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¿Qué me está enseñando la cuarentena?

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Por Pedro Trigo, s.j*

He aprendido que en una crisis tan severa y global hay que evitar dos extremos: el primero, obvio, que la crisis no lo lleve a uno por delante; pero el segundo extremo que hay que evitar, no tan obvio, pero decisivo para la propia humanidad, es tratar de prescindir al máximo de ella, refugiándose en una burbuja de bienestar o en el propio yo absolutizado o en una querencia. He aprendido que hay que hacer frente a la crisis mirándola de frente, tratando de entenderla, discerniéndola y tomando postura frente a ella, desde lo más auténtico de uno, no de conveniencias o intereses absolutizados.

He visto más desnuda la injusticia e irracionalidad del sistema

Lo más relevante ha sido ver de modo mucho más patente, la injusticia y la irracionalidad de la dirección dominante de esta figura histórica. El papa Francisco tiene razón al decir que este sistema es totalitario e incluso fetichista porque mata sistemáticamente. El que manden sin contrapeso las corporaciones globalizadas y más todavía los grandes inversionistas, el que solo busquen sus intereses con prescindencia absoluta de los demás, sin que les importe nada la vida de la gente, ni siquiera la del planeta al que pertenecen. El que no acepten pertenecer ni a la humanidad ni a la tierra, siendo así que son pertenencias reales y el que, por eso, al negarlas, se desrealicen y se deshumanicen. El que vivan en esta irrealidad e irracionalidad. El que nadie busque ponerles coto. El que se dé por hecho que mandan y no hay nada que hacer. El que nos tenemos por civilizados y vivimos en el sistema más mortífero e injusto y excluyente. El que la mayoría no quiera hacerse cargo del problema. El que, por tanto, se abdique la responsabilidad hasta este extremo tan escalofriante. El que solo se hable de logros científico-técnicos y de la exhibición de los famosos. El que la educación omita sistemáticamente la calidad humana y solo se ocupe de incrementar las cualidades humanas, sobre todo las que ayudan a establecerse en el sistema y subir, y que incluso se llame a esto calidad educativa. El que muchas familias respecto de los hijos se centren también en eso. El que los Estados ordinariamente se plieguen a los requerimientos del gran capital y desregulen el contrato de trabajo y se centren en impuestos indirectos e incluso toleren que los grandes evadan los impuestos. El que muchísimos se centren en su puesto de hormigas laboriosísimas y disciplinadas que trabajan para vivir y subir un poquito en largos años a través de préstamos muy onerosos y tener alguna pequeña satisfacción esporádica.

Todo eso y mucho más, que configura este desorden establecido, ha aparecido en esta cuarentena en su lado más sombrío. Ya que muchísimos han sido expulsados del trabajo sin ninguna compensación y se están gastando o se han gastado ya sus últimos ahorritos y no tienen para comer, ni para que coma su familia, ni para atender a sus familiares enfermos; y muchísimos que trabajaban por su cuenta, la mayoría como informales y vivían al día, no pueden vivir. Y los que estaban pagando hipotecas o alquileres ya no pueden pagar y pueden ser desalojados. En todos estos casos ha perdido el trabajo, no el capital. Y las empresas que no pueden seguir funcionando, el Estado se hace cargo de un modo u otro.  Pierden los de abajo. Los de arriba callan. Y a los que les va mal, el Estado los ampara. A los de abajo o nadie los ampara o llegan migajas y a unos cuantos, no a la mayoría y solo migajas.

Creo que se cumple, con mucha mayor razón que entonces, lo que dijo Pablo respecto de su época: “se revela la ira de Dios contra toda clase de seres humanos impíos e injustos que con su injusticia oprimen la verdad” (Rm 1,18). La injusticia llega a un punto que oprime a la realidad, que la desfigura, que impide que dé de sí e incluso que la mata. Es cierto que la injusticia reinante es tan irracional que está poniendo en peligro la vida del planeta y, por tanto, la propia vida de los que la causan y de sus hijos, privando de condiciones de vida a muchísimas personas y por eso indirectamente les está causando la muerte. Porque la realidad es una red de relaciones simbióticas inextricables, y estos, al negarse a participar de ellas por mirar solo a sus intereses, están dañando esa red y, obviamente se están desrealizando ellos mismos.

