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¿Por qué no funcionan nuestros intentos por contar historias sobre el cambio climático?

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Foto: Archivo web

Por David Wallace-Wells

Predecir el fin del mundo y acertar no debería ser motivo de celebración. Sin embargo, a lo largo de los siglos, los seres humanos nos hemos contado este tipo de historias y las lecciones han ido cambiando según el Armagedón imaginado. Cualquiera creería que una cultura que ha crecido de la mano de alusiones al apocalipsis sabría cómo reaccionar ante noticias ambientales preocupantes.

Todo lo contrario: hemos tratado de locos a los científicos que buscan comunicar las incesantes señales de alarma que emite el planeta. Las películas sobre el cambio climático son incontables, pero cuando se trata de pensar los peligros reales del calentamiento global —lo que sucede, digamos, después del final de El día después de mañana—, la cultura pop adolece de una increíble falta de imaginación. Estamos ante una suerte de caleidoscopio climático: estamos fascinados con la amenaza que, aunque está frente a nosotros, no somos capaces de percibir con claridad.

En una cultura enfocada en contar historias, obsesionada con las grandes tramas y riesgos cada vez mayores, el cambio climático debería resultar irresistible. A pesar de eso, cuando intentamos contarlo —motivados por la política o porque intuimos que el cambio climático es el horror en su máxima expresión— inevitablemente lo hacemos mal. ¿Por qué?

La devastación climática aparece todo el tiempo en nuestras pantallas, pero no como elemento central. Es casi como si estuviéramos transfiriendo la angustia que sentimos por el calentamiento global a escenarios diseñados y controlados por nosotros mismos con la esperanza tal vez de que el fin de los días continúe siendo solo una “fantasía”.

Es claro que no queremos ver los desastres climáticos con claridad; por eso es muy sencillo hacer una lista de las películas y series de televisión que abordan el tema en forma desbalanceada. Juego de tronos comienza con una inconfundible profecía climática que advierte que “se acerca el invierno”. La premisa de Interestelar es una catástrofe ambiental causada por una plaga que destruye los cultivos. En Niños del hombre, se muestra una civilización al borde del colapso debido a la incapacidad de los humanos de seguir reproduciéndose.

Mad Max: Furia en el camino nos revela una especie de panorama del calentamiento global, muestra un mundo convertido en desierto, en donde la crisis política tiene origen en la escasez de combustible. El protagonista de la serie El último hombre en la Tierra queda solo en el planeta por un virus que arrasó con todos los demás; a la familia de Un lugar en silencio la persiguen unos insectos depredadores gigantes que acechan en la naturaleza; y el conflicto central de la serie American Horror Story: Apocalypse es un invierno nuclear. En todo el apocalipsis zombi de esta era de angustia ecológica, invariablemente, los zombis son presentados como una fuerza foránea, no endémica. Es decir, no están presentados como si pudiéramos ser nosotros.

¿Qué significa entonces que nos entretenga un apocalipsis de ficción cuando estamos mirando de frente la posibilidad de uno real? Una de las tareas de la cultura pop es ofrecer historias que, aunque parezca que buscan concientizar, ayuden a distraer, como una forma de sublimación y diversión.

En esta época en la que el cambio climático empeora, Hollywood está intentando entender cómo evoluciona nuestra relación con la naturaleza. Durante mucho tiempo, pusimos distancia entre el medio ambiente y nosotros, suponiendo que habíamos encontrado la forma de superarlo. Ahora, el cambio climático nos está obligando a reconocer tanto que vivimos en la naturaleza como todas las formas en las que la hemos dañado y que, por ende, hemos quedado vulnerables a ella.

Cuando las leyes y las políticas públicas fracasan, otra de las cosas que hace la industria del entretenimiento es asignar esa culpa, aunque nuestra cultura —al igual que la política— se especializa en echar la culpa a otros, en proyectarla en vez de aceptarla. También entra en juego una especie de profilaxis emocional: en las ficciones de catástrofes climáticas, probablemente también busquemos hacer catarsis y tratar de convencernos entre todos de que podemos sobrevivir a ellas.

Si en las próximas décadas el mundo sigue colmado de cambios climáticos, es muy posible que nuestros imaginarios también lo estén, a medida que el calentamiento global vaya transformando —en muchos casos, deformando— la política, nuestra relación con el capitalismo y la tecnología y nuestro sentido de historia y justicia social.

En realidad, no estoy tan seguro de que la cultura cambie en ese sentido; de hecho, sospecho que sucederá lo contrario. Actualmente, aunque la temperatura del planeta solo ha aumentado 1° C desde el siglo XIX, los noticieros están desbordados por incendios forestales, olas de calor y huracanes.

