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Hacia una nueva estirpe

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Wooldy Edson Louidor

Wooldy Edson LouidorHace un año desde que Macondo (país invitado de honor de la feria de Libro de Bogotá, este año), Colombia, México, América Latina, la literatura y el periodismo (considerado por el Nobel de literatura colombiano como la profesión más bella del mundo), nos quedamos sin Gabriel García Márquez, más conocido como “Gabo”.

Quedamos huérfanos: sin Gabo, quien había ofrecido sus buenos oficios en más de una ocasión para facilitar los procesos de negociación de paz entre el Estado colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército Popular (FARC-EP).

Sin miedo a equivocarnos, podemos decir que la literatura, el ejercicio periodístico y los aportes de Gabo al mundo de la política (en las negociaciones de paz en su propio país, y en el acercamiento entre Fidel Castro y Bill Clinton, dos amigos personales suyos) responden al mismo y único objetivo de ayudar a romper con el hechizo de la soledad. El monólogo de las armas. El silencio sepulcral de la guerra. La carcomía del odio. El veneno del fratricidio. La neurosis del belicismo. El narcisismo del poder que se quiere reproducir a toda costa en todos los intersticios de la vida.

Romper con el hechizo de la soledad

En Cien años de soledad Gabo abre una hendidura en esta soledad “centenaria”, cuando Melquíades descifra los pergaminos y todo lo escrito en ellos desde siempre y para siempre “porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”.

De una manera a la vez mágica y real (así como todo lo que ocurre en el mundo de Macondo, donde la realidad es mágica y la magia real), los pergaminos nos invitan, como estirpes colombianas, latinoamericanas y humanas, a aprovechar una segunda oportunidad, para poner fin a los cien años de soledad y liberarnos de tan severa condena.

cien-anos-de-soledadSiempre hay y habrá una segunda oportunidad”: parece ser uno de los principales mensajes de Gabo en su obra maestra. Pero hay que saber aprovecharla, aceptando el dolor de las transiciones. De la guerra a la paz. De la soledad a la solidaridad. De la desigualdad a la equidad. Del odio al amor. De las rencillas al perdón y la reconciliación. Del miedo al atrevimiento.

Tenemos que aventurarnos a vivir otras formas de vida, otros estilos de existencia, otras maneras de hacer las cosas, otros modos de relación con nosotros mismos, con los demás, con la vida. Debemos experimentar gustosa y creativamente la otredad, la diferencia, la alteridad. Ser capaces de imaginar otra Colombia sin conflicto armado, otro México sin violencia, otro Haití sin pobreza, otra Quisqueya sin discriminación entre dos países hermanos (Haití y República Dominicana), otro mundo sin guerra. Sabiendo que la experiencia de las transiciones duele y duele mucho, además de tener muchos detractores y enemigos.

¿Echar más combustible a la guerra?

Es realmente triste que el pasado martes 14 de abril a las 11:30 de la noche, casi en la víspera de la conmemoración del primer año de la muerte del Premio Nobel de Literatura colombiano, el país haya vivido un acto atroz en el que murieron 11 hijos de esta patria dolorida. Sumándose al rosario de sufrimiento humano que han dejado “los fatales ciclos de la violencia del pasado”, parafraseando a Orlando Fals Borda.

Este episodio recalca de manera elocuente la única opción que nos puso uno de los padres de la sociología colombiana, el mismo Orlando Fals Borda: ¿Debemos “echar más combustible a la guerra”? ¿O “volvernos a civilizar y desarrollar otra mentalidad y otra actitud ante la vida, con una cosmovisión a tono con necesidad éticas actuales de reconstrucción, justicia y convivencia”?

La pregunta tiene mucho sentido en un contexto en que se fragiliza aún más el actual “proceso de paz” entre el gobierno colombiano del presidente Juan Manuel Santos y la guerrilla de las FARC-EP, cada vez que hechos sangrientos y condenables como el arriba mencionado surgen y menguan la legitimidad de las negociaciones.

Parece que la realidad en Colombia, principalmente en las regiones del país, camina a contracorriente con el proceso de paz en la Habana. En estos momentos de aparente contradicción necesitamos un nuevo aire, fresco, humano, humanista, que la política no puede brindarnos. Un aire de esperanza. Una luz de confianza para poder caminar en la oscuridad de la historia, en la penumbra de la realidad.

Las aves de mal agüero pululan, el discurso del belicismo irrumpe. Por eso, los amantes de la paz social tenemos que evocar, como Fals Borda, “la memoria de los ancestros y sus deidades anfibias, fiesteras y pacíficas” porque “las guerras contemporáneas, todas exógenas, no nos corresponden”.

Colombia, México, América Latina y el mundo, tenemos que apostar por un “nuevo ethos humanista” para poner fin a la carnicería humana, para detener la hemorragia de las olas de refugiados y desplazados que provocan estas guerras irrazonables y que, en el Mediterráneo por ejemplo, se están convirtiendo en una segunda tragedia, tanto o más horrífica, a la que seres humanos (tan humanos como todos nosotros) hacen frente en sus propios países de origen en África.

