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Cine “En primera plana”: Lo dicho y lo no dicho

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Jesús María Aguirre s.j.

Si tuviera que ofrecer un taller de periodismo investigativo a un grupo de candidatos para adiestrarse en el género riesgoso de la profesión, le recomendaría ver las siguientes películas: “Todos los hombres del presidente” (1976) de Alan J. Pakula, “El informante” (1999) de Michael Mann, y añadiría la recién estrenada “En primera plana-Spootlight- de Tom Mac Carthy (2015), que acaba de obtener el Oscar a la mejor película.

La elección no está basada tanto en la factura excelente de los tres filmes y en las brillantes actuaciones de sus estrellas, el binomio Dustin Hoffman y Robert Redford, Al Pacino o Mark Ruffalo respectivamente, sino en la disección de los dispositivos que despliegan los poderes fácticos para dominar las entradas y salidas de información en un sistema social, evadiendo o manipulando los controles ciudadanos.

En el primer caso se trata de desenmascarar las tretas de los aparatos políticos en las contiendas electorales a partir del caso del Watergate, que provocó la renuncia del presidente Richard Nixon, mientras que en el segundo se denuncian los entresijos de una empresa tabacalera emblemática para crear adicción, y, por fin, en el tercero se desentrañan los mecanismos que la Iglesia Católica ha utilizado –específicamente en Boston– para encubrir y/o dejar impunes a sacerdotes pederastas.

Cada uno de ellos acierta en señalar las pautas que los grupos de poder despliegan para contener las informaciones que redundan en la posible baja de su reputación, que, generalmente, está asociada no solamente al capital simbólico, sino también al social y económico.  Nadie hubiera pensado en el pasado que los resultados de un trabajo periodístico pudieran desencadenar  la renuncia de un político de primera magnitud, las pérdidas millonarias en el mercado de una empresa tabacalera transnacional o la quiebra moral y económica de varias diócesis estadounidenses.

Aunque, la creciente concentración de los medios en las industrias culturales ha hecho pensar que el cuarto poder ha perdido su función de “perro guardián”, es decir de contraloría social, todavía quedan abiertas las posibilidades de un periodismo independiente o de unos profesionales relativamente autónomos que no claudiquen de su función social, sobre todo en una etapa en que las redes sociales potencian las capacidades de investigación e interacción. El grupo de “Spootlight” es una muestra y la película “En primera plana” un homenaje a ellos.

Lo bien dicho en la película

Quisiera comenzar por reconocer los grandes aciertos de la película, aunque en gran parte derivados del mismo tema y del proceso investigativo promovido por The Boston Globe. Valga un inciso previo de que el periódico, más allá de sus dificultades económicas, que forzaron su venta al New York Times Company en 1993 había sufrido una merma en su credibilidad tras los casos de la columnista Patricia Smith, forzada a dimitir por haber inventado testimonios, o del periodista George Carlin, suspendido por plagio de una de sus columnas. El Boston Globe pasaba, pues, por una cuarentena de credibilidad en baja.

Como refiere el film el grupo de investigación periodística, llamado Spootlight, investigó sobre el escándalo sexual en la Iglesia Católica de Boston (Massachussets) entre 2001 y 2003, provocando una conmoción general, que socavó el prestigio moral de la Jerarquía, especialmente del Cardenal Law, y arrastró por sucesivos juicios a la bancarrota de ocho diócesis. Este trabajo investigativo obtuvo el Premio Pulitzer y puede considerarse como modelo de un quehacer cooperativo en el ejercicio profesional.

La película tiene el mérito de narrar con un montaje trepidante el proceso de exploración, búsqueda, y jerarquización de las informaciones fragmentarias para pasar de los casos al descubrimiento de las pautas perversas de actuación desde el microcosmos de la familia y la parroquia hasta la burocracia eclesial y política, coaligadas en un entramado de intereses de las entidades educativas y benéficas de la iglesia estadounidense.

Si bien algunos críticos tienden a minusvalorar el film, que ha recibido un premio que ni siquiera obtuvo “Todos los hombres del presidente”, cuando inauguró exitosamente el género, lo cierto es que esa década entre el premio Pulitzer y el premio a la adaptación fílmica, marcó un antes y un después en el modo de actuación de la Iglesia Católica en relación con los casos de abuso sexual, principalmente de menores.

