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El Santo Tomás de G. K. Chesterton

5.1.1_Triunfo de Santo Tomás de Aquino_BENOZZO GOZZOLI

“Chesterton acepta el encargo y pone manos a la obra a su manera, tan particular. Más que un trabajo erudito, para lo cual carecía de preparación, o una biografía, de obligada labor de investigación histórica, hace una semblanza en la cual logra capturar al personaje, su actitud vital y el núcleo de su pensamiento”

Por Rafael Tomás Caldera*

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Gilbert Keith Chesterton había escrito (1923) un pequeño libro sobre san Francisco de Asís, que fue muy bien recibido. Le encargaron entonces, años después, uno sobre santo Tomás de Aquino, tan diferente al poverello en tantas cosas salvo el punto esencial de sus vidas: su amor a Jesucristo.

               Ambos son figuras del medioevo con una privilegiada vigencia. Francisco por el modelo de su espiritualidad, su amor a la pobreza, su condición de juglar de Dios por los caminos. No por casualidad el cardenal Bergoglio, jesuita, al ser elegido papa tomó el nombre de Francisco, sin precedente en la historia del pontificado romano.

Santo Tomas de Aquino / Carlo Crivelli

               Santo Tomás de Aquino, de quien se conmemoran este año los ochocientos años de su nacimiento, es autor de obligada consulta y maestro de generaciones enteras de brillantes pensadores. Alasdair Mac Intyre, venido del marxismo en su juventud, ha sido de los últimos en llegar. Desde que León XIII relanzara, con la encíclica Aeterni Patris (1879) el estudio de sus obras en el seno de la Iglesia, las publicaciones tomistas llenan bibliotecas enteras.

               Chesterton acepta el encargo y pone manos a la obra a su manera, tan particular. Más que un trabajo erudito, para lo cual carecía de preparación, o una biografía, de obligada labor de investigación histórica, hace una semblanza en la cual logra capturar al personaje, su actitud vital y el núcleo de su pensamiento. El libro, podemos decir, resultó una paradoja (tan amadas por Chesterton) porque, carente de erudición tomista, errado a veces en algunos datos (pero ya dijimos que no es una biografía), acierta de tal manera en la presentación del Aquinate que ha sido reconocido como una pequeña obra maestra, todavía “… la mejor introducción a la mente y el corazón del Doctor Angélico” (Anton Pegis).

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Jean Guitton decía de sí mismo que él guittonizaba todo lo que tocaba. Con la picardía con la que era capaz de referirse a lo suyo más personal, significaba con ello cómo se apropiaba de los temas objeto de su estudio y meditación. De Chesterton puede decirse algo semejante. Así Knox: “Su vida de Dickens es una realización admirable, pero es en realidad la filosofía chestertoniana como ilustrada por la vida de Dickens”. Sin embargo, Ralph McInerny no dudó en afirmar que era lo mejor que había leído sobre Dickens.

               ¿Qué explica esta paradoja de una aproximación tan personal a un tema o a un autor que, sin embargo, como su breve obra sobre santo Tomás, puede hacer desesperar a alguien como Étienne Gilson, que habiendo estudiado toda la vida la obra del santo, “jamás podría haber escrito un libro como el suyo”?

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Antes de dedicarse a escribir, Chesterton se inició en la pintura en su juventud. Tiene así mucha conciencia de cómo la forma “no es superficial sino fundamental”. Buscará por ello, si podemos decirlo, la forma del personaje. Dirá entonces, al recordar algunas anécdotas de santo Tomás que, a pesar de ser pocas las que tenemos, tienen “una viveza peculiar si visualizamos el tipo del hombre”.

               Se detiene en particular en la conocida anécdota del santo en la corte del rey de Francia. Invitado a un banquete, Tomás, ya sentado a la mesa –podemos imaginar que más bien a distancia de la cabecera, no en los primeros puestos–, se sume en profunda meditación como era su costumbre. En ese trance, da de repente un puñetazo que sacude la mesa, al tiempo que dice: Y esto resuelve lo de los maniqueos.

               La sorpresa asoma en las caras de los convidados, que no dejarían de pensar en la falta de cortesía de aquel rudo fraile, al parecer descuidado de la presencia del rey. Pero Luis IX lo conocía bien (no recoge Chesterton que el rey santo enviaba consultas por escrito al sabio doctor dominico) y, lejos de hacerse eco del alboroto, mandó a un escribiente para que tomara nota del argumento al que habría llegado santo Tomás en su meditación.

               Chesterton se detiene en la anécdota no solo porque nos da como una instantánea del personaje medieval –de ambos personajes, el monje y el rey, añade–, sino porque en ella se ponen de manifiesto dos puntos de mucha importancia para su comprensión.

