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Palabras y hechos

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Por Simón García

Dos acontecimientos, de los que trazan rumbo y comunican esperanzas sólidas, unieron palabras y hechos. Uno, la Asamblea Anual de Fedecámaras. El otro, la reciente declaración de la Conferencia Episcopal.

Esa mutación práctica es posible porque son dos instituciones con credibilidad y cuya intervención pública está muy lejos de incurrir en los errores cometidos por representantes suyos, cuando se sumaron a una línea insurreccional en 2002. Ahora ambas están situadas dentro de la constitución, la reconciliación y el entendimiento para restablecer derechos confiscados. Ambas supieron rectificar.

Produjeron y producirán efectos por debajo de la línea de visión en todos los interpelados por los desafíos de país que señalan. Incidirán en el gobierno que, con poder real, no puede cumplir funciones básicas; en la oposición, castigada por el régimen y los destrozos de su estrategia predominante; en una Fuerza Armada cuya tradición democrática ha sido no servirle a una parcialidad política. Y en los partidos, cuyo debilitamiento seguirá, si no dejan de reencauchar el atajo y la intención de capturar el poder mediante la violencia.

Las palabras de los empresarios, fuente de musculatura productiva, y la de los Obispos, fuente de espiritualidad y trascendencia, se colaron por todos los intersticios del cuerpo social. Llenaron el vacío que está dejando una generación política encadenada a frustraciones maximalistas, fantasiosas y desgastantes. Un tercio del país no se identifica ni con el gobierno ni con la oposición, y más de la mitad rechaza a sus dos figuras icónicas: Maduro y Guaidó.

Pero, hay un país que, ante el peligro inminente de perder la República y los soportes elementales de vida, está metabolizando la opción de evitación más factible y menos costosa: promover una alianza de mediano plazo, compleja y difícil de tragar, entre el gobierno y la oposición. Esta salida, clara para la comunidad internacional, es rechazada por los polos extremistas activos en la oposición y el gobierno.

Se están configurando dos rutas: la de políticos que olvidan al pueblo y la de la gente, cuyas condiciones límites de existencia la impulsan al cambio. Las trayectorias confrontacionales deben buscar urgentemente puntos de encuentro, antes que su bifurcación las hunda. Si no lo logran los líderes actuales, habrá que arar con otros bueyes.

La nueva ruta debe partir de allí. Resituar el conflicto de poder en función de atender las calamidades de una sociedad cuyos integrantes deben luchar cada día para que no los engulla la crisis. Si primero está la gente y no el puesto en Miraflores, entonces hay que devolverle a la política tres dimensiones: la social, la ética y la salvífica de un país en destrucción.

Hay recursos y talento para reinventar a Venezuela. Nadie debe contribuir a la descalificación del liderazgo, pero hay que abrirle entradas y salidas. Se requiere una instancia de concertación accesible a las fuerzas, que puedan dar un aporte positivo para salir de la crisis, reconstruir el país y refundar una democracia con ciudadanos responsables, y en la que el trabajo solidario de muchos genere calidad de vida para todos. Una plataforma por un año.

Transformar el actual escenario de dominación es dar un paso, aún pequeño, hacia la democracia con inclusión. Hay que ponerle fin a la exclusión de la vía electoral y favorecer que sea cada venezolano, con su voto, el que decida dar o no la cara por el país que necesita.

La nueva estrategia comienza por derrotar el plan abstencionista de Maduro. La oposición no debe dejar que el régimen la saque del juego. Podemos transformar el rechazo al gobierno en la rebelión de los votos, dejar atrás los mantras de las palabras y comenzar el 2021 con un nuevo plan de cambio.

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