No todo es atribuible al film, pues se sumaron otros informes como el irlandés  -el Informe Ryan- o el alemán, que contribuyeron a destapar prácticas perversas, que estallaron en manos del entonces cardenal Ratzinger bajo el pontificado de Juan Pablo II, aún en el cenit de su prestigio.

El film desentraña las múltiples formas de bloquear los procesos, empleadas por el aparato burocrático de la Iglesia. Pone al descubierto cómo se encubrían los hechos con el bloqueo al acceso de información o con la compra del silencio de las víctimas y sus familiares, qué maniobras distractivas se empleaban despejando a los victimarios del lugar de sus crímenes o confinándolos en casas de recuperación, y cuáles amenazas calculadas de litigios judiciales o presiones parentales se utilizaban.

Este carácter más analítico del film hace que su impacto trascienda la casuística de unos hechos puntuales para atacar las inadmisibles y sistemáticas prácticas eclesiales para evadir la justicia penal y no someter a los sacerdotes a los tribunales civiles.

Sin duda que la indignación generalizada y amplificada por los medios sirvió para que la Iglesia, desde sus más altas instancias tomara cartas en el asunto, destituyendo cardenales, obispos y sacerdotes, y, sobre todo, exigiendo unos protocolos estrictos de actuación diocesana para enfrentar casos similares, atendiendo principalmente a las víctimas y buscando su reparación.

Digamos, pues, que la terapia revulsiva de los medios sirvió para que se tomara una conciencia más explícita de la gravedad de los hechos y del carcoma moral, que invadía algunos órganos de la Iglesia estadounidense. Y además quedó evidente la importancia del acceso a la información por parte de las instituciones públicas, cuya opacidad lesiona un derecho democrático de los ciudadanos. (Véase mi artículo: “Medios y pedofilia en la Iglesia: buenas noticias, malas noticias” en la revista SIC, junio 2010, pp. 229-232).  http://www.gumilla.org/biblioteca/bases/biblo/texto/SIC2010725_229-232.pdf

Lo no dicho y por decir

Como todo film de adaptación, que debe condensar en un par de horas las numerosas páginas de un informe, y lograr un efecto dramático focalizando las acciones de más impacto con un dualismo intenso, la película incurre en una serie de simplificaciones y extrapolaciones, que merecen aclararse.

El cierre retórico del film apunta a que la Iglesia Católica, no solo estadounidense sino universal, sería una institución hipócrita, que bajo el manto filantrópico de sus obras de caridad y la simbología sagrada de una imagen del Jesús amoroso de los niños, se dedica a la explotación sexual. Ya esta tesis fue explicitada por el laureado cineasta español Almodóvar en su película “La mala educación” con bastante contundencia.

Esta estrategia narrativa deja de lado, por ejemplo, las diferencias en el entorno de la misma Iglesia Católica, presentada como monolíticamente uniforme sin una sola voz discrepante. Los católicos tradicionales se callan por un respeto sacral y atávico de la figura del cura, los cooperantes justifican todas las bellaquerías por intereses económicos y los jerarcas solamente consideran la reputación de la Iglesia de Boston, en definitiva del gremio clerical, sin la más mínima consideración de las víctimas.

Muchos años antes del susodicho informe Pulitzer el sociólogo Andrew Greeley, sociólogo de la Escuela de Chicago y sacerdote en ejercicio, quien conocía bien por sus encuestas y experiencia la situación de la iglesia norteamericana, había expuesto en tres novelas las taras del clero estadounidense: “Los pecados cardinales” (1980), “Ascenso al infierno” (1983 ), “Los pecados del sacerdocio” (2004), ganándose no un premio Pulitzer, sino la crítica de “The National Catholic Reporter” como “la mente más sucia que jamás haya sido ordenada”.

En años recientes Greeley, publicó un material con motivo de una de las visitas de Juan Pablo II en el que criticaba el carrerismo intraeclesial y denunciaba que el Vaticano había nombrado para la jerarquía de Estados Unidos hombres que eran unos trepadores desalmados, ineptos, incompetentes, burócratas insensibles a su clero y a sus laicos. Y afirmaba lapidariamente que en sus 200 años la jerarquía estadounidense nunca había estado en peor situación (Rodolfo Soriano, La sociología de la religión de Andrew Greeley).

