seguir siendo un foco de luz y de reconocimiento. Si eso desagrada, ¡entonces que se produzca el choque! Sólo por un retorno radical hacia la verdad eterna, después de todo el mundo podrá salvarse. Por supuesto que hay buenas razones para este modelo antitético. Después de todo, el Reino de Dios no coincide con los desarrollos conyunturales de este mundo. Se manifiesta en una contra-corriente y en un llamado profético. Que Dios haga el mundo “nuevo” significa que lo haga al mismo tiempo “otro”. De Jesús mismo y de sus discípulos brotaba también un testimonio “contra-corriente”. Claramente no vivían y actuaban como todo el mundo. Por lo demás  por esta diferencia  Jesús pagaría un precio alto. Terminó como un condenado en la cruz. Finalmente era para él “todos contra uno”. Es desde esta diferencia de contra-corriente que la comunidad eclesial debe seguir irradiando si quiere permanecer fiel a su fundador y a su misión.

Al mismo tiempo se debe aplicar una gran dosis de prudencia hacia ese modelo antitético. Jesús de verdad murió en la cruz “todos contra uno”, pero nunca vivió “uno contra todos”. Con más amplitud de mira que cualquier jefe religioso, tenía su corazón y sus brazos abiertos a la gente, cualesquiera que fueran o lo que hubieran hecho. No había muros ni fronteras a su misericordia. Iba de pueblo en pueblo para que ningún enfermo dejara de encontrarlo, ningún leproso lo buscara en vano y ningún pecador fuera privado de su perdón. Entró en diálogo con gente inesperada y se dejó invitar a la mesa con huéspedes de dudosa reputación. El favoritismo o la exclusividad no era la norma para la elección de sus amigos o compañeros, ni siquiera para la elección de sus apóstoles.  Es en esta huella que Jesús ha colocado a su Iglesia. En sus relaciones con la gente y con el mundo, la Iglesia debe poder dar muestra de la misma apertura y misericordia que su fundador. Sólo puede cumplir con su misión recorriendo el camino del diálogo. No tiene otra elección,  si quiere guardar su identidad y su credibilidad. Pienso que es justamente aquí que la Iglesia  lucha hoy contra una falencia. Hemos hablado aquí arriba del sensus fidei. Si muchos perciben hoy  una falencia en la Iglesia, se trata de la claridad de su semejanza con Jesucristo. Les cuesta encontrar en la actitud de la Iglesia hacia la gente de hoy, la actitud de Jesús hacia la gente de su tiempo. Además miran sobre todo el tema del amor, la relación, la sexualidad, el matrimonio y la familia. No es de extrañar: son los temas que más les llegan al corazón y donde sienten la mayor felicidad o la mayor pena. Tomando en cuenta este hecho, la Iglesia debe, especialmente en estos temas, abandonar su actitud defensiva o antitética y buscar de nuevo el camino del diálogo. Debe atreverse nuevamente a ir de lo “vivido” a la “doctrina”. La Iglesia no tiene nada que perder por este camino. Es precisamente en el diálogo con el mundo que podrá descubrir donde Dios está obrando hoy y los desafíos a los que convida tanto la Iglesia como el mundo.

A propósito de esta actitud abierta al mundo, el papa Francisco escribe: “El ideal cristiano siempre invitará a superar la sospecha, la desconfianza permanente, el temor a ser invadidos, las actitudes defensivas que nos impone el mundo actual. (…) Mientras tanto, el Evangelio nos invita siempre a correr el riesgo del encuentro con el rostro del otro, con su presencia física que interpela, con su dolor y sus reclamos, con su alegría que contagia en un constante cuerpo a cuerpo. La verdadera fe en el Hijo de Dios hecho carne es inseparable del don de si, de la pertenencia a la comunidad, del servicio, de la reconciliación con la carne de los otros. El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura”.

En la evangelización, se trata antes que todo de la persona de Jesucristo. Que la gente encuentre a la Iglesia creíble tiene que ver sobre todo con el modo de cómo da testimonio del ejemplo de Jesús. A este propósito el papa Francisco también escribe: “Toda la vida de Jesús, su forma de tratar a los pobres, sus gestos, su coherencia, su generosidad cotidiana y sencilla, y finalmente su entrega total, todo es precioso y le habla a la propia vida. (…) “Cautivados por ese modelo, deseamos integrarnos a fondo en la sociedad, compartimos la vida con todos, escuchamos sus inquietudes, colaboramos material y espiritualmente con ellos en sus necesidades, nos alegramos con los que están alegres, lloramos con los que lloran y nos comprometemos en la construcción de un mundo nuevo, codo a codo con los demás. Pero no por obligación, no como un peso que nos desgasta, sino como una opción personal que nos llena de alegría y nos otorga identidad..