Esto a Dios, el creador y Padre de todo, en Jesús de Nazaret, le causa indignación. No es impropio de Dios este sentimiento. También de Jesús se dice que miró con ira (Mc 3,5). Es la reacción del amor herido por el desamor que impide que la realidad dé de sí y que incluso la conduce al fracaso. Por esa misma razón dice el propio Pablo que también toda la creación gime con dolores de parto, pidiendo y esperando que acabe este sometimiento a la desrealización y se manifieste en ella la gloria de las hijas e hijos de Dios que la conduzcan a la plenitud (Rm 8,19-22).

Ahora bien, si a Dios le causa indignación, eso no significa que vaya a destruir a los culpables; se negaría a sí mismo, dejaría de ser Dios. Lo que busca es hacer de este mal un bien mayor. Pero sí le duele terriblemente lo que está pasando.

Y, sin embargo, pareciera que nadie exige que cambie la lógica y el sistema. No se está preparando un plan alternativo. Por el contrario, los préstamos de los organismos internacionales, bastante cuantiosos, aunque tengan un lapso de gracia, se pagarán con las condiciones acostumbradas: menos presupuesto social, que ya estaba en mínimos históricos, y más inversión rentable. Es decir, que lo previsible es que este sistema, que se ha demostrado tan absolutamente inhumano, saldrá fortalecido. He visto, pues, algo realmente espantoso.

Estoy viendo también en las redes organizaciones que protestan, pero parecerían más protestas rituales que presiones reales. Aunque sean sinceras y bastantes supongan esfuerzo sólido en analizar y hacer propuestas.

He visto con espanto lo ineficaz y despiadado de esta dictadura que no gobierna y solo acciona para mantenerse en el poder

En nuestro país no hay ningún totalitarismo: es una vulgar dictadura decimonónica, pero, eso sí, con métodos totalitarios. Chávez sí fue totalitario en el doble sentido de que quería cambiar todo porque pensaba erróneamente que, en la república y particularmente en la democracia todo había sido negativo; y, por otro lado, porque pretendía que solo él sabía la meta y el camino y que todos teníamos que obedecerlo no deliberativamente. No nos llevó a ninguna parte porque asumió que el socialismo del siglo XXI era rentista, sin advertir que el trabajo no es solo un medio de vida sino un modo de vida y que, sin trabajar productivamente en orden al bien común, en el que se realiza el verdadero bien personal, nos reducimos a adolescentes irresponsables, que eso es un rentista. Nuestro gobierno no tiene ninguna pretensión respecto de nosotros. Nosotros no existimos para él: ha dejado de gobernar. No existe Estado. Solo actúa para mantenerse en el poder. Y como, a diferencia de las dictaduras venezolanas del siglo XX que fueron dictaduras para el “orden y progreso”, el gobierno actual es absolutamente ineficiente e irresponsable, ni hace ni deja hacer y por eso el país se está derrumbando y casi no se produce, y los sueldos son de miseria, y la gente está sin poder comer, sin poderse curar de sus enfermedades, sin poder trabajar productivamente, cada vez más sin poderse movilizar. Con los servicios más básicos colapsados como el agua, la luz, el gas, el trasporte y la salud.

Esto ha aflorado en esta cuarentena, aprovechada por el Gobierno para endurecer su política y anular a la oposición.

Y la falta de gobierno se ve en que, por lo menos, en los sectores populares y en el centro, en las avenidas, circulan tantas personas como en tiempo ordinario y están abiertos la mayoría de los comercios y hay muchos más buhoneros que antes, porque mucha gente es lo único que puede hacer para no morirse de hambre.

Además, se ve que no hay gobierno en que proliferan los asaltos y robos con absoluta impunidad.

La gente está en las últimas, pero el Gobierno sigue reprimiendo con toda crueldad.

Si les quedara un poco de humanidad, se abrirían a una transición, a cambio de garantías para irse sin ser encarcelados a donde vayan.

Lo que sigue va dirigido a todo el mundo, pero en primer lugar a mí mismo y a mi país.

No puedo pertenecer al sistema: austeridad, fortalecimiento personal, trabajo personalizado, comunidades y organizaciones alternativas, profundización de la democracia

Esto, que ha aflorado con mucha mayor nitidez que lo ordinario, es lo que me sume en el estupor e indignación. Ahora bien, esos sentimientos serán vacíos si no pertenezco lo menos posible al sistema, consumiendo solo lo indispensable, pero no como sacrificio, sino con la libertad de no necesitarlo. Este es un punto de honor. Si aún estoy en el consumismo, todo lo que diga y haga es meramente ideológico, porque en el fondo pertenezco al sistema que nos rige mundialmente y que también influye en el país. Esto lo he visto más claro.

