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Las travesuras de Francisco

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Baltazar Enrique Porras Cardozo

Me atrevo a afirmar, sin que sea una falta de respeto, que el Papa Francisco nos sorprende con sus gestos, pues rompe moldes, no por comodidad sino con una intencionalidad bien definida. Me encontraba el sábado 8 de octubre en San Fernando de Apure, llano adentro en la confluencia de los grandes ríos Apure, Orinoco y Meta, acompañando al nuevo obispo de esa extensa diócesis, quien fuera mi obispo auxiliar en los últimos años. Una nutrida delegación de Mérida se hizo presente para entregar a la joven diócesis llanera a su nuevo prelado.

El domingo 9, muy temprano teníamos previsto el regreso a Mérida, pues estábamos a más de doce horas de carretera. Suena el teléfono a las 5.30 am y un buen amigo me dice: “felicitaciones, por el nombramiento de cardenal”. “¡Qué! Fue mi respuesta, yo no sé nada”. Siguieron llegando llamadas que me desconcertaban, hasta que el Cardenal José Luis Lacunza me llamó para manifestarme su alegría, pues estaba viendo en la tele el Angelus del Papa. Me dijo que no me preocupara pues a él le había pasado lo mismo… En ese momento, sobrecogido por lo inesperado de la noticia, y en el silencio de la habitación donde me encontraba, musité una breve oración. Estaba hospedado en casa de un ahijado a quien apadriné hace muchos años cuando era un chaval, ahora convertido en abuelo. Junto a su esposa y a su mamá que estaban en la cocina preparando el desayuno les di la noticia. Un abrazo y la bendición de la abuela nos hicieron brotar a todos unas lágrimas de alegría y agradecimiento al Papa Francisco…

Emprendimos viaje por aquella inmensa sabana rumbo a la población de Achaguas, donde se venera una bella imagen del Nazareno. Allí nos detuvimos para celebrar la eucaristía acompañados de nuestra comitiva y de un grupo de sencillos fieles de aquella localidad. Pensé en aquel momento que estaba ante una parábola en acción: anunciar el nombramiento de cardenal en medio de gente sencilla y lejana de todos los centros de poder. Ellos lo disfrutaban y celebraban con una fe y alegría que superaba toda expectativa. El sensus fidei es más poderoso y habla mejor que mil palabras. Me arrodillé ante la venerada imagen del Nazareno y me dije: qué me estará diciendo el Señor, pues mi vocación nació en la parroquia caraqueña de Santa Teresa donde se venera al Nazareno de San Pablo, una de las devociones más populares desde tiempos coloniales de todo el país. Es clara señal de que me envía a ser mensajero de la alegría del evangelio a quienes pueden parecer el desecho de la humanidad, y en consonancia con las lecturas bíblicas de este domingo debemos ser como el leproso samaritano, quien nos invita a ser agradecidos con el Señor.

Percibo que este cardenalato no es un honor personal ni una presea producto de méritos acumulados. Por el contrario, es un llamado a ser esperanza, a reconocer el cariño y cercanía del Papa para con un país sumido en una crisis profunda por falta de oír la voz del pueblo que clama por la paz y el entendimiento para que el horizonte sea más risueño del actual en el que la falta de todo lo elemental sume a la gente en la desesperanza y el temor. Es la secreta confianza que en medio de las peores angustias nos hace exclamar: “me encuentro lejos de la paz, he olvidado la dicha… pero algo traigo a la memoria, algo que me hace esperar. Que el amor del Señor no se ha acabado, no se ha agotado su ternura. ¡Grande es su fidelidad!… bueno es esperar en silencio la salvación del Señor” (Evangelii Gaudium 6).