Es otro aporte siniestro de países de la Unión Europa a la ya de por sí terrible tragedia del continente negro, bajo el homicida pretexto de no brindar más “factores de atracción” a los solicitantes de refugio africanos al realizar labores de rescate en el Mediterráneo. Bajo el mismo pretexto se puso fin a la operación Mare Nostrum. Aceptando ser parte del problema y no de la solución.

¡Sacrificios inútiles que hacen tantos los guerreristas como los que no saben acoger a los que buscan y piden protección internacional, según una regla bien conocida del derecho internacional de los derechos humanos de los refugiados e incluso antes de la creación de los Estados nación modernos (por ejemplo, el sagrado derecho del asilo en la tradición de la Iglesia católica, de la inmunidad en las ciudades judías antiguas, de la ley de la hospitalidad en el mundo antiguo, etc.)!

La guerra y la negativa a brindar hospitalidad a quienes la necesitan para salvar sus vidas, ambas son formas de hostilidad. Como consecuencia de ello, la vida humana se sacrifica a diestra y siniestra, tanto en el mundo de los “bárbaros” como en el mundo “civilizado” y “democrático” de los occidentales. El mundo con sus acciones, omisiones e indiferencias participa, de alguna manera u otra, a esta tragedia “anunciada”.

El ser humano, sacrificado como carne de cañón, ahogado en el océano. La vida humana reducida a una vida animal, sin dignidad, sin derechos humanos. Sin protección. Sin protector. Sin precio. El derecho, la política, la comunidad internacional pierden sentido ante la profundidad y la inmensidad de este sufrimiento humano que se ve ad nauseam en los medios de comunicación, bajo el riesgo de ser banalizado y trivializado.

La migración como única alternativa

Tal horror del crimen no ha dejado intacto a intelectuales sensibles como Orlando Fals Borda, quienes no sólo estudiaron las causas de la violencia en Colombia, sino que sintieron también el sufrimiento de sus compatriotas. La máquina de la violencia es poderosa, no se detiene ante nada y se reproduce constantemente y con renovados mecanismos, nuevos actores (por ejemplo, con nuevos caudillos) e
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“Hay que volver a mirar las fotografías del primer tomo [de su famoso libro La violencia en Colombia, publicado en 1962, en coautoría con Germán Guzmán Campos y Eduardo Umaña Luna]: no sirvieron para disuadir a los criminales actuales o en potencia, porque las vimos repetidas veces en formas y con técnicas más evolucionadas, las motosierras por ejemplo, excelentes para un museo imaginario del horror en la historia de Colombia”, escribe indignado Fals Borda en el prólogo a la segunda presentación de su libro colectivo arriba mencionado.

Ante esto, “sólo los más aguantadores y rebeldes, o los más idealistas y patrióticos, nos hemos quedado en el ‘bello país colombiano’, sobrellevando el lastre criminal de la oligarquía bipardista y combatiéndola en diversos frentes con resultados aún inconclusos”, confiesa Fals Borda.

Quienes emigran no son traidores, o no es que no quieran a su propio país (según un prejuicio negativo muy difundido), sino que la misma violencia deshumaniza y la migración se presenta como una alternativa o quizás la única para seguir siendo humanos. Para salvar la propia humanidad, y la de los victimarios y sus cómplices por acción u omisión.

No se trata sólo del caso de un país en concreto, sino de muchos lugares del mundo, por ejemplo, México, Centroamérica, algunos países de África y el oriente Medio (y en gran medida el mundo, tal como lo dijo el papá Francisco, vamos rumbo a una tercera guerra mundial de manera paulatina) que viven en carne propia la violencia y que no dejan más opción para salvar la propia humanidad que emigrar.

Los caminos de la costa

Macondo es el país adonde tenemos que ir. A pesar de ser “tranquilo y dinámico en sus sutilezas y magias surrealistas”, nos indica el camino para ir a otra estirpe: la que puede y debe ser redimida de la violencia. La que tiene una segunda oportunidad y desea aprovecharla realmente. La que es mágica porque nace de nuestras manos, de nuestro propio encantamiento. La que escribimos en nuestros propios pergaminos. La que se atreve. La que camina sin miedo. La que imagina.

En su “socialismo raízal” (que estudio en una investigación sobre la propuesta de democracia cultural), Fals Borda encuentra esta estirpe en “aquellos pueblos de la vieja estirpe precolombiana, como los indígenas y los negros cimarrones, a los que se añadieron después los campesinos payeses y artesanos antiseñoriales provenientes de Hispania, y los colonos de la frontera agrícola”. Una estirpe forjada en “nuestra sociedad tropical”, dice el sociólogo costeño.

El diálogo entre costeños (de la talla del literato Gabriel García Márquez y del sociólogo Fals Borda) puede llevarnos a caminos insospechados: no hacia el progreso “linear” esperado, sino invitándonos sorprendente y creativamente a recoger lo valioso que dejamos detrás de nosotros como un legado para enfrentar el presente y el futuro. En particular, para hacer frente a esta “condena a cien años de soledad”, desde “el paradigma de la apertura, la participación, la tolerancia y la paz” y así “resolver por fin nuestro conflicto de medio siglo” y la deshumanización que vive el mundo actual, con su rosario de sufrimientos inútiles.

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