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¿Qué piensan los pontífices de la inmigración?

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Desde Juan XXIII hasta Francisco el pensamiento de la Iglesia no es ni cínico ni “sensiblero”: es evangélico

Lucandrea Massaro

Se ha vuelto urgente la cuestión sobre la migración a partir de que el acontecimiento de la barca Aquarius volviera a proponer a los italianos y a Europa el tema de la acogida y la regulación de los flujos. La Iglesia se ha comprometido en este tema desde hace mucho tiempo y ha desarrollado una doctrina que pone al centro a la persona y su dignidad y la necesidad de un acuerdo entre las naciones para que se persevere en el bien común, con espíritu de fraternidad.

El papa san Juan Pablo II reconoció por ejemplo diversas causas en el derecho a migrar. El principal naturalmente es salvar la propia vida y la de nuestras familias de las amenazas como la persecución, el hambre y la guerra. Otra causa que da el derecho a migrar es la responsabilidad de las personas de proveer para sí mismas y sus familias. Por ejemplo, Juan Pablo II en su encíclica de 1982 Laborem Exercens afirmó claramente que esto significa que a veces las personas deben dejar su país para buscar mejores oportunidades.

En otra encíclica

En otra encíclica, la Sollicitudo Rei Socialis, Juan Pablo II también afirmó que las restricciones indebidas sobre las capacidades de las personas de ejercer su derecho de iniciativa económica son un terreno legítimo para buscar lugares donde exista una mayor libertad de ejercer ese derecho.

Pero existe también una segunda dimensión de la doctrina católica sobre la inmigración que se traduce en los vínculos relacionados con el derecho de migrar. La doctrina católica está muy atenta a los desafíos que la inmigración crea para el país que acoge. San Juan Pablo II, observó que “una aplicación indiscriminada ocasionaría daño y perjuicio al bien común de las comunidades que acogen al migrante”.

Todo esto ha sido incorporado en el Catecismo de la Iglesia católica. El papa Benedicto XVI mostraba en 2006 que, aunque los católicos deben acoger a los migrantes, deben también dejar a las “autoridades responsables de la vida pública establecer las leyes que se consideren oportunas para una sana convivencia” (Acton Institute).

Y, nuevamente Benedicto XVI en 2013 (en el mensaje para la 99ª jornada del Migrante) reafirmaba que:

cada Estado tiene el derecho de regular los flujos migratorios y adoptar medidas políticas dictadas por las exigencias generales del bien común, pero siempre garantizando el respeto de la dignidad de toda persona humana. El derecho de la persona a emigrar – como recuerda la Constitución conciliar Gaudium et spes en el n. 65 – es uno de los derechos humanos fundamentales, facultando a cada uno a establecerse donde considere más oportuno para una mejor realización de sus capacidades y aspiraciones y de sus proyectos.

Es necesario recordar que

Sin embargo, en el actual contexto socio-político, antes incluso que el derecho a emigrar, hay que reafirmar el derecho a no emigrar, es decir, a tener las condiciones para permanecer en la propia tierra, repitiendo con el Beato Juan Pablo II que «es un derecho primario del hombre vivir en su propia patria. Sin embargo, este derecho es efectivo sólo si se tienen constantemente bajo control los factores que impulsan a la emigración» (Discurso al IV Congreso mundial de las Migraciones, 1998). En efecto, actualmente vemos que muchas migraciones son el resultado de la precariedad económica, de la falta de bienes básicos, de desastres naturales, de guerras y de desórdenes sociales. En lugar de una peregrinación animada por la confianza, la fe y la esperanza, emigrar se convierte entonces en un «calvario» para la supervivencia, donde hombres y mujeres aparecen más como víctimas que como protagonistas y responsables de su migración.

Por eso es necesario no sólo acoger sino integrar a los migrantes para que estos no pierdan su dignidad de hijos de Dios.

Así, mientras que hay emigrantes que alcanzan una buena posición y viven con dignidad, con una adecuada integración en el ámbito de acogida, son muchos los que viven en condiciones de marginalidad y, a veces, de explotación y privación de los derechos humanos fundamentales, o que adoptan conductas perjudiciales para la sociedad en la que viven. El camino de la integración incluye derechos y deberes, atención y cuidado a los emigrantes para que tengan una vida digna, pero también atención por parte de los emigrantes hacia los valores que ofrece la sociedad en la que se insertan.

Un punto firme para los católicos son nuevamente las palabras de san Juan Pablo II:

Los países ricos no pueden desinteresarse por el problema migratorio y menos aún cerrar las fronteras o endurecer las leyes, especialmente si la brecha entre los países ricos y pobres, de la cual se originaron las migraciones, se vuelve cada vez mayor.