8.- Un Sínodo como un desafío

Las páginas precedentes pueden dar la impresión que no espero del Sínodo sino aprobación y aliento, como si nuestra visión Occidental o Nor-europea del matrimonio y de la familia debiera llegar a ser la norma para todos. No es el caso. El matrimonio y la familia en nuestro ambiente no están pasando por un buen momento. Lo sabemos por experiencia. La cantidad de matrimonios que no perseveran es muy alta. Los jóvenes dudan en contraer matrimonio, que sea por el civil o por la iglesia. El número de niños por familia es muy bajo (excepto en las nuevas familias de origen extranjero). La cantidad de suicidios es alta y preocupante, y cada vez a una edad más joven. El matrimonio como institución recibe poco apoyo de las autoridades y del ambiente socio-económico. El abismo entre familias ricas y pobres crece constantemente. Hay cifras y estadísticas de todas esas constataciones. Eso no quiere decir que las otras partes del mundo no tienen problemas u otros problemas, sólo que  nosotros no podemos desconocer nuestros problemas. Sin ser honestos, no avanzaremos. Más vale un diálogo valiente que la ausencia de diálogo.

Ocurre en la Iglesia como en el deporte: un entrenador que deja de entrenar a su gente en cuanto algunos empiezan a soplar y a suspirar, jamás ganará un campeonato con tal equipo. Un buen entrenador no debe tener miedo o andar con pequeñeces; tiene que atreverse a poner la vara muy alta, aunque haya alegato o resistencia. En este sentido, para mí, el próximo Sínodo bien puede lanzarnos algunos desafíos. Puede, con un pase firme, devolvernos la pelota. Por lo demás, no debemos esperar que los otros o un Sínodo devuelvan la pelota a nuestra cancha. Nosotros mismos debemos hacer primero nuestra propia evaluación y nuestros propios proyectos. En todo caso veo tres líneas por donde se nos va a devolver la pelota.

La primera línea es la de nuestro nivel de vida y de nuestra escala de valores. Justamente en nuestro Occidente confortable, vuelve a surgir la pregunta de lo que hace feliz al hombre. Ahora que tenemos casi todo lo que puede ofrecer una sociedad moderna, el motor de nuestro sentimiento de felicidad empieza a fallar. Sabemos mejor “lo que tenemos” que “lo que somos”. Y aquel “quienes somos” tiene que ver con la raigambre relacional de nuestra vida: nuestro círculo de amigos, nuestro compañero de vida, nuestro matrimonio, nuestro hogar y nuestra familia. Yo “soy” el amigo, el marido o la esposa de, el papá o la mamá de, el abuelo o la abuela de, el tío o la tía de,  el nieto o la nieta de, el vecino o la vecina de… ¿Cuánto raigambre relacional no hemos sacrificado en la carrera por la productividad y la eficiencia, por la formación y más formación adicional, por el ahorro y las inversiones, por ser tomado en cuenta y por sobresalir? El precio relacional de esta carrera se parece a la deuda del Estado belga: la estamos pagando muy caro. En este punto, el Sínodo ciertamente puede devolvernos la pelota.  Hay mucho por aprender y emprender nuevamente: que el tiempo que se dedica a su compañero o a su familia no es tiempo perdido; que la paternidad de un hombre transforma a un hombre, que la maternidad de una mujer transforma a una mujer; que los niños y los nietos nos rejuvenecen y nos renuevan (aunque nos salgan canas); que los cuidados  particulares con los que los miembros de una familia se atienden, sobre todo en los días difíciles, pueden ser factores de grandeza humana y fuente de paz interior; que un niño puede aportar al libro de nuestro vida justamente el capítulo que  todavía le faltaba; que las relaciones no entregan su secreto sino por la vía de la perseverancia; que el amor de Dios y nuestro amor se tocan en el sacrificio conjunto. ¿Podemos mirar estos desafíos de frente?

