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Edificio Centro Valores, local 2, Esquina de la Luneta, Caracas, Venezuela.

Violencia en el fútbol venezolano: La intolerancia toma las gradas

Javier Contreras

Estadio-Metropolitano-Lara

Lo ocurrido el domingo 2 de noviembre en el estadio Metropolitano de Cabudare, Estado Lara, es una nueva expresión de lo que se viene repitiendo con frecuencia en distintos escenarios del país en los que se juega el campeonato de fútbol profesional. Un hecho violento y de alteración al orden público marcó la jornada cuando, por estar en desacuerdo con una decisión arbitral en contra de los locales, parte de los asistentes reaccionaron lanzando objetos al campo de juego, para posteriormente terminar en un enfrentamiento con la policía.

Ante la repetición de lo que parece ser un guión bien aprendido y muy bien ejecutado por parte de  los llamados barras bravas, señalar el lugar y el día del evento, los equipos que jugaban y el arbitró que dirigió el encuentro resulta anecdótico. Lo que sucedió en Cabudare no difiere de lo que ha acontecido reiteradamente en el estadio polideportivo de Pueblo nuevo, San Cristóbal, Estado Táchira, en el estadio olímpico de la UCV, o en el estadio La Carolina de Barinas, sólo por citar algunos ejemplos.

Comprender que se está ante una realidad que se hace visible, con mayor claridad ahora que anteriormente, es reconocer que esta realidad no apareció fortuitamente, ni su instalación fue repentina. Los gérmenes de las conductas violentas que manifiesta parte de la afición futbolística venezolana (nunca olvidar que son  grupos minoritarios los que van al estadio predispuestos a causar conflicto) se pueden ubicar, al menos, en dos situaciones: la importación de modos propios de las barras de los equipos del cono sur, Argentina principalmente; y la atmósfera de hostilidad y rudeza en la que se desenvuelven las interrelaciones diarias del venezolano.

El Fútbol como canal de drenaje

Con la rutina a cuestas y con los no pocos sinsabores de la vida diaria, el partido del domingo es para algunos la ocasión ideal de distraerse, hacerle una gambeta a la cotidianidad y agradecer que el equipo del que se siente parte le regala una alegría, que por efímera no deja de ser alegría; si el destino dispone lo contrario y su equipo es derrotado, la tristeza también es efímera,  y con algún gesto de impotencia mediante, el amor que siente por sus colores lo llena de esperanza hasta el próximo domingo. Así vive el fútbol la mayoría de venezolanos,  lamentablemente no todos.

La minoría de los que van a un juego de fútbol lo hacen con la actitud de quien se siente dueño del equipo, de sus colores y del estadio en el que juegan. Ser dueño lo habilita para hacer todo lo que desee, incluyendo tratar a su antojo a los visitantes, que ya por definición son tildados como los enemigos de turno. Empeora la situación, y de eso hay tristes evidencias históricas, cuando el calendario marca un clásico, un juego en el que parece estar disputándose el honor de una región, o cuando menos, la virilidad de jugadores y fanáticos. En este panorama no pueden sorprender los desmanes que suelen ocurrir en este tipo de partidos.

Quienes deciden ir al estadio para volcar allí su prepotencia, para mostrar un comportamiento agresivo, para esperar la más mínima escaramuza (si no la encuentran entonces la provocan), son precisamente aquellos que hacen del escenario una extensión de su entorno y colocan al partido de fútbol como una más de sus batallas, en la que lo único que tienen que hacer es replicar comportamientos que se han constituido en su manera de vivir. Sus luchas están garantizadas, el adversario, tenga el color y el nombre que tenga, debe pagar la osadía de representar otros intereses y peor aún, pretender triunfar.

Bandera: Colores que cubren la discriminación

Asociar el color de la sangre de un fanático con el de los colores de su equipo no es, a simple vista, algo que pase del folklore deportivo, por lo que no genera preocupación alguna. Mas cuando a esa afirmación la acompaña una actitud beligerante y esa actitud es compartida por un colectivo, lo que en un primer momento parecía jocosidad se puede tornar en violencia potencial que, ante el más sutil estimulo pasará a ser acto.

