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Ser tocados por Dios, nos abre a la esperanza. V domingo de cuaresma. Ciclo C. 

Foto 1

Alfredo Infante, s.j.*

La misericordia de Dios desata en nuestras vidas una fuerza interior incontenible que inflama nuestro corazón de esperanza y nos renueva la vida.

Como hombres y mujeres de fe, en el camino de nuestra vida, en los momentos más adversos, hemos experimentado la fuerza interior de Dios que nos fortalece y llena de esperanza y, aunque la adversidad es grande, sentimos que alguien mayor que nuestras fuerzas, como una luz que nos rebasa y nos ilumina, nos da una nueva mirada sobre nosotros mismos, la situación y sobre las cosas. Como dice el salmista “en tu luz vemos la luz”. (Sal 36,9)

Hace algunos días me encontré con José y Elvira, padre y madre, del joven Juan Pablo Pernalete, deportista y estudiante universitario, asesinado en una protesta en 2017. Me comentaban, José y Elvira, con dolor y fortaleza: “nos sentíamos sostenidos por Dios, el dolor y la fuerza conviven en nosotros, sentimos una sed de justicia, una pasión por la verdad, gracias a nuestra fe en Dios”. La fe nos da nueva mirada sobre las cosas y nos confiere una fuerza mayor que nuestras fuerzas.

En la primera lectura, Isaías (43,16-21) el profeta de la consolación, habla al corazón de un pueblo que está en el destierro, viviendo una situación de duelo y penuria y su palabra certera, de parte de Dios, recrea desde la fe la memoria, para mostrarle al pueblo las maravillas del Dios de la historia…

“Esto dice el Señor, que abrió camino en el mar y una senda en las aguas impetuosas; que sacó a batalla carros y caballos, la tropa y los héroes: caían para no levantarse, se apagaron como mecha que se extingue”.

Y es que, en el imaginario del pueblo, a causa de la adversidad, el dolor y la desesperanza, se iba opacando la memoria histórica de salvación, de como Dios los había liberado de la esclavitud y, vivían lamentándose, porque habían perdido la tierra, la libertad, a causa de sus malas decisiones e irresponsabilidad y la injusticia y maldad de sus gobernantes.

En este contexto, Isaías atiza el fuego de la memoria y, en nombre del Dios que lo libero de la esclavitud de Egipto, ahora, en el destierro, les llama a no paralizarse, ni a quedarse en el lamento de la pérdida, les recuerda, por el contrario, que Dios sigue actuando y para darle fuerza a su palabra, utiliza una imagen hermosa y profundamente alentadora: “mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis? Abriré un camino por el desierto, corrientes en el yermo”. Les invita, pues, a levantarse de la postración, y ver los signos pequeños que, en el presente, ya anuncian una gran novedad, salvifica.

Ser tocados por DiosEn esta misma línea Pablo, a quien Jesús le abrió los ojos y transformó su vida, en la carta a Filipenses (3,8-14) nos recuerda con su experiencia, cómo ese Dios de la historia que liberó a Israel de Egipto y anunció a través de Isaías el consuelo y la esperanza en el destierro, se nos ha revelado en Jesucristo y actúa en nuestros corazones, porque “todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor”. Y, así, aquel hombre que perseguía a los cristianos, ahora, con el corazón tocado por Cristo, se siente peregrino que busca en Cristo la verdadera tierra “Solo busco una cosa: olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta, hacia el premio, al cual me llama Dios desde arriba en Cristo Jesús.” La Pascua, ese paso de la muerte a la vida, por misericordia de Dios, acontece en la historia como nos lo anuncia Isaías y, en la vida, en el corazón humano, como nos lo recuerda Pablo, con su experiencia.

En el evangelio de San Juan (8,1-11), Jesús ha pasado toda la noche orando en Getsemaní y al amanecer baja al templo, la gente acude a él, buscando su palabra y él está allí, enseñando. Sus enemigos irrumpen para ponerlo a prueba. Llevan ante él a una mujer sorprendida en adulterio. La ley de Moisés era algo así como la constitución de Israel y al mismo tiempo la modeladora de la conciencia de las personas; por eso, escribas y fariseos le dicen: “La ley de Moisés nos manda apedrear a las adulteras; tú, ¿qué dices?”. No está fácil para Jesús salir de esta trampa, porque si dice, por ejemplo, “suéltenla, déjenla en paz”, lo juzgarían por ir en contra de la ley de Moisés; y, peor aún, si dice “apedréenla”, entonces estaría contradiciendo y actuando en contra del Espíritu de Dios, que viene a salvar, no a condenar. Por eso, el sabio Jesús no responde, sino, que confronta a cada uno con su propia consciencia: “el que esté libre de pecado que lance la primera piedra”. Y todos desistieron del juicio y se retiraron, mientras aquella mujer, que estaba en el filo de la vida y la muerte, encuentra el perdón y una nueva vida a los pies de Jesús. La vida de aquella mujer, ya no será la misma, recupero su lugar, redescubrió su dignidad, se abrió a la esperanza.

Como dice el salmista (125):

“Al ir, iba llorando, llevando la semilla;
al volver, vuelve cantando,
trayendo sus gavillas”
Porque “El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres”.

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