Por otro lado, es el papa Francisco quien reafirma en cada ocasión “prudencia”, como lo hizo en diciembre de 2016 en su mensaje al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede:

“Un enfoque prudente de parte de las autoridades públicas no comporta la aplicación de políticas de clausura hacia los inmigrantes, sino que implica evaluar, con sabiduría y altura de miras, hasta qué punto su país es capaz, sin provocar daños al bien común de sus ciudadanos, de proporcionar a los inmigrantes una vida digna, especialmente a quienes tienen verdadera necesidad de protección”. Al citar al papa Juan XXIII, recordó el derecho a la inmigración de cualquier ser humano, añadiendo que “al mismo tiempo” es necesario garantizar que los pueblos que acogen no “sientan amenazada su seguridad, su identidad cultural y sus equilibrios político sociales. Por otro lado, los mismos migrantes no deben olvidar que tienen el deber de respetar las leyes, la cultura y las tradiciones de los países en que son acogidos.

Criterio, el de la prudencia, reafirmado una vez más en 2016 durante el viaje de regreso de Malmö cuando, al responder a los periodistas como es habitual al regreso de los viajes oficiales, explicó qué piensa de los países que cierran sus fronteras:

creo que en teoría no se puede cerrar el corazón a un refugiado, pero también es necesaria la prudencia de los gobernantes: deben estar muy abiertos a recibirlos, pero también calcular cómo poder organizarlos, porque a un refugiado no se le debe solo recibir, sino integrar. Y si un país tiene una capacidad de integración para veinte, digamos, que lo haga hasta ese punto. Si otro tiene más, que haga más. Pero siempre con el corazón abierto: no es humano cerrar las puertas, no es humano cerrar el corazón, y a la larga esto se paga. Aquí, se paga políticamente; como también se puede pagar políticamente una imprudencia en los cálculos, al recibir más de aquellos a los que se puede integrar. Porque, ¿cuál es el peligro cuando un refugiado o un migrante -esto vale para ambos – no es integrado? Me permito decir – quizá es un neologismo – se guettiza, es decir, entra en un guetto. Y una cultura que no se desarrolla en relación con la otra cultura, es peligroso. Yo creo que el peor consejero de los países que tienden a cerrar las fronteras es el miedo, y el mejor la prudencia.

Pero, durante el Via Crucis del 2016, Bergoglio “escandalizó” a alguien diciendo:

¿Cómo no ver el rostro del Señor en los millones de prófugos, refugiados y desplazados que huyen desesperados del horror de la guerra, de las persecuciones y de las dictaduras?

Sería bueno, por lo tanto, empeñar recursos y buena voluntad para que los países en dificultad puedan encontrar una vía para su desarrollo armonioso y evitar que la pobreza y la necesidad obligue a quien vive en ellos a tener que huir.

Pablo VI, en la encíclica Populorum Progressio, al tratar la caridad universal pone al centro los deberes que están vinculados con la hospitalidad y se preocupa de que se ayude sobre todo a los estudiantes del “Tercer Mundo”, recibidos por estudios, para que no pierdan el sentido de sus valores espirituales (n. 68) y también a los “trabajadores emigrados, que viven muchas veces en condiciones inhumanas, ahorrando de su salario para sostener a sus familias, que se encuentran en la miseria en su suelo natal.” (n. 69). La Encíclica concluye con una afirmación profética y sabia de que “el desarrollo es el nuevo nombre de la paz” (n. 76). De hecho, la paz no puede reducirse a la ausencia de guerra (Vatican Insider).

El criterio siempre es el Evangelio, es decir, un criterio relacionado con el principio de la realidad, pero una realidad que contemple a Cristo y su mandamiento del amor, nunca es ideológico. Todos los pontífices de los últimos cuarenta años – y más – siempre han puesto al centro (si puede decirse) el mandamiento de Dios al pueblo de Israel tras entregar las Tablas de la Ley:

Ama, pues, al forastero, porque forastero fuiste tú mismo en el país de Egipto. (Dt 10, 19).

Sin olvidar que quien guía a un país tiene obligaciones hacia el mismo y hacia quien se ha encomendado a él para su seguridad y bienestar. Nadie está llamado a arruinarse por el prójimo, pero nadie está exento de dar la mano hacia el pobre si se considera cristiano. Además de los medios, se necesita fraternidad, deseo de compartir la vida y reconocer en el prójimo a un hermano, claramente respecto a los primeros (los medios) todo depende de las posibilidades de cada uno, pero también teniendo en cuenta la enseñanza de Cristo de no dar solo lo superfluo:

Jesús se había sentado frente a las alcancías del Templo, y podía ver cómo la gente echaba dinero para el tesoro; pasaban ricos y daban mucho, pero también se acercó una viuda pobre y echó dos moneditas de muy poco valor.

Jesús entonces llamó a sus discípulos y les dijo: «Yo les aseguro que esta viuda pobre ha dado más que todos los otros. Pues todos han echado de lo que les sobraba, mientras ella ha dado desde su pobreza; no tenía más, y dio todos sus recursos.» Mc 12, 41-44

 

Fuente:

 

https://es.aleteia.org/2018/09/11/que-piensan-los-pontifices-de-la-inmigracion/?utm_campaign=NL_es&utm_source=daily_newsletter&utm_medium=mail&utm_content=NL_es

 

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