Amelia Arocha Robles
Estoy segura de que nunca en su vida barrió el piso de su casa. Estoy segura de que además nunca cocinó, nunca lavó su ropa ni nunca zurció una media.
Estoy segura de que cuando iba a algún restaurant, miraba con cierto aire de superioridad al mesonero que lo atendía y a veces –perverso- le limitaba la propina. Estoy segura de que veía con cierto desdén mezclado con lástima a quien le cuidaba el auto en la calle, e intercambiaba apenas cuatro palabras imprescindibles (y si eran menos, mejor) con la cajera del supermercado o a la recepcionista del consultorio médico.
En su vida “antes de” era quizás un estudiante de los últimos años de una buena universidad, o un recién graduado con pasantías en importantes empresas, o una joven promesa de su disciplina, o un profesional que escalaba rápidamente puestos en la compañía.
Desde niño seguramente se trazó un camino hacia el éxito profesional. Nunca le tocó más que dedicarse al cultivo de sí mismo, nunca se mentalizó que iba a hacer otra cosa. Su vida era estudiar y su destino graduarse y trabajar en una buena empresa.
A pesar del país en el que vivía.
A pesar del horror.
Pero a este joven le tocó migrar.
Y, como a él, a todos estos jóvenes venezolanos les tocó huir, salir corriendo de un país descuartizado.
Y ahora los veo aquí en Santiago de Chile (pero también están en Bogotá o Madrid, en Miami o Lima, en Londres o Buenos Aires y pare de contar…), los veo por todas partes, allí están los jóvenes venezolanos trabajando. Y siempre les pregunto qué hacen, de dónde vienen, cómo se sienten.
Veo, por ejemplo, a un ingeniero civil trabajando de garzón en un restaurant chino, a una arquitecta laborando en la cocina de un hotel, a una abogada lavando baños, a una publicista pintando uñas a domicilio, a una médico haciendo de recepcionista en un consultorio odontológico, a una psicóloga atendiendo llamadas en un call center, a un periodista cargando cajas en un almacén, a un administrador de empresas haciendo empanadas venezolanas y vendiéndolas en los alrededores del mercado La Vega.
Ninguno se queja.
Ninguno critica.
Les toca limpiar pisos, fregar platos, trabajar hasta muy tarde en la noche. Lo que nunca.
Pero repito.
Ninguno se queja.
Ninguno critica.
Están contentos.
Y cuando tienen un ratico libre se compran un vino y, en la azotea de uno de esos edificios del centro que están llenos de venezolanos, donde hay piscina y gimnasio, ponen música y comparten con sus amigos. Crean lazos familiares con sus vecinos o sus compañeros de la pega. Se imaginan a su mamá en otras señoras, se inventan hermanos entre los demás compatriotas. Tienen como mesa familiar un chat de whatsapp o un grupo de Facebook.
Parecen alegres, pero también están tristes.
Como los sobrevivientes en un bote salvavidas.
Pero de pronto pienso que esos chicos, esa generación de venezolanos profesionales que están pasando trabajo, que lloran a los suyos, que están “echándole bola” (trabajando duro, para los lectores chilenos), van a ser una gran generación. Porque estos muchachos tienen la formación profesional, pero a la vez están aprendiendo una importante lección de humildad, de ponerse en el lugar del otro, de entender el valor de las labores más sencillas. Están aprendiendo que detrás de cada oficio hay un ser humano, que nadie es mejor que el otro.
Además, están aprendiendo a entender otro país, otra cultura, otras voces, otras formas. Están aprendiendo –literalmente- a ganarse el pan con el sudor de su frente, de sus piernas, de sus brazos, de sus hombros.
Quiero creer que esta generación será más fuerte. Que será también más bondadosa. Cuando el ingeniero encuentre trabajo en una empresa minera, ya no mirará con menosprecio al garzón que lo atiende en el restaurant; cuando la doctora trabaje en una clínica valorará la labor de su recepcionista (o tal vez el ingeniero se quede por mucho tiempo como garzón y la médico como recepcionista, y descubran que la vida también así es bella). Eso sí, cuando ellos vean a una persona vendiendo comida en la calle, la mirarán a los ojos, le preguntarán cómo está, le contarán su propia historia, le darán aliento.
Creo que no solo estos muchachos ganarán, como individuos, con esta vivencia migrante. También ganará Chile (o el país que los reciba) porque serán ciudadanos agradecidos con la nación que les dio una oportunidad y la asumirán –y defenderán- como suya. Por eso, cuando en Chile (o en otros países receptores) se abre el debate sobre la migración, yo me pregunto si quienes critican la presencia de extranjeros han reflexionado sobre lo que la experiencia migrante significa para el ser humano, cuánto transforma, cuánto nutre, cuánto potencia.
Migrar es un postgrado.
Si mis jóvenes paisanos se quedan en Chile, aportarán su bagaje, sus músculos, su intelecto, y serán hijos de dos naciones.
Y si algún día vuelven a Venezuela, llegarán nutridos de ánimos de reconstrucción y con fortaleza de luchadores. Han aprendido a valorar lo suyo desde la distancia. Además, nunca perderán los vínculos (ni la gratitud) con el país que los acogió.
Siento que lo mejor que pudo pasarle a Venezuela es esta generación de profesionales que limpian pisos en otras tierras. Porque sin duda ellos serán mejores personas que todos nosotros. Mejores venezolanos y mejores ciudadanos del mundo.