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La Economía Política del Socialismo del Siglo XXI

Dr. Humberto García Larralde*

¿Por qué “Economía Política”?

humberto garcia larralde

El término adquiere carta de residencia con el afianzamiento del capitalismo en la Europa occidental, que obligó a los pensadores a tratar de describir el orden emergente y explicar sus “leyes” o pautas de funcionamiento. La progresiva disolución del mundo feudal provocada por la marea indetenible del intercambio mercantil significó, entre otras cosas, el pase de la vida comunal, de pequeñas aldeas en las que cada quien realizaba una tarea específica dentro de un orden de sumisión personal prestablecido, a una existencia de horizontes mucho más vastos e inciertos. De ahí los orígenes de tan contradictorio término: la administración del hogar –oikos nemo– llevado al plano de la polis, del espacio para el quehacer público de la comunidad, que escapa de los referentes domésticos que inicialmente evocaban sus raíces griegas. Se requería darle sentido a la nueva realidad, desentrañar a qué principio ordenador respondía, cómo participaban los diversos integrantes de una sociedad en la generación, distribución y usufructo de la riqueza, y cuál era, en realidad, la esencia de ésta. No otra cosa se planteaba que dilucidar la estructura societaria que iba conformando la dinámica económica capitalista y el orden a que daba sustento. De ahí la naturaleza necesariamente política de tal indagación, obligada a descubrir los intereses en juego, los criterios de justicia a que respondía y las instituciones que, en atención a ello, iban conformando la Modernidad. Ello fue objeto central de estudio de la llamada Escuela Clásica.

El éxito de esta indagatoria a través del tiempo fue llevando, paradójicamente, a su superación en tanto perspectiva de Economía Política. Inspirado en la metodología de las llamadas ciencias básicas, el estudio de lo económico desplegó esfuerzos conscientes por despojarse de las disquisiciones retóricas para ampararse en lo científica y objetivamente cognoscible, incontaminado de ponderaciones valorativas acerca de a quiénes favorecía tal o cual proceder. Podría afirmarse que, con la ascendencia de la eficiencia como preocupación central al análisis económico, la teoría de nuestra disciplina, no obstante ser una ciencia social, adquirió un carácter cada vez más técnico, en tanto hacía abstracción del contexto histórico de su campo de estudio. La llamada “revolución marginalista” de Jevons, Walras y Menger le abrió las puertas a una teorización cada vez más fundamentada en las matemáticas y en la cual, presupuestas unas restricciones al problema económico planteado, las posibilidades de optimización eran científicamente discernibles. Se confiaba en haber desentrañado una racionalidad inapelable frente a la cual los actores económicos no podían desentenderse. La responsabilidad del economista debía circunscribirse a explicitar ante éstos las consecuencias de tal o cual decisión o tendencia sobre la asignación y el usufructo de los recursos disponibles.

El examen de la función de utilidad no se plantearía el por qué de determinadas preferencias de consumo y/o de producción, sino el cómo, a partir de éstas, puede maximizarse, dadas las restricciones existentes. Se abandonó así la esfera de lo público, ámbito de la Economía Política, para adentrarse exclusivamente en el campo de lo privado, lo cual llegaría a su formalización metodológica con el análisis del equilibrio parcial desarrollado por Alfred Marshall. Cierto es que este instrumental también permitió postular un modelo de equilibrio general que, bajo ciertos preceptos, concluía en que la prosecución de la mayor satisfacción individual redundaba en una óptima solución social. No obstante, a pesar de haber vuelto en cierta forma a los orígenes armado de un marco lógico inapelable –la mano invisible del mercado de Adam Smith-, las derivaciones de la teoría del equilibrio general eran incapaces de ofrecer criterio alguno de cómo debían distribuirse los frutos de la producción óptima, pues los valores societarios sobre la equidad y la justicia quedaban fuera del ámbito de la ciencia positiva. Donde la Economía Política se sentía a gusto, evaluando la forma más conveniente de usufructuar la riqueza social, se inhibía deliberadamente la nueva disciplina, porque su instrumental de análisis no incluía tales consideraciones. Con la emergencia de la Macroeconomía en los años 30 del siglo pasado vuelve a enfocarse la atención en el ámbito público y, entre otras cosas, a las implicaciones distributivas de las dos grandes escuelas en contienda: la monetarista y la keynesiana. Luego, hacia finales del siglo XX, la “nueva” Economía Institucional retomaría aspectos centrales a muchas de las preocupaciones de la Economía Política, pero en el marco de una construcción lógica que trasciende la perspectiva más inductiva de los clásicos.

En otro plano, el examen de los problemas del desarrollo no podía dejar de incursionar en sus aspectos políticos. Las notorias injusticias plasmadas en la iniquidad con que se usufructúa la riqueza social, la penuria de vastos sectores y las escasas oportunidades aparentes de los países pobres por superar su condición, obligaban por fuerza a retornar muchas de las preguntas básicas que se habían hecho los clásicos. La relación entre poder económico y poder político; la perpetuación de posiciones de privilegio por intermedio de arreglos institucionales que hacían de la actividad económica un juego suma-cero, excluyente; la subordinación a dinámicas de acumulación centradas fuera del ámbito nacional y sus implicaciones para el ejercicio de la soberanía y de la libertad de acción de los países en desarrollo, no podían desentrañarse de la preocupación de economistas conscientes de su responsabilidad.