Ofrecí la misa por la paz en Venezuela, pero di gracias por los difuntos que a lo largo de mi vida sembraron virtud y bien. A mi padre, quien el día que me nombraron obispo su felicitación fue: “me alegro mucho hijo, pero recuerde de donde viene…no se envanezca ni se olvide de los pobres. Yo soy su padre y siempre se lo recordaré”. Al Padre Hilario Briones ORSA, quien me preparó a la primera comunión en el Colegio Fray Luis de León y me brindó su cariño y bondad toda su vida. A Mons. Hortensio Antonio Carrillo, párroco de Santa Teresa en Caracas quien me abrió las puertas del Seminario Interdiocesano. De mis rectores Miguel Antonio Salas, más tarde obispo y hoy en proceso de beatificación. De Don Gaspar Vicente Sánchez al frente del Colegio Mayor Hispanoamericano de Salamanca, recio castellano, exigente, pero con una profunda dosis de humanidad y cercanía. De profesores como Casiano Floristán, el divino Casiano como lo llamábamos en la Ponti, quien nos sumergió en los nuevos caminos del Concilio Vaticano II. Del Cardenal de Caracas, José Alí Lebrún, quien con su sencillez me enseñó a ser rector de Seminario y más tarde obispo. Del Padre Cesario Gil Atrio, operario diocesano, quien me empujó, entre muchas otras cosas, a escribir. ¡Cuánto le debo a mi Seminario de Caracas, a la Universidad Pontificia de Salamanca y al Instituto de Pastoral de la misma en Madrid! La comunión de los santos y la apostolicidad de la Iglesia se vive y nutre en el día a día de nuestras vidas y en el abrevar en el buen pozo del evangelio y la tradición.

Por delante queda una inmensa tarea: orar y trabajar, rechazando toda tentación de una espiritualidad oculta e individualista. “Tenemos un tesoro de vida y de amor que es lo que no puede engañar, el mensaje que no puede manipular ni desilusionar. Es una respuesta que cae en lo más hondo del ser humano y que puede sostenerlo y elevarlo. Es la verdad que no pasa de moda porque es capaz de penetrar allí donde nada más puede llegar” (Evangelii Gaudium 265).

Como latinoamericano pienso que una de las contribuciones que debo asumir es la sencillez y cercanía, la teología del pueblo, y el amor real por los marginados, característica singular del Papa Francisco que ofrece un nuevo aire no sólo a la Iglesia sino al mundo. Es el mensaje de la misericordia hecha entrega en la casa común. Me alegra enormemente compartir este cardenalato con Don Carlos Osoro. Los dos bebimos en el mismo pozo salmantino y su amistad y generosidad me honra y enaltece. También con los otros dos latinoamericanos. Don Sergio Rocha y Carlos Aguiar hemos compartido tareas comunes en el CELAM. No puedo concluir sin reconocer también lo que Vida Nueva ha significado en mi vida. Durante más de cuarenta años sus páginas son una bocanada de aire fresco, de profundo sentido eclesial, de crítica constructiva e interpelante que me ha ayudado enormemente en trasmitir con alegría y valentía la necesidad de roturar nuevos caminos a un mundo sediento de buenas noticias. Así percibo a Jesús vivo en medio de la tarea misionera de todos los días.

Coincidió el anuncio del cardenalato con el día de la fundación de Mérida y con la víspera de mi cumpleaños. Siempre pensé que el mejor regalo que había recibido en esa fecha había sido una hermosa bicicleta plateada cuando tenía unos ocho años. Ahora el Papa Francisco me ha montado en otra bicicleta: “la decidida confianza en el Espíritu Santo, porque Él viene en ayuda de nuestra debilidad” (Evangelii Gaudium 280). En uno de mis diálogos con el Papa Francisco, me mostró su habitación en el Palacio Santa Marta. Tuve que exclamarle que la habitación del arzobispo de Mérida era más amplia que la suya. Su respuesta fue: y para qué queremos más. Vos y yo, somos privilegiados, me dijo. Acaso tú pensaste alguna vez que serías arzobispo o yo Papa? Ser privilegiados no nos da derecho a privilegios sino a servir. Y concluyó: “no te olvidés”. Bella lección que ahora se convierte en mandato. Ad maiorem Dei gloriam.

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