Al faltarme la relación física con las comunidades que acompaño, con el Centro al que pertenezco y con la Facultad en la que doy clases, me he reafirmado en mi convicción de que la persona se define por sus relaciones. Que la condición de sujeto se ejerce muy principalmente cultivando la responsabilidad personal respecto de ellas. Y también veo que me desarrollo como individuo poniendo a funcionar en esas relaciones lo mejor de mí mismo. Por eso echo en falta esas relaciones que me nutren y trato de cultivarlas, aunque sea a la distancia.

De todos modos, doy muchas gracias por vivir esta cuarentena en una comunidad. Sí me he reafirmado en que es una gracia de Dios muy grande vivir en una familia o en una comunidad. Con todos los fallos en las relaciones, en cuanto tengan ese núcleo de aceptación mutua, es claramente el lugar desde donde está hecho para vivir el ser humano. Es verdad que no es bueno que esté solo. Y que la imagen de Dios es la comunidad (cf Gn 1,27) porque el Dios cristiano es relación: las personas divinas son relaciones subsistentes (Laudato Sí, 240, citando a santo Tomás).

En este lapso, en que he tenido mucho más tiempo para estar conmigo mismo, he aprendido que es irrenunciable ir hacia la unificación interior, cultivando todo lo bueno para que sea palanca eficaz en esa dirección vital y trabajando sin cesar los aspectos negativos para que vayan siendo transformados o al menos cedan terreno y no causen división interior.

Me ha enseñado que, aunque no puedo encerrarme en mí mismo y tengo que vivir abierto, no puedo andarme por las ramas, tengo que afincarme siempre en la realidad y no en el establecimiento ni en grupos cerrados, desde mi propia realidad.

He aprendido que un aspecto fundamental de esta unificación es que el trabajo no sea algo meramente útil, indispensable para conseguir recursos y ni siquiera una afición que cultivo porque desarrolla cualidades que estimo y me complacen, sino que sea, ante todo, expresión de la dirección fundamental de la vida y que la incremente. Esto tengo que vivir y proponer. Si es expresión de lo más genuino mío, acabará siendo gustoso aun en el caso de que cause fatiga, y también será útil para otros. Lo he aprendido porque en esta cuarentena no he parado de trabajar y como trabajo en lo que es mi vida, en mi vocación y misión, el trabajo, aunque no infrecuentemente me canse, es un cansancio meramente físico que en seguida se recupera, y por eso trabajar me llena y me da paz y contento de fondo.

Por eso también he aprendido que los equipos de trabajo, sobre todo en organizaciones del tercer sector, tienen que transformarse en comunidades de solidaridad. Para que seamos encarnación de lo que decimos profesionalmente.

Se me ha afincado la convicción de que el camino para una superación humanizadora de la situación presente es fortalecer los sujetos y ayudar a que se liberen para que su vida no esté en subir en la pirámide social y consumir, sino en una convivencia con la mayor calidad humana posible, abierta, sobre todo, a los que más necesiten, y que se exprese en organizaciones del tercer sector que cualifican diversos aspectos de la vida y que se agrupen entre sí para hacer presión a los gobiernos para que vayan en la dirección de profundizar la democracia, del empoderamiento de los ciudadanos y particularmente del pueblo, hasta llegar a establecer unas reglas de juego realmente interclasistas y tendentes al bien común concreto.

He aprendido que no podemos prescindir de la dimensión política, que tenemos que encaminarnos hacia una alternativa superadora. Pero que nunca llegaremos a ella, si la acción política no está sustentada en una masa crítica de sujetos densos con libertad liberada, en comunidades, grupos, organizaciones e instituciones tendentes al bien común que presionen al gobierno mancomunadamente, pero conservando siempre la libertad respecto de él.

La base de todo, la relación con Dios y con Jesús que me constituya en hijo y hermano

Para mí, la base de todo esto que he expresado es la relación con Papadios y con Jesús: que me constituya en hijo y hermano suyo y en hermano de todos. Esto tengo que cultivarlo concretamente y propagarlo. Lograrlo básicamente y avanzar sin pausa es la terea de mi vida y nada puede sustituirla. Y si no se da en una medida apreciable y creciente, mi vida es un fracaso. Si se da, viviré en paz, una paz que nada tiene de recoleta, sino que se da en la complejidad de tantas relaciones que me sacan constantemente de mí. Esto lo he podido vivenciar en esta cuarentena.

