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Cuando muere un ser querido

Por F. Javier Duplá, s.j.

Cuando se nos muere un ser querido con el que hemos convivido mucho tiempo sólo la fe nos sostiene. Recordamos sus palabras, sus gestos, su amor, su alegría, también sus momentos de dolor. La fe nos sostiene en esos momentos, porque sabemos que la muerte no es definitiva gracias a Jesucristo. Lo expresa muy bien el prefacio de la misa de difuntos:

En él brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección,

pues, aunque la certeza de morir nos entristece,

nos consuela la promesa de la futura inmortalidad.

Porque para los que creemos en ti

la vida no termina, sino que se transforma

y al deshacerse nuestra morada terrenal

adquirimos una mansión eterna en el cielo.

Jesucristo resucitó, lo hemos dicho muchas veces y lo creemos, pero tenemos que ahondar en lo que ello significa. Pasar de la muerte a la vida significa no sólo que el corazón vuelve a latir, sino que el cerebro vuelve a funcionar, que volvemos a ser conscientes de nosotros mismos y de la realidad a nuestro alrededor. Eso ocurrió en Jesús y ocurrirá en los que tenemos fe.

Pero el prefacio dice que la certeza de morir nos entristece. Y es verdad, porque nos separamos de un mundo conocido y querido, y vamos a un mundo desconocido. Damos un salto en el vacío y eso nos da miedo. Nos separamos de los seres queridos y eso nos da dolor.

Pero nos consuela la promesa de la futura inmortalidad, sigue diciendo el prefacio. Y aquí entramos en terreno desconocido: ¿qué es la inmortalidad? , ¿cómo puede uno vivir para siempre? Sólo sabemos que en esa nueva vida el tiempo no existe ni tampoco la materialidad de nuestro cuerpo. Es una promesa, sí, una promesa sobre algo de lo que no tenemos idea en la vida presente. Lo creemos porque así nos lo dice la fe en Jesús resucitado. Hubo muchos que lo vieron y algunos dudaban; era demasiado fuerte que ese hombre atormentado al máximo, crucificado y muerto, estuviera ahora vivo. Vivo, sí, pero con las señales de la pasión en su cuerpo, como ayuda para la fe de los que lo veían. “Tomás, mete tu dedo en mis heridas y tu mano en mi costado y no seas incrédulo, sino creyente”, le dice Jesús al apóstol. Y cuando el apóstol pronuncia esa bella confesión: “Señor mío y Dios mío”, Jesús le dice a él, y en él a todos nosotros: “Bienaventurados los que sin haber visto han creído”. No lo hemos visto resucitado, pero sabemos que resucitó, que volvió a la vida y ahora nos espera en el cielo.

“En esto consiste la vida eterna” –dice Jesús– “en conocerte a ti, único Dios verdadero y a tu enviado, Jesús el Mesías” (Jn. 17, 3). Conocerlo en su esencia divina, algo que ahora está lejos de nuestro alcance, y adorarlo y llenarse de gozo porque nos hace participantes de esa esencia infinita.

La vida de los que en ti creemos, continúa el prefacio, no termina, sino que se transforma. ¡Vaya transformación!, como hemos dicho. ¿Qué pasa con el cuerpo? Se deshace, vuelve a ser polvo, pero no desaparece la persona, sigue siendo él o ella, seguimos siendo cada uno de nosotros después de nuestra muerte. La vida de los que en ti creemos, dice el prefacio. Creer, tener una fe total en Jesús resucitado, que obró el milagro de la resurrección de Lázaro y dio ese poder a los primeros apóstoles, como lo cuentan los Hechos refiriendo la vuelta a la vida de la discípula Tabita por parte de Pedro (Hch 9, 36-43). Pablo también resucita a Eutico (Hch 20, 9-12).

La vida inmortal: ¡qué expresión tan contraria a nuestra vivencia de ahora! ¿Y qué haremos en esa vida inmortal? Hay muchas expresiones metafóricas que la describen: ver a Dios cara a cara, inundarse de luz, amar sin límites, comprender lo incomprensible de la creación y la redención, volverse trinitarios, participar de la divinidad… son todas expresiones metafóricas, derivadas de nuestra experiencia actual. Pero no sabemos cómo será esa vida inmortal. Lo más cercano a ella es la experiencia mística de los santos, que les transformaba de tal forma que superaba totalmente las experiencias tenidas hasta entonces.

La fe en Cristo resucitado es la garantía de nuestra propia resurrección. Esto es lo que vivimos cada día en la Eucaristía, donde creemos y sentimos que Jesús viene a cada uno, le llena de gracia, nos fortalece para caminar hacia la vida eterna. Entendida así, la misa se convierte en una apertura hacia el futuro, un futuro hermoso lleno de gracia y de paz.

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