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La parte buena de la mezcla

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Por Mibelis Acevedo Donís

Si algo ha definido históricamente el pensamiento político liberal es el principio de la división y dispersión de los poderes del Estado en diversas ramas, a fin de evitar el peligroso despotismo. Esa necesidad, que se nutre tanto de las disertaciones de Montesquieu en El espíritu de las leyes (1748), como las de la limitación del poder estatal en Locke (1960) y las del equilibrio de poder y el Estado libre, de Bolingbroke (1729), inspiró a los padres de la Constitución norteamericana para delinear las bases, propósitos y respuestas de las instituciones en una democracia representativa. Partían de la premisa de que la mayor amenaza para la libertad individual es el potencial abuso de autoridad por parte del Estado, así que la ley debía promover antídotos efectivos frente al desbordamiento de las pasiones humanas. Eso sin ignorar que, en la práctica, la protección de derechos individuales podía generar cierta tensión al toparse con las ideas de soberanía popular y la de un gobierno responsable ante la ciudadanía y auditable por parte de esta.

He allí una cuestión crítica para el sostenimiento de las democracias republicanas: cómo las características del entramado político-institucional pueden ser sostenibles políticamente, al punto de neutralizar la arbitrariedad que podría desatar la natural pulsión por el poder. Con el ojo puesto en ese problema, los constitucionalistas norteamericanos, James Madison y Alexander Hamilton, por ejemplo, a través de sus ensayos en El Federalista, desplegaron cruciales propuestas para hacer viable tal aspiración. Frente a la naturaleza contradictoria de los asuntos humanos, y con un criterio más moderado y realista que el de un “ilustrado radical” como Jefferson, Madison advertía sobre “la imposibilidad de eliminar completamente el mal de la sociedad humana”, por lo que debíamos “consolarnos con la creencia en que aquel es equilibrado por el bien mezclado con él, y dirigir nuestros esfuerzos a incrementar la parte buena de la mezcla”.

De modo que al aludir a las gestiones del “político práctico”, y aun sin prescindir del papel que juega una razón pública virtuosa en el desempeño del “buen gobierno”, Madison opera “en el terreno intermedio entre los errores del pasado y las utopías del presente” (Luis Diez Álvarez), esquivando dos extremos. Por un lado, el del idealismo del “legislador filosófico”, que parte de la convicción de que el actor político estaría impulsado por motivos puros, nobles, desinteresados. Y, por otro, el de la “democracia radical”, directa, propia de los antiguos, cuya naturaleza tumultuaria la hace no solo proclive al desorden y la anarquía, sino vulnerable al discurso demagógico y sus derivas despóticas, tal como habían observado en su momento Platón y Aristóteles.

Imbuida de ese realismo político que lleva a entender que los hombres no son ángeles (tampoco demonios, aunque muchas veces lo parezcan); operando en un marco de competencia, negociación y consenso, y blindada por una inteligencia institucional que habilitaría la participación amplia mientras contrarresta la tentación del caos tumultuario, la democracia representativa ofrecería respuestas concretas a los problemas planteados por los legisladores. Un sistema de gobierno donde la mutua anulación entre los diversos poderes a partir de mecanismos de frenos y contrapesos, impida que alguno pueda dominar o ser dominado, y cuya estructura interior, según Madison, funcione de modo tal que las relaciones mutuas entre las partes sean “los medios de conservarse unas a otras en su sitio”. Asimismo, uno con más probabilidad “de ser feliz, regular y duradero”, a decir de Hamilton, en tanto “el derecho de elección está bien asegurado y regulado y el ejercicio de las autoridades legislativas, ejecutivas y judiciales está conferido a personas seleccionadas, elegidas realmente y no nominalmente…”

Cabe recordar que, en su Política, Aristóteles ya dividía la soberanía en tres elementos: “el que delibera, el que manda y el que juzga”; un anticipo de esa especialización funcional que más tarde soportaría a la mencionada división de poderes. Sobre ese último elemento, relativo a la potencia (puissance) de juzgar, Montesquieu reinterpretaba a John Locke y explicaba que al Estado compete castigar a los criminales o determinar las disputas que surgen entre particulares. Pero esa judicatura debe funcionar como una corporación con independencia real y no apenas aparente, capaz de desplegar una resistencia efectiva frente a la intromisión en sus funciones por parte del ejecutivo y legislativo. Y es que, si esa potencia de juzgar se uniera a la del ejecutivo, por ejemplo, el juez podría intoxicarse de la lógica que alienta la pulsión del poder y hacerse de los incentivos y la fuerza de un opresor.

Lo anterior nos remite al desequilibrio de sistemas no-democráticos como el venezolano. Una impronta presidencialista, hipertrofiada por la pérdida de autonomía de los poderes públicos y el vicioso amasijo entre intereses del partido y atribuciones del Gobierno, hunde a los ciudadanos en la más temible de las fragilidades. La “parte buena de la mezcla” sucumbe acá, engullida por la voluntad particular, haciendo imposible distinguir dónde comienza y termina la defensa justa e imparcial del ciudadano y dónde la trinchera que blinda los intereses, beneficios y prerrogativas que se desprenden del ejercicio del poder. No en balde el asombro del miembro del Comité de DD. HH de la Organización de Naciones Unidas (ONU), José Manuel Santos Pais, ante la parcializada defensa del Gobierno venezolano por parte del fiscal general, en el marco de la evaluación del cumplimiento de derechos civiles y políticos en Venezuela. Una anomalía que dejó de ser detectada como tal por quienes gobiernan; otro saldo de ese prolongado ejercicio del poder sin límites ni contrapesos, y que hoy también tiene impacto en el adecuado manejo de las funciones públicas y el desarrollo material de los países.

En 1926, no obstante, el juez de la Corte Suprema estadounidense, Louis D. Brandeis, advertía que la doctrina de separación de poderes no buscó tanto promover la eficiencia como impedir el ejercicio del poder arbitrario. “El propósito no era evitar la fricción”, sino “por medio de la inevitable fricción incidente a la distribución de los poderes gubernamentales entre tres departamentos, salvar al pueblo de la autocracia”. ​Pareciera que es al calor de ese choque y la articulación constructiva de las diferencias, que la mejor parte de la mezcla adquiere posibilidades de manifestarse.

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