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“Amor exigente”: Desaprender para aprender

Sin crédito

Por Alfredo Infante, s.j*

Ser papá y mamá es una de las misiones más importantes y difíciles de la vida y, para ello, no hay escuelas ni universidades, es en la vida misma donde se aprende. La adicción a las drogas de niños, niñas y adolescentes es uno de los dramas más dolorosos y desafiantes para los padres. ¿Qué luz arroja a la misión de ser padres y madres la experiencia de la adicción a las drogas de muchos jóvenes?

Hace unos años, para ser exactos en 2001, estuve durante dos meses, formando parte de un equipo que atendía una hacienda de rehabilitación de personas adictas al alcohol y a las drogas; el lugar, que aún existe, se llama “Fazenda Señor Jesús”. Un mundo novedoso y desafiante para mí, de grandes aprendizajes y, sobre todo, de crecimiento en la fe.

La experiencia formaba parte de lo que en la Compañía de Jesús se conoce como “tercera probación”, tiempo en que el jesuita ya ordenado, y con unos años de experiencia apostólica, vuelve a la clausura durante seis meses para hacer una síntesis carismática de sus aprendizajes pastorales, espirituales y existenciales y, así, prepararse definitivamente para la vida apostólica en la Compañía. Esta experiencia es guiada por un jesuita maestro que, en mi caso, fue el reverendo padre João Quirino Weber.

A esta etapa de formación se le suele llamar “segundo noviciado” y como “escuela de los afectos”, en su itinerario se tienen experiencias límites y fronterizas, que nos permiten leer nuestro carisma desde el lugar de los pobres y los que sufren.

En la “Fazenda Señor Jesús”, entre aquella gente que acompañaba, descubrí que en el infierno de la dependencia química no hay distinción de edades ni de clases sociales, ni de raza, ni de condición sexual; el sufrimiento es dramático, tanto para el enfermo como para la familia. En aquella obra bendita, milagrosa, signo de Cristo compasivo y misericordioso, compartí vida y misión con un equipo humano excelente, la mayoría de ellos rehabilitados. Esta misión está situada en un pueblo cercano a la ciudad de Santa María, Río Grande do Sul, Brasil.

El camino interno en la Fazenda es de nueve meses para significar un nuevo nacimiento. El itinerario terapéutico tiene como eje estructurador los doce pasos de Alcohólicos Anónimos, además de otros aportes, y la fe en Jesús como principio y fundamento. En paralelo se hace un proceso de acompañamiento a la familia de los pacientes.

“La Fazenda Señor Jesús” es abierta; nadie está obligado a estar, se entra porque se quiere, porque se ha tocado fondo, porque en la impotencia del adicto que quiere sanar nace, desde las entrañas, un grito de auxilio, desesperado, que le lleva a reconocer su esclavitud ante las drogas y a ponerse en manos de Dios y de los demás.

A partir de ahí se inicia todo un proceso de desaprender para aprender nuevos hábitos y modos de relación y valoración. En este proceso, la disciplina y la fe tienen un valor resiliente y salvífico. Es realmente un nuevo nacimiento, tanto para el paciente como para la familia.

A los familiares se les insistía en tres máximas, hoja de ruta para papás y mamás, que son resultado del aprendizaje que deja el acompañamiento a las personas adictas:

  • Primera. “Tu exigencia sin amor me rebela”. Cuando un niño, niña y adolescente, en la convivencia familiar, es maltratado y, en lugar de protección y cuidado, es expuesto a un continuo irrespeto a su dignidad por la vía del ejercicio arbitrario de poder por parte de papá, mamá o de otros adultos significativos, se inocula en su corazón la semilla del resentimiento y, por acto inconsciente de venganza, es probable que elija el camino de las drogas, como rebeldía hacia los progenitores y la familia, o –también– como huida ante tanto maltrato y sufrimiento. La matriz relacional del maltrato y el abuso es una bomba de tiempo que destruye a la persona y la convivencia familiar, y sumerge en las drogas a un porcentaje importante de quienes padecen tamaña tortura.
  • Segunda. “Tu amor sin exigencia me desprecia”. Muchas veces papá y mamá confunden la necesaria corrección con el maltrato y, por evitar maltratar a sus hijos, se convierten en sobreprotectores o, peor aún, en consentidores de comportamientos caprichosos. Son incapaces de corregir y poner los justos límites por temor a maltratar y, de esta manera, los hijos e hijas crecen sin conocer los límites y cuando la realidad se los impone, el niño o adolescente no está capacitado para afrontar la frustración propia del camino de la vida y, en esas circunstancias, las drogas se convierten en un escape ante el fracaso. Así, comienza un ciclo vicioso que le llevará al infierno existencial de la dependencia química.

De igual modo, cuándo papá y mamá pasan todo el día ocupados y no entregan tiempo cualitativo a sus hijos e hijas y, luego, llenan a los hijos de cosas para estar tranquilos con la conciencia, en este tipo de relación la experiencia interior que se va cultivando en los muchachos es que “importo un pito a papá y a mamá”, “ellos me evitan complaciéndome, llenándome de cosas, soy un cero a la izquierda”. Hay, pues, una vivencia de desprecio y autodesprecio y, entonces, como “no importo a nadie, me autoagredo entregándome a las drogas”. Así, por la vía de la autoagresión y sufrimiento, se busca atraer la atención y el reconocimiento de los padres y la familia.

  • Tercera. La alternativa propuesta como camino de sanación se resume en la tercera máxima: “Tu amor exigente reconoce que soy digno, que valgo y me hace crecer”. Amor y exigencia no son antípodas y, menos aún, cuando se trata del amor de papá y mamá para con sus hijos e hijas. La corrección, que se hace con amor, sin maltrato, educa y saca lo mejor de las personas involucradas en la relación.

La corrección razonada y oportuna va formando la conciencia, el sentido de los límites, de la ley y el valor del respeto por el otro, factores importantes para la convivencia familiar y social. En los primeros años de vida, la heteronomía (o ley externa) juega un papel muy importante en la formación de la conciencia, que posibilita la autodisciplina y el progresivo crecimiento hacia la autonomía responsable y solidaria. Cuando estos andamios no existen, los riesgos de que la interioridad se desparrame son muy elevados y, así, cualquier fracaso, tormenta o propuesta seductora puede arrastrar a caminos de autodestrucción.

La familia es la Iglesia doméstica y la primera escuela de ciudadanía. Lugar donde aprendemos a relacionarnos con nosotros mismos, con los demás, con la naturaleza y con Dios. Más que un sentimiento, el amor de padres a hijos es entrega y apuesta por el otro, que se traduce en decisiones favorables a su crecimiento integral como persona.

“Amor exigente” es también autoexigencia, es saber que se está en camino, que se necesita aprender cómo educar a los hijos e hijas, más aún cuando estamos viviendo un cambio de época y los niños, niñas y adolescentes, mantienen en las redes sociales relaciones a la sombra, que compiten con la sagrada misión de papá y mamá y de la familia como ámbito íntimo de convivencia.

“Amor exigente” no es maltratar ni controlar, es educar un corazón libre y responsable, despertar sueños y acompañar fracasos, ser paciente, creer y apostar por los hijos. Nos dice el papa Francisco:

“Los hijos necesitan encontrar un padre que los espera cuando regresan de sus fracasos. Harán de todo por no admitirlo, para no hacerlo ver, pero lo necesitan; y el no encontrarlo abre en ellos heridas difíciles de cerrar…El padre que sabe corregir sin humillar es el mismo que sabe proteger sin guardar nada para sí”.

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