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¿Cómo evitar ser un “ludita” del siglo XXI? Cinco consideraciones sobre la inteligencia artificial

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Por Carlos Delgado Flores

Desde 1936, cuando Allan Turing diseñó su máquina de calcular hasta el presente, la idea de contar con dispositivos que a modo de prótesis complementen la actividad intelectual humana en lo que concierne a actividades computacionales, entre otras: medición, comparación, identificación de patrones, es lo que en términos genéricos entendemos como inteligencia artificial. Su emergencia como campo de investigación y desarrollo ocurre de forma recursiva con el desarrollo de la ciencia cognitiva, como si se reflejaran una y otra, en imagen especular; aunque una está referida al estudio de los procesos mentales, tanto orgánicos como de procesamiento simbólico, y la otra a la traducción como sistemas expertos computacionales, inspirados en el procesamiento cerebral.

La inteligencia artificial cambia el mundo del trabajo

El debate sobre la inteligencia artificial (IA) no es nuevo, solo que ahora es público, porque es ahora que ese tipo de tecnología entra con fuerza al mercado. El impacto que la IA como forma de automatización de funciones intelectuales, pueda tener en el mercado de trabajo es grande, sobre todo en aquellas profesiones basadas en la intermediación frente al Estado, o en los servicios de mediación a las comunidades: abogados, periodistas, administradores, contadores públicos, entre otros. Sin embargo, su impacto sólo profundiza una tendencia ya detectada en estudios como El futuro del trabajo en la IV Revolución Industrial, según la Organización Internacional del Trabajo, donde se evidencian dos grandes tendencias de empleo en la actualidad: los servicios personales, de difícil automatización, y las profesiones altamente tecnologizadas, que hacen parte activa de lo que ya llamamos IV Revolución Industrial. 

El trabajo cambia cuando los modos de producción lo hacen, y la digitalización supone justamente, otro, donde el valor trabajo se mide por la capacidad de transformar datos en información, y con ella producir conocimiento; un modo donde la barrera de entrada no es precisamente el capital. Por eso se habla de economía del conocimiento, de capitalismo cognitivo y, como representación de un cambio de época, de Sociedad del Conocimiento; y por supuesto, las inequidades, más que de haberes, ahora son de saberes. 

Luditas de todos los tiempos

No es la primera vez en la historia que, en el presente continuo, los grupos afectados por los cambios sociales que las tecnologías introducen, protestan de modo combativo. No faltó, en su época, quien demonizara la imprenta y reclamara la pérdida de poder del statu quo de copistas y lectores en abadías y monasterios, o en las nacientes universidades del viejo mundo. Pero el emblema de la oposición al cambio tecnológico lo constituyen los luditas, cuyo nombre no alude a los partidarios de los juegos, sino a obreros y artesanos que a principios del siglo XIX se enfrentaron a la automatización de arados y telares, inspirados en la figura del coronel Ludd, personaje más bien ficticio, que rompía motores de vapor y resortes para mantener funcionando las yuntas de bueyes o las lanzaderas de madera de unas tecnologías que antes de principios del siglo XIX habían evolucionado muy poco. 

Los luditas obedecieron a su tiempo, fueron realistas y críticos frente a la novedad, pero les faltó razón, o en todo caso, entender que el problema no era la tecnología, sino el cambio cultural que ella entraña, cosa que sí hizo Robert Owen, empresario textil, fundador de la primera cooperativa de la historia y padre del socialismo británico. A ambos casos los valoramos desde el presente continuo y no desde el tiempo histórico, en un ejercicio de revisionismo que, si nos descuidamos, genera mitografías, útiles para la propaganda, para justificar los supremacismos y los fundamentalismos de cualquier pelaje. Esto se dice, y se puede pensar en los neoluditas que aspiran al estilo de vida cuáquero, amish, o menonita, denuncian el surgimiento de una teología tecnológica y se afilian a los lobbies más conservadores en EE.UU. y Europa, haciendo vida con los neoconservadores, los supremacistas blancos, los conspiranoicos del Nuevo Orden Mundial, los partidarios de las tecnocracias nacionalistas, en fin, el vetus ordo. Pero también en la creciente comunidad de usuarios de criptoactivos basados en computación de bloques en cadena (Blockchain) hechos para prescindir del tercero confiable, que es el principio de diseño de todas las instituciones.  

Crédito: Getty Images
Crédito: Getty Images

La IA no es inteligencia humana

La IA no puede dar cuenta completa de la experiencia humana porque su diseño es lógico formal y lo que es capaz de hacer está determinado por un algoritmo que, como conjunto de instrucciones, procede mediante una traducción de lenguajes (numérico y verbal a binario), y siempre el corpus de la traducción implica delimitación, en este caso, con la metadata de los archivos que se almacenan en las bases de datos. De hecho, Jaron Lanier, inventor de la realidad virtual sostiene que los algoritmos de IA crean calculadoras lingüísticas, pero eso no es una máquina inteligente. Ni gusto, ni imaginación, ni inconsciente son conceptos que la IA pueda manejar con efectividad desde la lógica o la matemática, por su alta carga de irracionalidad y de subjetividad, aunque la tendencia a la imprecisión semántica tiende a verse reducida con estadísticas mucho más avanzadas que las descriptivas o inferenciales que han hecho tradición. Reducir la capacidad de la mente humana y del espíritu a mero cálculo, da como resultado una visión empobrecida y cosificada de la condición humana. 

La IA ética es deliberada y transparente

Como con toda tecnología, lo que permite discernir el uso de la IA es la comprensión de sus implicaciones.  Los aspectos de una inteligencia artificial ética pasan por la elaboración de modelos de datos periódicamente sometidos a discusión para reducir el riesgo que introduce el sesgo del algoritmo. En otras palabras: en la medida en que se automaticen las decisiones, basándose en IA, se requiere que el aprendizaje de la máquina obedezca a datos reales de la experiencia humana, puesto que la máquina no puede tener una experiencia propia que le permita saber que no sabe, para eso se requieren los modelos de datos, y además, que estos modelos se gestionen de manera colegiada, descentralizada, pública, en la medida en que afectan el valor de las vidas de más y más personas, cada vez. O en palabras de Su Santidad Francisco:

…hacer de la dignidad intrínseca de todo hombre y de toda mujer el criterio clave para evaluar las tecnologías emergentes, que son éticamente válidas si ayudan a manifestar esa dignidad y a aumentar su expresión, en todos los niveles de la vida humana.

Aprender a hacer IA y a emplearla éticamente requiere educación

Pero la educación debe ser consciente de los cambios culturales que entraña el cambio de época, para adecuar consecuentemente los perfiles de competencia, para que el cambio no quede como “remiendo nuevo en paño viejo”. La educación -especialmente la de niñas de hogares matrifocales- debe preparar a los alumnos para procesos de educación a lo largo de la vida, porque los cambios apenas están comenzando; se trata de una pedagogía “andragógica”, de una apuesta por la neuroplasticidad que forme, en pensamiento complejo y estratégico, la capacidad para usar -y crear- eficazmente la IA que, junto al metaverso, va camino de convertirse en el nuevo estándar de trabajo en el entorno digital. 

Referencias 

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