Como he adquirido el compromiso de enviar cada día a las comunidades que acompaño y a otros allegados la contemplación del evangelio correspondiente y por eso estoy en esta contemplación bastante más tiempo que lo habitual, me he afincado en mi convicción de que, si no se da una verdadera contemplación discipular de los evangelios, todo degenera a expresar convicciones personales. Por eso requiere estar sobre uno para que en la contemplación del evangelio la condición de discípulo lleve siempre la voz cantante.

Ha aflorado la solidaridad. Tenemos que llevarla a un cambio estructural

Se ha puesto muy al descubierto algo que ya sabía, pero que en la pandemia ha aflorado de modo eximio, tanto como la impiedad del sistema. Es la entrega al servicio lo más eficaz posible de muchos profesionales, sobre todo de salud, que se están matando a trabajar exponiendo su salud y su vida para salvar vidas ajenas. En el fondo, lo teoricen así o no, porque consideran a los enfermos sus hermanos o personas con dignidad que merecen todo su cuidado.  Pero también están dando la nota productores y transportistas que hacen posible que no nos muramos de hambre, produciendo y acercando lo producido en condiciones tan adversas.

Lo mismo podemos decir de tanta gente que ayuda y da de comer y con su solidaridad da esperanza. La mayoría tiene que conseguir cómo y preparar lo que va a dar. Es un sobretrabajo, estando todo tan apretado, y lo hacen con alegría de fondo, solidariamente.

En la pandemia no ha aflorado solo lo malo, sino también todo lo mejor que hay en el corazón humano. Y eso causa alegría y esperanza.

Algo que queda pendiente es cómo encauzar tanta entrega a que se visualice una profundización de la democracia que logre acabar con el totalitarismo de mercado e instaurar una sociedad interclasista como la que vivió la Europa de la postguerra o nosotros en la primera década y algo más de la democracia. Tenemos que llegar ahí y profundizar esa tendencia. Y vigilar para que el consumismo no vuelva a contaminarlo todo, como pasó anteriormente, reduciéndonos a individualistas en manos de las corporaciones globalizadas y los grandes inversionistas.

El poder letal de un virus no nos puede llevar a blindarnos de la tierra, sino a asumirnos como terrenos y optimizar la relación interna con la tierra

El poder letal del Coronavirus nos obliga a fijarnos que somos terrenos de la tierra y a aceptar esa condición y a optimizarla. No se trata de blindarnos de ella. Sería el camino más equivocado. Se trata de tener una relación simbiótica, de cultivarla sistemáticamente y así desechar lo que no da vida, lo que hace daño, lo que envenena el aire y el agua y contamina la tierra y los alimentos.

Así, empezando por uno mismo. No solo saber y concienciar que necesitamos una proporción fija de oxígeno y nitrógeno, una determinada temperatura, presión y luminosidad, como los demás mamíferos, sino vivenciar cómo recibimos todo eso constantemente y lo asimilamos y así podemos dar de nosotros mismos. Vivenciar cómo nuestros pulmones y nuestro corazón están siempre trabajando, tanto cuando dormimos como cuando estamos despiertos, cuando nos hacemos cargo de ello y cuando estamos distraídos. Vivenciarlo supone, por ejemplo, aprender a respirar pausadamente y de vez en cuando, bastantes veces al día, en profundidad.

Somos terrenos de la tierra y vivimos de interacciones innumerables. Nuestro cuerpo no es una máquina que usamos: somos nosotros. Y por eso nosotros somos terrenos de la tierra y si a la tierra le va mal, nos va mal a nosotros. Lo terrible es que le está yendo muy mal por culpa nuestra. También por esta razón perentoria tenemos que cambiar nuestro patrón de crecimiento y nuestros hábitos. Y tenemos que ver lo que insiste el papa en la Laudato Sí, que ambas dimensiones, la justicia social y la justicia ambiental son dos aspectos de lo mismo. Si no lo aprendemos en tiempos del Coronavirus, va a ser más difícil que lo aprendamos luego.


*Miembro del Consejo de Redacción de la revista SIC.

Fuente: Revista SIC 826

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