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Homilía del Cardenal Baltazar Porras para dar inicio al tiempo del adviento y navidad

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Queridos hermanos:
Por segundo año consecutivo nos reunimos como Iglesia de Caracas para abrir el tiempo de adviento y navidad, en el atrio de este hermoso templo, bajo el signo de la virtud de la esperanza. Un agradecimiento muy sincero al Centro Arquidiocesano Mons. Arias Blanco, a la Universidad Católica Andrés Bello, a la Vicaría Episcopal de Pastoral, a los Arciprestazgos, a los movimientos de apostolado seglar, a todos los que están colaborando en la logística, preparación y ejecución de esta actividad pastoral, y a los Padres Capuchinos de la parroquia de Nuestra Señora de Chiquinquirá que nos acoge.

Al comenzar hoy el Adviento se nos invita a renovar la esperanza. Necesitamos renovar nuestra esperanza. Vivimos en un mundo y en una Venezuela en la que hay un oscurecimiento de la esperanza. A las situaciones personales de desorientación, inseguridad y carencia de afectos, tanto por la violencia reinante como por la ausencia de seres queridos, se une la inestabilidad, y el quiebre del estado de derecho, desdibujado por los errores e incongruencias de la clase gobernante, lo que nos han conducido a la crisis, a la grave crisis, que socava la convivencia, la libertad y la igualdad de la ciudadanía. Ese gran vacío conduce a la pérdida de sentido, al desánimo, a la desesperanza y a la huida.

El Tiempo del Adviento irrumpe como una luz en la noche, como la luz del sol al amanecer. Como en la visión del profeta Isaías que acabamos de escuchar, se nos invita a subir al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob: él nos instruirá en sus caminos para marchar por sus sendas. Surge en cada uno de nosotros la necesidad de llenar ese vacío y desesperanza, no como los contemporáneos de Noé, en la inconsciencia, comiendo, bebiendo, divirtiéndose, sin mayores ilusiones en la vida. Por ello gritamos ¡Ven, Señor Jesús!

San Pablo nos advierte que debemos darnos cuenta del momento en que vivimos. La realidad cotidiana no está para aplastarnos sino para llevarnos al discernimiento, a la búsqueda de una salida que nos haga despertar del sueño, porque la salvación está cerca. Es la frase de la carta a los Romanos que nos sirve de leitmotiv, de consigna, en esta misa de la Esperanza. Debemos pertrecharnos con las armas de la luz, como en pleno día, con dignidad. ¿Por qué? Porque llegó el diluvio como en tiempos de Noé y se lo llevó todo y a todos. La eterna tentación de soñar con mesías, falsos mesías, nos ha sumido en la profunda crisis económica y de valores que estamos atravesando. Un serio análisis, un verdadero examen de conciencia nos tiene que llevar, en primer lugar a reconocer que nos equivocamos, pero sobre todo, a tener el coraje de buscar correctivos en los que seamos protagonistas, auténticos labradores con esfuerzo y sudores, del futuro que anhelamos.

La reflexión de Jesús en el evangelio de hoy, más que una reprimenda quiere ser una advertencia para no vivir distraídos, ajenos al acontecer, ausentes de lo esencial de la vida; por el contrario, conscientes de que la vida puede vivirse de manera diferente. Claro, hay que estar vigilantes porque el ladrón no avisa cuando va a abrir un boquete y penetrar en nuestro hogar, no sólo para robarnos sino para tergiversar nuestra mente y forma de pensar y actuar. “Es hora de despertar del sueño”. Necesitamos atrevernos a vivir y a tener “el coraje de existir” en fidelidad a nuestra conciencia y en coherencia con los esencial.

Pero, también debemos estar preparados porque a la hora que menos pensamos viene “el Hijo del Hombre”, que no es otro que Jesús, el que aguardamos en la pobreza y en la debilidad que nazca en el pesebre. Y el pesebre es la sencillez del ser humano abierto a la trascendencia, sin ínfulas de poder, ni ostentación de riquezas y oropeles. Lo que vale realmente es la actitud de los pastores, que en medio de la faena de cuidar a las ovejas, contemplaron extasiados y contentos, el misterio del Dios hecho hombre, como cualquiera de nosotros.

Este Adviento no es un adviento más. La realidad lacerante que vivimos tiene que ponernos en el camino de aprender la pedagogía de la memoria. Si queremos formar la mente para no dejarnos seducir por tantos profetas de baratijas, tenemos que desmenuzar el pasado con interés y pasión, para atraer, interesar y darle sentido al presente y al futuro. La historia es, con frecuencia, el instrumento más poderoso de información, confrontación y reflexión. Nuestro pasado tiene muchas sombras, pero son más las luces. Descubrámoslas como las estrellas en medio de la noche para que guíen nuestros pasos a buen puerto. Solo los pueblos que conocen el significado de su pasado son 2capaces de afrontar con ventaja el futuro.

Es en el tiempo donde nosotros como cristianos debemos demostrar con nuestros actos quiénes somos y comportarnos de acuerdo con la fe recibida y vivida. No es una hora cronológica, sino una hora teológica y existencial. Este tiempo definitivo ya ha comenzado con la muerte y resurrección de Jesucristo, es el tiempo de la fe. Esto lleva a estar siempre “vigilantes”, a “despertar del sueño”. Acaso no nos damos cuenta de que tenemos una tarea por delante para no vivir simplemente lamentándonos o añorando lo que no trabajamos.