La economía del desarrollo volvió a abrir la discusión en torno a los modelos de sociedad. La alternativa entre lo ofrecido por el capitalismo versus aquella propagada por el socialismo, ocuparon por un buen tiempo las disquisiciones de analistas, con fuerte protagonismo político, en las décadas de los sesenta y los setenta del siglo pasado. Si bien el desarrollo posterior de los acontecimientos -notoriamente la perversión de las promesas de la Revolución Cubana y el colapso de la Unión Soviética-, zanjó la contienda a favor de formas de organización social basadas en la economía de mercado, la perspectiva de la Economía Política conservó su pertinencia para analizar los problemas del desarrollo.

A pesar del aparente ocaso de la perspectiva socialista como opción, el siglo XXI sorprende al ponerlo de nuevo en escena en algunos países de América Latina, en particular, su re-emergencia como proyecto político de la llamada Revolución Bolivariana posterior a 2004. Ello obliga al analista a retomar de nuevo las indagaciones de la Economía Política para intentar una descripción del fenómeno presente: qué lo motoriza, quiénes se benefician de su dinámica, a dónde se dirige ésta, y cuáles podrían ser las reglas de funcionamiento –de existir éstas.

¿De qué trata la economía comunal?

En el proyecto de cambio constitucional rechazado a finales de 2007, los Consejos Comunales eran vistos como órganos de base de un Poder Popular cuya agregación daría lugar a Comunas, las cuales podrían conformar, a su vez, Ciudades Comunales. La intención era desplazar progresivamente a las alcaldías y gobernaciones por instancias de un poder paralelo que “no nace del sufragio ni de elección alguna, sino de la condición de los grupos humanos organizados como base de la población” (art. 136). A pesar de rechazarse la propuesta, la Asamblea Nacional aprobó en 2009 la Ley Orgánica de los Consejos Comunales, la Ley Orgánica de las Comunas y una Ley Orgánica de Poder Popular. Junto con la Ley Orgánica del Consejo Federal de Gobierno y la Ley Orgánica de Planificación Pública y Popular, aprobadas en 2010, conforman un entramado legal que da sustento a la economía comunal. Por último, en 2012 el Presidente sancionó por decreto, la Ley Orgánica para la Gestión Comunitaria de Competencias, Servicios y Otras Atribuciones, que regula la transferencia a las instancias comunales de potestades de alcaldías y gobernaciones sobre construcción de obras y prestación de servicios públicos.

La mitificación de la comuna como forma de organización político-social deseada desde la perspectiva revolucionaria se remonta a los sucesos de la Comuna de Paris en 1871. Tanto la China de Mao, como Pol Pot en Camboya, la impusieron luego a sangre y fuego a los pobladores rurales como expresión de una supuesta organización social de avanzada. No es de extrañar, por ende, que un gobierno esforzado en mostrar sus credenciales revolucionarios adopte como bandera la construcción de un Estado Comunal. Pero en contraste con la experiencia de la Comuna de Paris, la propuesta de la Revolución Bolivariana en absoluto se refiere a formas espontáneas y autónomas de organización popular. Su existencia legal está sujeta a la validación de su registro en el ministerio correspondiente y su puesta en operación se rige por una detallada normativa que regula su constitución, organización, propósitos y actividades, que aplasta toda versatilidad. Sus actividades deben concebirse dentro de un ordenamiento territorial que da lugar a una estructura de autoridad jerarquizada, bajo control de la Presidencia de la República. La economía comunal está ahíta de incentivos, pues pertenece a todos pero a la vez a ninguno: se extreman normas para evitar cualquier asomo de intereses individuales en su gestión. Como señalan sus respectivas leyes, sus distintas instancias son concebidas como espacios para la construcción del socialismo, es decir, como ejecutoras de los designios del Presidente. De ello deriva su entidad legal, así como los recursos con los cuales funcionar. En la medida en que su organización no constituye una respuesta autónoma, propia, de una comunidad que se organiza para defender sus derechos y adelantar sus intereses, se revela como un diseño artificial, a ser impuesto por el poder coercitivo del Estado, como ocurrió en los casos antes citados. No obedece a expresión alguna de Poder Popular, como quiere hacernos creer la retórica oficial, ya que éste tiene que ser, por esencia, originario, autónomo e independiente: no puede formar parte del Estado. Si se pone al servicio de una parcela política pierde su razón de ser, es decir, se traiciona a sí mismo.

El imperativo de transferir progresivamente potestades propias de gobiernos locales y estadales a unos instrumentos de control político –las comunas- sin entidad constitucional, se inscriben en el propósito de prescindir de toda intermediación autónoma entre el Líder y su “pueblo”: aquellos que profesan lealtad al Presidente y a su proyecto político. Se persigue “aplanar” las instituciones con el fin de eliminar todo poder independiente que admita la prosecución de intereses distintos a los que profesa el Caudillo.

*Texto extractado del Discurso de Incorporación como Individuo de Número de la Academia de Ciencias Económicas. 11 de abril de 2013. Su autor es doctor en estudios del Desarrollo (Cendes-UCV).

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