               Primero, el inquebrantable amor a la verdad que profesaba Tomás. Nada le interesaba más. Contemplando un día la ciudad de París desde una colina, alguno de sus estudiantes le dijo: ¿No querríais una ciudad así? A lo cual respondió: preferiría tener el manuscrito del comentario de san Juan Crisóstomo sobre san Mateo. En suma, la verdad, no la gloria ni la riqueza.

               Hay, sin embargo, otro aspecto al que, con toda razón, Chesterton atribuye mucha importancia y que nos introduce en el núcleo de su obra: la refutación de los maniqueos.

Lo que se llama la filosofía maniquea –escribe– ha tenido muchas formas […] Pero, de una u otra manera, es siempre una noción de que la naturaleza es mala o que el mal está, en fin de cuentas, arraigado en la naturaleza. El punto esencial es entonces que como el mal tiene raíces en la naturaleza, tiene así derechos en la naturaleza. Lo malo (wrong) tiene tanto derecho a existir como lo bueno (right).

               Ese dualismo maniqueo que concibe una realidad compuesta de bien y de mal, por haber sido originada en un principio bueno y uno malo, ha sido recurrente en la historia del pensamiento y aun hoy no deja de alimentar las dicotomías del movimiento woke. La postura de santo Tomás, articulada luego en argumentos racionales, encierra una visión positiva de lo real y con ello una actitud y como una atmósfera –primaria y quizá inconsciente en él, dice Chesterton– que solo puede expresarse “por un término periodístico bastante barato” y llamarlo optimismo. Se traduce en la tesis de que lo real es bueno. No hay cosas malas sino solo malos usos de las cosas. “Si se quiere, no hay cosas malas sino tan solo malos pensamientos y, especialmente, malas intenciones”.

               Es una postura que encierra su comprensión metafísica de lo real y que se alimenta de su fe en Dios. Leemos en el Génesis, a cada tramo de la creación, cómo Dios vio lo que había hecho y vio que era bueno. Chesterton tiene entonces una divertida ocurrencia: así como, en el uso de algunas órdenes religiosas, las personas toman un título que añaden a su nombre –Juan de la Cruz, por ejemplo–, podría llamarse a nuestro santo Tomás del Creador, por esa cualidad de su mente, “llena y empapada –como con luz del sol– con la calidez de lo maravilloso de las cosas creadas”.

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Esta actitud positiva se reflejará de inmediato en el modo de argumentar. Afamado polemista, Chesterton –proyectando quizá su propia manera de ser– dice del “enorme apetito de controversia” de santo Tomás y cómo entiende lo que muchos defensores de la ortodoxia no suelen entender, a saber: que debe argumentarse (cuando sea oportuno argumentar) sobre la base de lo que afirma el oponente. No tiene sentido decirle al ateo que es ateo o pensar que se puede forzar a alguien a admitir que está equivocado, razonando a partir de principios que él no acepta.

Santo Tomas de Aquino / Antonio del Castillo Saavedra

               Santo Tomás afirma, por ejemplo (en el primer libro de la Suma contra Gentiles, capítulo 2), que podemos disputar con los herejes a partir del Nuevo Testamento y con los judíos sobre la base del Antiguo. Pero con los musulmanes y, en general, con quienes no aceptan las Escrituras, hemos de recurrir a la razón natural, común a todos los humanos. 

               Es una manera de argumentar que pretende no simplemente mostrar ante terceros el error de alguien sino, en lo posible, ganarlo para la verdad, que no había visto. Todo ello con ánimo sereno –in tranquillitate–, sin ofender o irritar al otro. Aunque, dirá Chesterton, desafortunadamente, un buen carácter causa a veces más irritación que uno malo.

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Lo más importante de su ensayo, lo que más nos llena de admiración, es su presentación in nuce del pensamiento metafísico de santo Tomás. Ha mencionado que Tomás es un santo, un teólogo, un filósofo: en ese orden. Rehúsa tratar de la santidad del Aquinate (aunque hace referencia de pasada a algún hecho milagroso). Sabe, por otra parte, que no podría presentar un esbozo de su teología en el corto espacio de su libro. Tampoco tenía la preparación para hacerlo. En cambio, con todas las cautelas, no duda en ofrecernos su interpretación de esta tomasiana filosofía del sentido común, en la cual el santo ha recogido el legado de Aristóteles.