La segunda línea es la de la comunidad eclesial. La Iglesia hace una propuesta elevada a la gente y tiene confianza en sus posibilidades de crecimiento. Cree en el valor del matrimonio, fundado sobre un compromiso de por vida. Insiste en el lazo esencial entre el amor y la fecundidad generosa. Ve al matrimonio y a la familia como uno de los lugares más fuertes donde vivir la alianza fiel y misericordiosa de Dios con este mundo. En esta dirección quiere acompañar a la gente, con respeto por su caminar propio. Por eso invita a todos, sea cual sea la situación relacional o familiar en la que se encuentran, a acoger la Palabra de Dios en su vida y a tomar sus responsabilidades como cristianos. Sin embargo, es difícil cumplir una misión de tal envergadura contando con sus solas fuerzas. Necesitamos de los demás para realizar juntos un proyecto de vida. En este punto la Iglesia ciertamente no da en el blanco. Nuestras comunidades parroquiales muchas veces ya no están en condiciones para animar y acompañar convenientemente a las (jóvenes) familias. Las parejas, con o sin razón, se sienten a veces dejadas de lado  por la Iglesia. ¡Hay mucho por hacer en este punto! A este propósito dice el Instrumentum Laboris: “El primer apoyo viene de una parroquia que vive como “familia de familias”, que está en el corazón de una pastoral renovada, orientada hacia la acogida y el acompañamiento, caracterizada por la misericordia y la ternura”.

La tercera línea es la de la sociedad y la autoridad civil. Lo que la mayoría de los ciudadanos piensa y desea determina en un país democrático la gestión gubernamental. Esa gestión tiene que ver en buena parte con los derechos y las libertades personales de cada uno. Por lo demás los gobiernos prefieren tratar con los ciudadanos individuales y sus aspiraciones. La sociedad civil, como el compromiso de grupos y movimientos o el éxito de una familia, no es su preocupación prioritaria. Y sin embargo, esos niveles intermediarios cumplen un papel esencial en la construcción de una sociedad vital y digna del hombre. Un país que anhela futuro, por cierto necesita de familias sólidas, y sobre todo de familias con niños. ¿Qué política llevan nuestros gobiernos y qué importancia dan al matrimonio, a la familia y a la acogida del niño? Con justa razón, me parece, el Instrumentum Laboris propone esa centralidad de la familia como “sujeto social”: “Las familias no son solamente objeto de protección por parte del Estado, sino deben redescubrir su papel como ‘sujetos sociales’. En este contexto las familias se encuentran con cantidad de desafíos: la relación entre la familia y el mundo del trabajo, entre la familia y la educación, entre la familia y la salud; la capacidad de unir entre ellas a las generaciones, de modo tal que los jóvenes y las personas mayores no sean abandonados; el desarrollo de un ‘derecho de la familia’ que tome en cuenta sus relaciones específicas; la promoción de leyes justas, como aquellas que garantizan la defensa de la vida humana desde su concepción y aquellas que favorecen la bondad social del matrimonio auténtico entre el hombre y la mujer”.  ¡Que alguien tire también esa pelota a la cancha!

Con estas consideraciones, no me quiero anticipar al Sínodo, ni mucho menos aun dar la lección a alguien. Sólo quiero hacer un llamado a la apertura y al diálogo constructivo. Aquel que emite reflexiones o proposiciones debe también poder interrogarse y corregirse. Tenemos mucho que aprender los unos de los otros y mucho que recibir mutuamente, también y sobre todo en una Iglesia que quiere ser “la casa y la escuela de comunión”.

Conclusión

Mis consideraciones se han alargado más de lo que pensaba al comienzo. Mientras leía y escribía, fui descubriendo lo complejo de muchas cuestiones y desafíos, tanto a nivel teológico como a nivel pastoral. Está claro que todos estos temas constituyen un programa  mucho más largo que  para uno o aún dos Sínodos. Requieren todo un proceso de estudio y de reflexión, y sobre todo una nueva forma de acercamiento que va a pedir tiempo. Lo menos bueno que podría hacer el Sínodo, me parece, sería querer sacar rápidamente algunas conclusiones prácticas. Más valdría echar a andar un proceso diferenciado, del cual se sintieran parte integrante tantas personas como posible: obispos, teólogos moralistas, canonistas, pastores, científicos y hombres o mujeres políticos, y sobre todo  la gente casada y las familias, porque de ellas se trata. ¡Por lo demás, sería bien extraño que la Iglesia como “casa y escuela de comunión” se saliera con menos paciencia, intercambio y flexibilidad que el matrimonio o la familia como “casa y escuela de comunión”!

 

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