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¿A quién enviaré?

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Por Luis Ovando, s.j.*

Una particularidad única del Dios que Jesús nos reveló, está en el hecho de que requiera de nosotros para poder completar su obra creadora. A diferencia de otros dioses, Dios Padre no compromete mínimamente su “omnipotencia” al solicitar nuestra ayuda para que colaboremos con su Reino.

Nosotros somos los colaboradores de la misión de Cristo. Es lo que mejor nos distingue, y una de las más bellas ofertas recibidas para dar sentido a la propia vida. A diferencia de las banderas enarboladas por la modernidad líquida, los tiempos de posverdad y la generación Z, hombres de todos los tiempos y lugares hemos aceptado la invitación a entregar la vida por completo en semejante empresa.

La Palabra

En la línea de lo apenas dicho, si nos fijamos en la liturgia del próximo domingo, notamos un “esquema” que se repite en todas las lecturas. En primer lugar, nos damos cuenta de que la iniciativa de la historia “para que la tierra se convierta en cielo” es del mismo Dios.

Es el Señor quien llama a Isaías, y Jesús hace lo propio con Pablo, con Pedro, con Santiago y con Juan.

La manera que tiene Dios Padre de llamar a los hombres a colaborar con Él es mediante su Palabra. Que se dirija a nosotros es la vía concreta para significar que la iniciativa es suya; es Él quien inicia el diálogo, quien abre la conversación, haciéndonos partícipes de la misma, “capacitándonos” no solo para escucharlo, sino para comprender el mensaje que nos dirige. De parte nuestra, la mejor forma de responder es oyéndolo atentamente (para quien crea que “oír” es una actitud demasiado pasiva, haga la prueba de escuchar atentamente a otro, sin distraerse en lo más mínimo).

De igual modo que Dios y Jesús hablaron a las personas de entonces, hoy día lo hacen con todos nosotros. La diferencia entre los hombres del pasado y nosotros, podría estar en que estamos ambiental e individualmente más distraídos.

La toma de conciencia

De la escucha de la Palabra, de la presencia hecha realidad a través del mensaje, los hombres nos damos cuenta de la propia condición, de las limitaciones que nos habitan: Isaías se percibe culpable, Pablo se ve a sí mismo como un aborto y Pedro reconoce ante Jesús que es un pecador y que lo mejor que puede hacer el Señor es alejarse de él.

Dios entonces se presenta con todo su poder: purifica los labios del futuro profeta, coloca en manos de Pablo una tradición a la que debe dar continuidad, y a Pedro, sin sacarlo de su condición de hombre de mar, lo abre a un trabajo mayor, trascendental.

Aquí radica la “omnipotencia” de Dios, que se distancia de los “poderosos”, pues Él se vale de su poder, no para subyugar y esclavizar, sino para que seamos mejores, crezcamos, lleguemos a la estatura con que Él nos ve y que supera de sobremanera la imagen que solemos tener de nosotros mismos.

La llamada

La expresión por antonomasia del poder divino es el perdón. La manifestación de su poderío está en su misericordia, en que su corazón se llena de amor, especialmente por los pecadores y excluidos de todo tipo, en todo momento y lugar.

Al perdón le sigue la invitación a colaborar con su misión, a trasmitir a los demás esto que ya es una “tradición”. Es decir, que Él se comporta con todos de igual forma que hizo con nosotros pecadores.

Isaías es llamado a ser su profeta. Pablo a ser Apóstol (la palabra significa literalmente “enviado”), y Pedro y sus amigos a convertirse en pescadores de hombres. Todos ellos aceptaron la llamada.

La misión

Quienes aceptaron la invitación de hacerse colaboradores de la misión de Cristo son los oyentes de la Palabra, perdonados y ahora con una tarea.

La tarea que llevamos entre manos es la continuidad del mensaje de salvación, que no es otro que todos somos hijos de un mismo Padre y hermanos de Jesucristo. La filiación y la fraternidad se convierten así en los pilares que sostienen el Reinado de Dios.

Esta proclamación tiene sus inconvenientes y penas, pues está dirigida a un mundo “distraído” y en no pocas ocasiones sordo. La noticia de Jesús no es considerada “buena” por todos, y ello nos coloca en la situación de ir a contracorriente con frecuencia, experimentando la soledad que daña las entrañas y arruga el corazón.

Pero la Palabra tiene asimismo sus ventajas y alicientes: nos agracia, nos da valor para el camino, coloca una canción en nuestra boca, da sentido a la existencia y nos salva.

“¿A quién enviaré?”, dice la primera lectura. “Aquí estoy, envíame”, es la respuesta.

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