               Por lo pronto, se valdrá de una experiencia suya temprana para llevarnos a la cuestión. “Sin pretender abarcar en tales límites la idea tomista esencial, se me puede permitir lanzar una especie de versión tosca de la pregunta fundamental, que –pienso– yo mismo he conocido, consciente o inconscientemente, desde mi infancia”. Plantea entonces: cuando un niño ve el jardín a través de la ventana, ¿qué ve?, ¿qué sabe? Las respuestas han variado mucho, desde la de quien dice que solo ve una mancha de color, reflejada en su retina, hasta la de quien dice que tan solo está consciente de su conciencia. No anotemos los comentarios de Chesterton a las diversas posturas, suma de sentido común. Sigamos:

Interviniendo de repente en esta querella de cuarto infantil, dice [santo Tomás] con énfasis que el niño está consciente del Ens. Mucho antes de saber que la grama es grama, o que el yo es un yo, sabe que algo es algo. Quizá sería mejor decir muy enfáticamente (con un golpe en la mesa) Hay un Es.

O, en la muy exacta fórmula del inglés: “There is an Is”.

               En esa fórmula, Chesterton no solo recoge la primordial afirmación de lo real –que “algo es algo”–, sino el principio mismo de la conciencia: la captación del ser. No el ser en universal sino un ente –algo que es–, captado sin embargo y precisamente como un es.

               Ante esta magistral presentación, uno puede sentir, como se ha dicho, que Chesterton hace avergonzarse a los eruditos. Ha llegado, en un momento, a lo que puede costar mucho tiempo de estudio. Así, con referencia a la afirmación de santo Tomás: primo in intellectu cadit ens, el ser (ens) es lo primero conocido, pudo escribir Joseph Rassam en su breviario de introducción a la metafísica: “Esta simple afirmación contiene toda la metafísica de santo Tomás, desde el análisis de la realidad concreta hasta las pruebas de la existencia de Dios”.

               Chesterton argumentará enseguida cómo, afirmado esto, la mente entra en posesión del primero de sus juicios, el principio de no contradicción. Es aparente al instante –dice–, incluso para el niño, que no puede haber al mismo tiempo afirmación y negación (contradicción) de algo.

               La afirmación de que algo es, como principio de la conciencia, lo llevará luego a compaginar la realidad del cambio –ese llegar a ser y dejar de ser de nuestra experiencia ordinaria– con el ser mismo, así como a la afirmación de una alteridad no reductible a lo Uno. Insistió en esto al ver superado de esta manera tanto el monismo oriental como las doctrinas del flujo.

               La comprensión, por otra parte, del límite intrínseco del ente –que llamamos esencia–, así como de su llegar a ser, le permitirá elevar el razonamiento al Ser puro del cual deriva todo lo real.

               Lo esencial del sentido común tomista, dirá, es que hay dos agencias en acción: la realidad y el reconocimiento de la realidad, cuya unión es una suerte de matrimonio, un verdadero matrimonio fecundo. Y se esforzará en describir –aunque fracasa al hacerlo, nos dice–

[…] la poesía elemental y primitiva que brilla a través de todos sus pensamientos, especialmente a través del pensamiento con el cual comienza todo su pensar. Es la intensa rectitud de su sentido de relación entre la mente y la cosa real fuera de la mente. 

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¿Cómo ha sido posible esta honda captación de una filosofía, casi como sin esfuerzo?

               No sería aventurado decir que Chesterton vivía la metafísica de santo Tomás, lo cual establecía entre ellos una afinidad profunda, una verdadera sintonía, anterior a todo discurso.

G. K. Chesterton

               Es verdad que en la última edición de su clásica obra Le thomisme, Gilson anotaba en el prólogo: “Hay una ‘ley de las conciencias cerradas’. La de un genio tan amplio como santo Tomás de Aquino no se dejará quizá penetrar nunca verdaderamente”. Sin embargo, en uno de sus ensayos, él mismo nos aporta una clave importante al respecto: “Si se me pidiera que resuma el principal ejemplo que nos ha dado nuestro maestro respondería: es el ejemplo de una indeclinable voluntad de saber, unida a un respeto intelectual absoluto por la verdad”. Y más adelante: “La vida intelectual, entonces, es ‘intelectual’ porque es conocimiento, pero es ‘vida’ porque es amor”. 

               Al igual que Tomás, Gilbert Keith Chesterton vivió –con enorme vitalidad– esa “modesta búsqueda de la verdad” (I Contra Gentiles, 5) de quien sabe que su razón no es la medida de la realidad entera. 

               El amor a la verdad y una pureza de corazón, que no empañaba la soberbia, les ha permitido coincidir y maravillarse en la constante contemplación de lo real.



*Doctor en Filosofía por la Universidad de Friburgo (1974). Profesor titular del Departamento de Filosofía de la Universidad Simón Bolívar. Individuo de número de la Academia Venezolana de la Lengua. Miembro de la Sociedad Venezolana de Filosofía y la Academia Pontificia de Santo Tomás de Aquino.

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