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Educación humanizadora

Foto cortesía de AVEC _ Radio Fe y Alegría

Por Antonio Pérez Esclarín

Educar no es instruir, adoctrinar, imponer o manipular. Educar es el arte de acercarse al alumno con respeto y con amor, para que se despliegue en él una vida verdaderamente humana. Por ello, la educación, y no la mera instrucción, está adquiriendo una importancia cada vez mayor en el mundo, pues se la considera el elemento clave para abatir la pobreza, aumentar la productividad y formar personas autónomas y ciudadanos honestos, responsables y solidarios; gestores de genuinas democracias que garanticen a todos una vida digna y combatan la miseria, la exclusión y todo tipo de discriminación e injusticia. De ahí la nobleza de la educación, pues es o puede llegar a ser la tarea humanizadora por excelencia, el medio privilegiado para que cada persona alcance una vida en plenitud, con los demás y para los demás, no contra los demás.

En la actual sociedad del conocimiento, la carrera económica, cultural y geopolítica pasa a ser una carrera entre sistemas educativos. La educación es el pasaporte a un mañana mejor. La fortaleza de un país radica en la solidez y buen funcionamiento de su sistema educativo. Sin educación o con una pobre educación, solo tendremos un pobre país y no será posible el bienestar y la convivencia.

Si estamos convencidos de la importancia de la educación, de que es el arma fundamental del progreso social y económico, y un medio esencial para lograr la convivencia, deberíamos asumir una economía de guerra en pro de la educación. Guerra frontal contra la ignorancia, contra la pobreza, contra la ineficiencia, contra el clientelismo, contra la retórica, contra la mediocridad. La economía de guerra exige dedicar los recursos necesarios para ganar la batalla de la educación, pues con una pobre educación no será posible superar los gravísimos problemas que estamos padeciendo.

Es hora de convertir las proclamas y buenas intenciones en políticas. Es hora de sumar esfuerzos y voluntades para fortalecer la educación. Hay que superar la mentalidad clientelar, divisionista y politiquera, y convocar a las mentes más lúcidas y a los que vienen demostrando con hechos que les preocupa la educación y tienen algo concreto que aportar. No puede ser que los cargos en educación se sigan otorgando como pagos por favores y fidelidades politiqueras. Hacer esto equivale a seguir apostando a la mediocridad y el fracaso.

El problema educativo es tan serio y tan grave, que no podemos darnos el lujo de prescindir de nadie. Todos somos necesarios para resolverlo. Pero deben ser los educadores los protagonistas de los cambios educativos necesarios. Hoy todo el mundo está de acuerdo en que, si queremos una educación de calidad, necesitamos educadores de calidad, capaces de liderar las transformaciones necesarias. No será posible una educación vigorosa con educadores desanimados que se sienten desvalorizados y maltratados, y que no pueden vivir dignamente con sus sueldos de miseria.

Para asumir el protagonismo que les corresponde, los educadores, sin renunciar a las exigencias de un trato digno, deben transformar profundamente el rol que desempeñan. Ya no pueden entenderse como meros dadores de clases y programas, o como cuidadores de niños y de jóvenes, sino como promotores de humanidad, personas socialmente comprometidas con el país, entregados a convertir las aulas y centros educativos en lugares de trabajo, participación, producción, emprendimiento y siembra de valores.

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