Nuestro trabajo está en la base, en el hogar, en el vecindario, en la comunidad, en esta sociedad en la que queremos estar, vivir, soñar, padecer y sobre todo, construir en fraternidad y en paz. Venezuela es hoy una hermosura herida y deformada, un lugar de dolor y violencia, parafraseando el documento final del reciente sínodo. Necesitamos como ciudadanos y como creyentes, entrar en un proceso de escucha al clamor del territorio y del grito de nuestro pueblo para hacer memoria de sus pasos. Admiramos con satisfacción el legado de nuestros mayores que lucharon y con riesgo de sus propias vidas nos dejaron como herencia las mejores virtudes del trabajo, de la solidaridad, del perdón y la reconciliación, el suave olor de un testimonio personal y comunitario que nos mueve a seguir sus pasos.

“Como Iglesia de discípulos misioneros suplicamos la gracia de una conversión integral, al estilo de San Francisco de Asís, que implica dejar brotar todas las consecuencias del encuentro con Jesucristo en las relaciones con el mundo que nos rodea: una conversión personal y comunitaria que nos compromete a relacionarnos armónicamente con la obra creadora de Dios, que es la “casa común”, una conversión que promueva la creación de estructuras en armonía con el cuidado de la creación: una conversión pastoral basada en la sinodalidad, que reconozca la interacción de todo lo creado. Conversión que nos lleve a ser una Iglesia en salida que entre en el corazón de todos” (Documento final del Sínodo de la Amazonía, 18).

El Adviento es el tiempo de la preparación para el nacimiento de Jesús, para recordar su venida a este mundo y que vuelva a nacer en nosotros una vez más. Pero para ello, debemos prepararnos, debemos cuestionarnos en lo más íntimo si realmente creo que Dios entra en la historia, si Dios entra en mi historia. Debo cuestionarme si vivo anclado en la comodidad o si estoy dispuesto a ser liberado y liberar a los demás de sus diferentes esclavitudes. Debo preguntarme si vivo con miedos, si la venida del Hijo del Hombre supone para mí temor o liberación. Tenemos la responsabilidad de escribir una página de la historia de la humanidad. ¿Cómo la escribiremos?

Siendo, en primer lugar, una Iglesia acogedora, hospitalaria, abierta. La Iglesia de nuestros días, y es lo que queremos ser, está llamada a introducir el amor en la vida y en la cultura moderna, dándole prioridad a los más pobres. Queremos ser una Iglesia alegre y festiva, tocada por la gracia salvadora, la que es alegría y gozo, liberación y comunión. Queremos ser una Iglesia contemplativa, desbordada por el Misterio. Ser místico y profeta hoy, desde la vocación de nuestra consagración cristiana, es ser hombres y mujeres de mirada abierta y misericordiosa.

Queremos ser una Iglesia humilde y sencilla que huye de protagonismos, que sirve. Esa inspiración nos llega cada vez que repetimos con María el “he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Queremos ser una Iglesia solícita, de la que esperan servicios y con ella ofrecer a los demás lo que necesitan. Queremos ser una Iglesia compasiva, porque siente como suyos los sufrimientos de los demás. La compasión es entrañable; nos hace grandes; ser compasivo está en el origen de la misericordia.

Queremos ser Iglesia que siente y tiene preferencia por los más débiles. Más renovada y atenta al sufrimiento de todo ser humano. Queremos ser una Iglesia valiente: con el espíritu del Magnificat. Que denuncia a voz en grito el proyecto de los poderosos pero sobre todo anuncia la alegría para los pobres y los humildes. Queremos ser una Iglesia audaz para evitar los riesgos que amenazan el vivir cotidiano del creyente que es caer en una vida superficial, mecánica, rutinaria y masificada. Y, por último, queremos ser una Iglesia samaritana, centralizada en el amor y exigente, porque busca una constante fidelidad al amor; que ve al herido y lo cuida y hace de todo para que lo cuiden[1].

La figura del Adviento y la Navidad que nos invita a adentrarnos en el misterio de la encarnación, en los signos de los tiempos y en los signos de Dios, es María. Ella nos invita a despertar, la salvación está cerca, porque la esperanza se hace presente. Porque María nos lleva a vivir la alegría profunda de la Iglesia. María es la testigo y la artesana de esa alegría y ella nos la transmite y contagia. Tenemos que hacer de nuestra fe, carne y sangre de nuestra estirpe. Como en el bello aguinaldo: “Si la Virgen fuera andina y San José de los llanos, el Niño Jesús sería un niño venezolano”. O como bellamente lo vio Simón Díaz: “del Ávila viene un Niño chiquitico bien arropadito lleno de bondad. A los caraqueños les trae de la sierra la brisa serena de la Navidad El Niñito baja desde Galipán viene con sus flores y sus mil colores para los regalos que vienen y van”. Hagámoslo nuestro, con nuestro testimonio, nuestra entrega y nuestra generosidad. Que tengamos todos, un hermoso adviento para que la esperanza de la navidad nos haga constructores de la Venezuela que soñamos para el año 2020. Que así sea.

[1] Estos últimos párrafos están tomados del último capítulo de la obra de José María Arnaiz. “Una nueva forma de ser Iglesia es posible y urgente”. PPC, Madrid 2019.

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