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Edificio Centro Valores, local 2, Esquina de la Luneta, Caracas, Venezuela.
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Ignacio Avalos Gutiérrez

En dos o tres artículos previos he aludido a la creciente automatización del trabajo, un rasgo central de la denominada economía del conocimiento, posible gracias a la fusión de la robótica, las tecnologías de la información y la inteligencia artificial. Basándome en ciertos estudios mostraba en ellos que la mitad de los empleos actuales corre riesgo de desaparecer en una o dos décadas, que surgirán otros nuevos y que en el marco de la transformación del trabajo, deberá establecerse  una nueva relación entre humanos y robots, en la que los dos trabajen juntos, en vez de convertirse en meros sustitutos del otro.  E indicaba, por último, que los expertos afirman que sólo aquellos países que adapten su legislación laboral, su sistema educativo, su infraestructura y sus instituciones podrán navegar en medio de estos cambios de tanta envergadura.

Pero más allá de su lado económico, el asunto anterior tiene otras vertientes, que quiero tratar en estas líneas. Dicho en pocas palabras, no sólo las máquinas serán medios mecánicos que obedecen cuando les apretamos un botón o le jalamos una palanca, sino que se convertirán en socios que interactúan con las personas. En otras palabras, marchan ellas en la dirección de ganar estatus entre los seres vivos, inimaginable hasta hace muy poco tiempo.

Así las cosas, recientemente, el Comité del Parlamento Europeo para Asuntos Legales votó a favor de una moción para garantizar cierta situación legal a los robots, a los que se les otorga la condición de “personas electrónicas”. Y propone, en medio de una previsible polémica, que “se pueda establecer que los robots autónomos más sofisticados tienen el estatus de personas electrónicas con derechos y obligaciones específicos, incluida la de hacer bueno cualquier daño que puedan causar”.

De nuevo se demuestra, creo, que la llamada ciencia ficción no era ficción, sino pronóstico. Así, a propósito de un brevísimo cuento, “El Círculo Vicioso”, escrito hace casi ochenta años, el célebre Isaac Asimov estableció sus conocidas tres leyes de la robótica (que en realidad fueron cuatro).  Las mismas lucen como trasfondo a planteamientos que de alguna manera están cobrando forma actualmente a) Un robot no puede hacer daño a un ser humano ni directamente ni a través de su intervención. b) Un robot debe obedecer las órdenes que le den los seres humanos, a menos que las mismas entre en conflicto con el primer mandamiento. c) Un robot debe salvaguardar su propia existencia, a menos que su autodefensa se contradiga con el primer y el segundo mandamiento. Más adelante, el propio añadió una cuarta: d) Ningún robot puede dañar a la humanidad o, por inacción, permitir que la humanidad sufra daño.

No es de extrañar, entonces, que ya se hable de la “robotética”, a cuyo alrededor se han ido generando teorías y criterios que pretenden plantarle cara a las circunstancias que derivan de la creación y uso de los robots, implicando a sus fabricantes y usuarios y, como se ve, también a los propios robots.

Una importante discusión se abre paso, así pues, en todos los planos.  Y no es para menos: a propósito de los robots, aunque no solo de ellos, la post especie es un término que hoy en día se ha ido colando en los debates, cada vez con mayor frecuencia.

Mientras tanto –imposible evitar esta coletilla final – Venezuela lleva un buen tiempo desenvolviéndose en clave urgencia. No hay espacio sino para encarar las tareas inmediatas, las de cada día y resulta casi imposible ver un poco más allá de pasado mañana. El futuro se nos desapareció en medio del desacuerdo político. Corre, pues, el riesgo de que este maremoto tecnológico, del que ya se ven claramente sus primeras manifestaciones y que también nos concierne, aunque lo imaginemos lejano y ajeno, nos agarre fuera de base desde el punto de vista político, económico, social, ético.  No hay duda de que, de seguir así, el tiempo le pasará factura.  La duda es de qué tamaño y en cuantos años la podrá pagar.

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