Asombra la facilidad con la que se encuentran justificaciones para agredir verbal y físicamente a toda persona que directamente (jugadores, cuerpo técnico, afición) o indirectamente (arbitro, comentaristas y narradores) esté relacionada con el equipo contrario. Con múltiples variaciones, dependiendo de quien las formule, la excusa para los actos violentos gira en torno a una idea: Nos irrespetaron, no saben en la que se metieron.

Tras esas dos expresiones se esconde la discriminación, un impulso que lleva a negar la validez de la presencia del otro, y hay que hacerle sentir que ser otro, con lo que  eso implica en cuanto a preferencias encontradas, tiene su precio. Ante la irracionalidad de ese comportamiento se alude, esperando ser asistido por lo histórico – simbólico,  al peso que tienen los colores de la bandera del equipo del que a esta altura ya no se es admirador, se es defensor. Este rol explica, para los violentos, el valor de sus actos y la necesidad de realizarlos.

Vinotinto que adormece

Ante el crecimiento que ha mostrado la selección nacional de fútbol, ha sido difícil hacer una evaluación seria del estado general del campeonato local. Ciertamente la vinotinto ha regalado gratos momentos al país, y hasta el mes de junio mantuvo aspiraciones concretas de alcanzar un cupo para el mundial de Brasil. Pero nada, absolutamente nada de lo logrado por la selección nacional, se tradujo en cambios positivos para el campeonato local.

Como si de una resaca se tratara, ahora que culminaron las eliminatorias sudamericanas, se observa, al desnudo, la realidad del torneo venezolano. Estadios con poco público, gramados en malas condiciones, conflictividad permanente en las gradas y los alrededores de los escenarios, se convierten en las constantes que rodean a un deporte cuyo ente regulador, La Federación Venezolana de Fútbol (FVF), no ha sabido fortalecer proporcionalmente a lo que ha sido el desarrollo deportivo y comercial de la vinotinto.

Importante destacar que también desde la FVF se mandan mensajes que denotan prepotencia y soberbia. No son pocos los episodios en los que el Director técnico de la selección ha evidenciado incapacidad para el dialogo con sectores de la prensa deportiva (nacional y extranjera), con simpatizantes del equipo, e incluso, con dirigentes de otras selecciones del continente. Bajar la crispación y favorecer espacios de encuentro en el deporte no depende exclusivamente del público, es tarea de todos los que conforman este entorno futbolístico, principalmente de los que ocupan cargos gerenciales y los medios de comunicación.

A tiempo para remontar

Preocupa el ambiente de conflictividad que se ha ido instalando paulatinamente en los estadios de fútbol en Venezuela, es lamentable que lo que se espera sea una fiesta, no en pocas ocasiones termine en violencia, agota esperar que las mejoras del seleccionado nacional se trasladen al fútbol local, tanto en el nivel competitivo como en lo organizacional. Esa desazón se profundiza cuando se experimenta la sensación de transferencia de irracionalidad, agresividad y desconocimiento de lo distinto, de los entornos sociales a los deportivos, si es que pueden imaginarse separados.

Afortunadamente se pueden encontrar, junto a lo anteriormente expuesto, atisbos de lucidez  en muchos aficionados, dirigentes y periodistas deportivos, quienes intentan aportar elementos de enriquecimiento al fútbol nacional. Con ellos y con todos lo que se esfuerzan por frenar la delincuencia disfrazada de sentimiento, por desenmascarar la intolerancia agazapada detrás de una bandera, por evitar la embriaguez de lo momentáneo, hay que comprometerse para erradicar la discriminación, en cualquiera de sus formas, de los estadios de fútbol, y contribuir así a erradicarla de todos los ámbitos en los que se desenvuelven las relaciones colectivas.

Que el deporte en general, y el fútbol en particular puedan cumplir  las reglas que le han ido dando forma a través de los años, en donde el equipo contrario no es más que el adversario, nunca el enemigo, es una meta alcanzable, siempre que se tenga en cuenta que el honor y la grandeza de un club deportivo no depende sólo del resultado. Se entrena para ganar y la mentalidad ganadora es positiva, lo inaceptable (hasta el límite de lo absurdo) es no contemplar la posibilidad de perder, lo que genera reacciones descontroladas cuando eso ocurre; igual sucede cundo se gana y no existe la mínima sensatez para no hacer de ese triunfo un motivo para la humillación y discriminación del otro.

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