Poco a poco, estas historias prometen ir extendiéndose a nuestra vida privada y a nuestras historias, hasta lograr que la cultura actual, cargada con presentimientos fatalistas, parezca una época bastante inocente en comparación. Las pesadillas del fin del mundo florecerán por todas partes: entre los niños, que cuchicheaban sobre la muerte, la existencia de Dios o la posibilidad de una guerra nuclear, así como también entre los adultos, donde el trauma climático reemplazará las preocupaciones psicológicas populares, aunque sea como vía de escape de frustraciones y angustias más personales.

Entonces, ¿qué va a pasar cuando la temperatura mundial aumente 2 o 3 grados más? Es muy probable que, a medida que el cambio climático domine y oscurezca nuestras vidas y nuestro mundo, transforme la no-ficción a tal punto que el cambio climático podría ser considerado, al menos para algunas personas, el único tema verdaderamente serio.

En lo que alguna vez se consideraba “alta” cultura, aparece un camino diferente, un camino más extraño. Al comienzo, es posible que la avalancha de cambios nos haga retroceder culturalmente. Quizás seamos testigos del resurgimiento de un género anticuado que inició Lord Byron con su poema “Oscuridad”, escrito después de que la erupción de un volcán en las Indias Orientales provocara “un año sin verano” en el hemisferio norte.

Es un precedente un tanto vetusto, pero demuestra de qué forma el mundo respondió ante la primera alarma de un desorden ambiental en la era victoriana, además de la novela La máquina del tiempo, de H. G. Wells, que describe un futuro lejano en el que la mayoría de los humanos se convirtieron en criaturas esclavizadas que trabajan bajo tierra en beneficio de una élite muy reducida que habita en la superficie, y un futuro aún más lejano en el que casi toda la vida en la Tierra ha muerto.

Este tipo de distopías ya son parte del catálogo de la literatura juvenil, lo cual no debería sorprendernos por la actitud más pasional que parecen adoptar los jóvenes en relación con el cambio climático en comparación con sus padres.

En los próximos años, es probable que veamos el surgimiento de una ola de lamentos épicos —como ha señalado la periodista especializada en clima Kate Aronoff, los que hemos visto hasta ahora parecen tener un estilo marcadamente masculino—, así como la aparición de lo que se ha denominado “existencialismo climático”. Hace poco, una científica me describió el libro en el que estaba trabajando como una mezcla de Entre el mundo y yo y La carretera.

Pero el alcance de la transformación que está sufriendo el planeta podría eliminar ese género tan rápido como surgió. Podría llegar a eliminar cualquier intento por contar o narrar el calentamiento global, una vez que sea demasiado grande y obvio incluso para Hollywood. Se pueden contar historias “sobre” el cambio climático mientras este siga siendo un aspecto marginal de la vida humana o un aspecto abrumador de vidas que no son la nuestra.

Así es como surgen ficciones como El día después de mañana: los ejecutivos de cine se reúnen y consideran que el cambio climático es algo suficientemente curioso como para rescatar lo que de otra forma sería una película completamente aburrida.

Sin embargo, cuando la temperatura global aumente 3 o 4 grados, prácticamente nadie estará al margen de su impacto y lo más probable es que nadie querrá verlo en pantalla si ya lo pueden ver desde su ventana. Así, a medida que el cambio climático se expanda por el horizonte —a medida que empiece a parecer total e ineludible— quizás deje de ser una historia y se convierta en un escenario que lo abarca todo.

Entonces, dejará de ser una narrativa para convertirse en lo que los teóricos literarios llaman una metanarrativa, suplantando aquellas que han gobernado la cultura de épocas anteriores, como los dogmas religiosos o la fe en el progreso. Sería un mundo en el que ya no habría muchas ganas de conocer dramas épicos sobre el petróleo y la codicia, un mundo en el que incluso las comedias románticas tendrían que desarrollarse bajo la sombra del calentamiento global; así como, a partir de la angustia de la Gran Depresión, surgieron las comedias disparatadas.

Así, la ciencia ficción parecerá incluso más profética, pero los libros que hayan predicho la crisis de forma más inquietante no serán leídos, como sucede hoy en día con las novelas La Jungla o incluso Nuestra hermana Carrie: ¿qué sentido tiene leer acerca del mundo que uno puede mirar claramente por sí mismo? Por el momento, las historias que ilustran el calentamiento global todavía ofrecen una especie de placer escapista, aunque, a veces, ese placer conlleve horror.

Pero cuando ya no sea posible pretender que el sufrimiento climático es algo lejano —en tiempo o espacio—, dejaremos de especular sobre él y comenzaremos a especular sobre qué hacer al respecto. Muchas veces, creo, dándole la espalda.

Este artículo es publicado gracias a una colaboración de Letras Libres

Fuente: SERVINDI

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