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Aprendamos a ser agradecidos

Foto 1_Crédito_ Centro Loyola (1)

Por Luis Ovando Hernández, s.j.

Enfermo, solo y juzgado por los demás

No sabe exactamente cuándo y cómo sucedió, pero un buen día se halló enfermo. No se trata de una simple gripe, pasajera, o de un efímero dolor de cabeza.

Su piel se ve distinta; paulatinamente se cubre de póstulas. Estas “úlceras” epidérmicas amenazan con conquistar su cuerpo por entero, ensañándose particularmente con sus partes blandas, sobresalientes, dejando claro que, en un arco de tiempo relativamente corto, no serán más que muñones de carne informe adherida al esqueleto.

La lepra avanza inmisericorde, agresivamente planta bandera allí donde se instala; no existe cura para este morbo. Una vez confirmado el diagnóstico, el leproso será sometido al ostracismo.

La ley lo obliga a abandonar a la familia, los amigos, la ciudad, su cotidianidad. Él deberá padecer, no solo la enfermedad, sino la soledad; sus relaciones con los demás se han de limitar, deberá vagar agitando un cencerro, alertando a las personas de su abominable presencia, de modo que le pongan distancia y así evitar el contagio.

Queda aún un lastre. A la lepra en tanto que enfermedad, se le ha sumado la soledad; pero no basta. Falta un eslabón a añadir a la cadena: si se enfermó de lepra es porque pecó. Si pecó, debe ser castigado. El castigo no es otro que la lepra. Dios lo castigó por haber pecado. Y sus paisanos se preguntan por la naturaleza del pecado, dada la pesada punición.

Que sea un leproso, es decir una persona enferma, sola y juzgada por los demás, no le impide buscar eventuales soluciones a la única realidad en la que tiene alguna posibilidad de maniobra: la soledad.

Se junta con otros “como él”, para espantar la soledad, para restaurar las relaciones interpersonales; si “los mancos se juntan para rascarse”, los leprosos se buscan para acompañarse; él pertenece a una comunidad.

Entre Samaria y Galilea, camino de Jerusalén

Él y sus amigos oyeron hablar de Jesús; su “rumor” llegó a sus oídos. Su corazón está agitado, sus ojos brillan con la luz de la esperanza. El Nazareno puede curar a los diez, porque Él es Médico y medicina: y él está enfermo, necesitado de médico. Sus orejas corroídas ya oyeron las palabras divinas: “tus pecados te son perdonados; no son los sanos quienes necesitan el médico, sino los enfermos”. Y él está enfermo, se repetía. Y él es pecador, insistía. Para él, vino Jesús.

Él y sus amigos no quieren “contaminarlo” con su presencia. Quieren curarse sin comportar daño alguno al Nazareno. De ahí que pidan la gracia, pero de lejos, sin acortar la distancia. Él ha oído que el poder para servir y sanar de Jesús no conoce distancia; es capaz de curar no obstante las circunstancias.

Gritan desesperados, pidiendo a Dios se apiade de ellos. El Señor acoge sus súplicas, y sin acortar distancia, su autoridad servicial se impone a la enfermedad. Están curados. Pero deben respetar la ley, todos. Jesús conoce la ley, la respeta y la promueve: les pide presentarse al sacerdote, que dé fe de su curación y devuelva al antiguo leproso a la comunidad y a su diario.

Él sabe que, en rigor, hasta que el sacerdote no pronuncie su diagnóstico, él no puede considerarse “curado”, no debe aproximarse a nadie, porque, aunque la lepra se fue, no se tiene la garantía de que haya sido en manera definitiva. Esto lo determina únicamente el sacerdote.

Pero él no está para estas consideraciones de filigrana. No logra contener la avalancha de emociones que prueba. Solo quiere arrodillarse ante su Médico Jesús y decir: ¡Gracias! No importa si es considerado “pagano” por la sencilla razón de ser samaritano, no importa si no tiene el “Green pass” que testifica que no puede contaminar a nadie. Nada importa, salvo una cosa: demostrar su agradecimiento.

Las gracias son dadas a Aquel que va camino a su muerte. Ironías de la vida: quien devuelve a la vida al samaritano, es el mismo que va camino de su Pasión y muerte. Hermosa forma de anticiparnos la razón de la injusta muerte de Jesucristo.

Hoy día, no está sencillo esto de vivir con un espíritu de agradecimiento

Noticias provenientes de varias partes del mundo, que nos afectan en mayor o menor grado, podrían dar pie a pensar que no existan motivos por los que sentirnos agradecidos; es más, experimentamos que la amargura se nos estacionó en los labios, para no irse más.

Guerras enconadas, que alejan la paz del horizonte; golpes de Estado en el arco de pocos meses, que conllevan automáticamente masacres irrefrenables y sufrimientos sinsentido; desastres naturales, que devienen crisis humanitarias para los empobrecidos; cálculos gélidos, apoyados en los propios y desnudos intereses, que llevan al trueque de evidentemente condenados por injustamente encarcelados.

No está fácil decir: ¡Gracias! Sin embargo, esta otra cara es parte de la única moneda que es la realidad. Aprendamos a ser agradecidos en las buenas, en las no tan buenas y, obviamente, en las malas.

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