Por Fco. Javier Duplá, s.j.
Uno puede exclamar al leer el título: “¿cómo que no acaba con la vida? Tantos parientes y amigos que murieron es evidente que su vida se acabó”. Se acabó, sí, tal como la experimentamos ahora, pero no acaba la vida definitiva. Eso es lo que nos dice el hermoso prefacio de la misa de difuntos: “Porque para los que en Ti creemos, Señor, la vida no termina, se transforma”.
Para los que tenemos fe en Jesucristo resucitado, creemos que Él nos resucitará. No sabemos en qué consiste esa resurrección, porque ahora vivimos en la dimensión corporal y en la dimensión temporal, y esa nueva vida no tiene esas dos dimensiones. No tendremos cuerpo, materia quebradiza, ni tampoco experimentaremos como ahora el paso del pasado, presente y futuro. Tenemos miedo a ese paso, porque no sabemos cómo será ese futuro y qué nos encontraremos en él. Pero confiamos en Dios, creador de todo, que sabe hacer cosas imprevisibles, magníficas, sorprendentes. ¿Qué pasa con la muerte de los que no creen en Dios, que viven una vida de violencia hacia los demás, de autocomplacencia, de indiferencia o rechazo de Dios? No lo sé, pero su vida es ejemplo de ceguera total, de cómo no hay que vivir.
Prosigue el prefacio de la misa de difuntos: “Y al deshacerse nuestra morada terrenal se nos prepara una mansión eterna en el cielo”. ¿Qué es la eternidad? Una ausencia de tiempo. Pero no es solamente eso. Es la seguridad de la inmortalidad, de la prolongación de la rica vivencia que se expresa con el término “mansión eterna”. Y esa vivencia consiste en la comunicación maravillosa con Dios, la Virgen, los santos, los parientes de cada uno que ya pasaron a vivirla. Esa vida es diferente, pero si es vida tiene que tener conciencia y, creo, sentimientos, aunque sin estar sujetos a las limitaciones del apoyo material actual. Además, estará abierta a otras dimensiones que ahora ni me puedo imaginar, precisamente porque son radicalmente distintas. ¿Qué quiere decir esto? No lo sé, solo intuyo una vida muy diferente y la forma más aproximada que tenemos de imaginarnos esa realidad es la experiencia mística de los santos. Su vivencia era tan rica, tan distinta también, tan plena, que no querían perderla. La encontraban además gratuita, un regalo inmenso, inmerecido, y eso creo que será la vida en el más allá, un regalo inmenso e inmerecido del que nos quiere a pesar de nuestra insignificancia.
Aunque somos seres sociales, en esta vida tenemos enormes dificultades para una comunicación plena y satisfactoria, que involucre toda la persona. Pienso que en el más allá esas dificultades quedarán superadas y podremos comunicarnos intuitiva y amorosamente con todos y de maneras sorprendentes e incansables. Esta comunicación, siempre renovada y sorprendente, tendrá su culminación en el encuentro con Dios, en la intuición de su ser, de una riqueza inimaginable e inesperada.
El encuentro con Dios Padre, con el Hijo y con el Espíritu transformará nuestro ser. El Padre –nombre apropiado para nuestra pequeñez conceptual– nos recibirá con amor. Ya llegaste, ya ves que valió la pena vivir de la fe. Y podremos comprender algo de su ser, que decimos infinito a falta de un vocablo mejor. Esa infinitud es creadora, pone en el ser lo que no existe, no solamente lo material –átomos y energía, planetas y galaxias–, sino lo inmaterial, lo espiritual – la capacidad de comprender y de amar, dones inmateriales que nos acercan a la esencia del ser. También encontraremos a Jesucristo, a quien sentimos ahora muy cercano, pero que nos sigue asombrando por esa unión hipostática que no comprendemos con nuestra mente limitada. Jesucristo en su cuerpo resucitado, como decimos ahora aunque no sabemos a qué corresponde esa expresión. Repasaremos con él tantos hechos y palabras que nos refieren los evangelios, y también nos contará otros muchos que ocurrieron y no están relatados, y nos desvelará algo del misterio de su unión con el Padre y el Espíritu.
Ahora no entendemos mucho el aliento de vida que trae el Espíritu Santo, pero entonces nos llenará por dentro y nos hará trinitarios. Resucitar es entrar en otras dimensiones, en otras maneras de entender, amar y ser, no sujetas a tantas limitaciones como ahora. El Espíritu impulsa a la comunicación de lo mejor de nosotros mismos; eso es lo que hizo en Pentecostés y desde entonces nunca se ha apagado su testimonio en la Iglesia. Comunicar, compartir, sintonizar, sentir lo mismo y alegrarse por ello. El Espíritu encarna la dimensión social de la Trinidad, que viviremos a plenitud en la otra vida, sin las limitaciones propias de nuestra condición terrena.
Esa vida inmortal tan llena de atractivo es lo que deseo a todos los que lean estas líneas y así la deseo también a los amigos y parientes de todos.