Más aún, parte del producto de sus ingresos por libros que estuvieron en la lista de los “bestseller” entre los lectores católicos fue dedicado al apoyo de SNAP, la red de sobrevivientes de abusos de sacerdotes. Obvia decir que esa lectoría repudiaba las prácticas, que esas obras revelaban, jugando con personajes reales y ficticios, y la feligresía católica no era la manada bovina, que aparece en el film.

Por fin, la pretensión objetivista del film extrapolando los datos de abusos del clero de Boston –maneja la cifra del 6 % del clero.–  a toda la iglesia estadounidense y a todo el clero católico mundial, simplemente con el expediente de publicar un listado de países en los que ha habido algún caso, no deja de ser un exabrupto estadístico. Pues, si de problemas estructurales se trata, hay que valorar su incidencia sistémica a través de unos datos rigurosos y no de un uso retórico de los mismos.

Hasta donde hemos podido precisar los datos cuantitativos, según el psicólogo Desmond O´Donnell, durante los años de la investigación periodística el clero estadounidense contaba con 46 mil sacerdotes en ejercicio, de los cuales habían sido acusados o convictos 690 (1,5 %). En otro estudio similar, ya no en América, sino en Europa, específicamente en Alemania, de los 210 mil casos de abusos a menores denunciados desde 1995, 94 corresponden a eclesiásticos (0, 04 %).

En Argentina, país del que procede el Papa actual, donde fue Arzobispo de Buenos Aires, el sacerdote Luis Sierra fue condenado en el año 2004 a ocho años de prisión por abusar de monaguillos; en noviembre del 2007 la Justicia llevó a prisión al sacerdote Mario Napoleón Sasso con una condena de diecisiete años por abuso de varias niñas; si bien en el 2009 el padre Julio César Grassi tuvo una sentencia condenatoria y, si bien escapó algunos años a la cárcel por recurrir a otras instancias, hoy cumple su pena. El supuesto de impunidad de los sacerdotes en todos los países, partiendo de la pauta de Boston, se aproxima al simplismo

Sería contraproducente querer replicar aduciendo que el 80 % de los casos de abusos se dan en el entorno familiar para paliar la responsabilidad de los sacerdotes o rebatir argumentos que asocian la pedofilia al celibato, cuando lo primero y principal es atender a las víctimas. Pero sería saludable cotejar estos datos con los de otras instituciones educativas u otros contextos profesionales, que trabajan con destinatarios infantiles en situaciones de poder asimétrico o preguntarse también si la primera reacción razonable para resolver los casos es la de llamar a los periodistas o a la policía para proteger a las víctimas, tal como suponen los periodistas de Spootlight. Su complejidad escapa a los simpáticos héroes de la noticia.

Con ello no queremos disminuir la importancia de los hechos, ni minusvalorar el dolor de las víctimas y sus familiares, ya que la gravedad de esos crímenes es tanto mayor cuanto se despliega desde el abuso de poder, recurriendo a la manipulación de los resortes más sagrados y traicionando la confianza depositada por los fieles a los pastores de la comunidad.

Como comunicador y sacerdote me resulta útil en mi doble ejercicio la lúcida observación  de Karl Kraus, cuyas críticas al clero y a los fablistanes son proverbiales, en un aforismo aplicable a los periodistas de investigación: “La distorsión de la realidad en el informe es el informe verídico sobre la realidad”;  u otra igualmente extensible a todos los profesionales de la comunicación y a su falta de ética: “¡Ay, ay de la prensa [medios]! Si Cristo viniese ahora al mundo, tan cierto como que vivo que no les señalaría la paja en el ojo a los fariseos, sino a los periodistas!”

En conclusión, el film “En primera plana” constituye una película aleccionadora para fomentar la vocación de periodistas de investigación entre los comunicadores, afinar sus métodos, y para promover la madurez de los fieles católicos, incluidos los periodistas dudosos de su fe e identidad cristianas. Entre la ética de Hollywood y la de la Holy-See todavía hay alguna distancia.

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