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Pablo VI: La Iglesia al encuentro del hombre

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Alocución pronunciada por S.S Pablo VI el 7 de diciembre de 1965, en la Basílica Vaticana, durante la sesión pública con que se clausuro el Concilio Ecuménico Vaticano II

El valor Religioso del concilio

Concluimos el día de hoy el Concilio Ecuménico Vaticano II. Lo concluimos en la plenitud de su eficiencia: vuestra presencia tan numerosa lo demuestra, la ordenada trabazón de esta asamblea lo atestigua, el regular epílogo de los trabajos conciliares lo confirman y la armonía de sentimientos y propósitos lo proclama, y, si no pocas cuestiones suscitadas en el curso del Concilio mismo quedan esperando conveniente respuesta, esto indica que sus trabajos terminan no por cansancio sino por la utilidad que este sínodo universal ha despertado y que en el período posconciliar, con la gracia de Dios, aplicará a estas cuestiones sus generosas y ordenadas energías . Este Concilio entrega a la historia la imagen de la Iglesia católica, representada por esta aula llena de pastores que profesan la misma fe, que exhalan la misma caridad, asociados en la misma comunión de oración, de disciplina, de actividad y -lo que es maravilloso- todos deseosos de una sola cosa: de ofrecerse como Cristo nuestro Maestro y Señor, por la vida de la Iglesia y por la salvación del mundo. Y este Concilio no sólo entrega a la posteridad la imagen de la Iglesia, sino también el patrimonio de su doctrina y de sus mandamientos, el ”depósito” recibido de Cristo y meditado en el curso de los siglos, vivido y expresado, y ahora aclarado en tantas de sus partes, establecido y ordenado en su integridad; depósito vivo por la divina virtud de verdad y gracia que lo constituye, y, por eso, idóneo para vivificar a quienquiera que lo acoja piadosamente y que alimente con él su propia existencia humana.

  1. Gloria a Dios

Qué ha sido este Concilio, qué ha hecho, sería el tema natural de nuestra meditación final. Pero eso requeriría demasiada atención y tiempo y tal vez no tendríamos en estos últimos y estupendos momentos fuerzas suficientes para hacer con tranquilidad semejante síntesis. Nos queremos reservar estos momentos preciosos a un solo pensamiento que inclina humildemente nuestros espíritus y que al mismo tiempo los levanta hasta el vértice de nuestras aspiraciones. El pensamiento es éste: ¿Cuál es el valor religioso de nuestro Concilio? Decimos religioso por la relación directa con Dios vivo, relación que la razón de ser de la Iglesia y de cuanto ella cree, espera y ama, de cuanto es y hace.

¿Podemos decir que hemos dado gloria a Dios, que hemos buscado su conocimiento y amor, que hemos progresado en el esfuerzo de su contemplación, en el ansia de su celebración y en el arte de darlo a conocer a los hombres que nos miran como a pastores y maestros de los caminos del Señor? Nos creemos ingenuamente que sí. Y, precisamente, porque ésta fue la intención inicial y fundamental de donde brotó el propósito que había de conformar el futuro Concilio. Resuenan todavía en esta basílica las palabras pronunciadas en el discurso inaugural del mismo Concilio de nuestro venerado predecesor Juan XXIII a quien podemos llamar, con razón, autor del sínodo. Él dijo entonces “Lo más importante en el Concilio ecuménico es que el sagrado depósito de la doctrina cristiana se guarde y se proponga de una manera más eficaz…. Cristo, Señor, pronunció en verdad esta sentencia: “buscad primero el reino de Dios y su justicia”. Y este dicho ante todo, declara a dónde, principalmente, conviene que se dirijan nuestras fuerzas y pensamientos”.[1]

  1. En el tiempo

Y, tras la intención, ha venido el hecho. Para apreciarlo dignamente es menester recordar el tiempo en que se ha llevado a cabo: un tiempo que cualquiera reconocerá como orientado a la conquista de la tierra más bien que al reino de los cielos; un tiempo, en el que el olvido de Dios se hace habitual y parece, sin razón, sugerido por el progreso científico; un tiempo, en el que el acto fundamental de la personalidad humana, más conciente de sí y de su libertad, tiende a pronunciarse a favor de la propia autonomía absoluta, desatándose de toda ley trascendente; un tiempo, en el que el laicismo aparece como la consecuencia legítima del pensamiento moderno y la más alta filosofía de la ordenación temporal de la sociedad; un tiempo además, en el cual las expresiones del espíritu alcanzan cumbres de irracionalidad y de desolación; un tiempo, finalmente, que registra aún en las grandes religiones étnicas del mundo perturbaciones y decadencias jamás antes experimentadas. En este tiempo se ha celebrado este Concilio a honor de Dios, en el nombre de Cristo, con el ímpetu del Espíritu Santo que “todo lo penetra” y que sigue siendo el alma de la Iglesia “para que sepamos lo que Dios nos ha dado” (cf. 1 Cor. 2,10-12). Es decir, dándole la visión profunda y panorámica, al mismo tiempo, de la vida y del mundo. La concepción teocéntrica y teológica del hombre y del universo, como desafiando la acusación de anacronismo y de extrañeza, se ha erguido con este Concilio en medio de la humanidad con pretensiones que el juicio del mundo calificará primeramente como insensatas, pero luego, así lo esperamos, tratará de reconocerlas como verdaderamente humanas, como prudentes, como saludables, a saber: que Dios sí existe, que es real, que es viviente, que es personal, que es providente, que es infinitamente bueno, más aún, no sólo bueno en sí sino inmensamente bueno para nosotros, nuestro creador, nuestra verdad, nuestra felicidad, de tal modo que el esfuerzo de clavar en Él la mirada y el corazón, que llamamos contemplación, viene a ser el acto más alto y más pleno del espíritu, el acto que aún hoy puede y debe jerarquizar la inmensa pirámide de la actividad humana.

  1. Meditación de la Iglesia sobre sí misma

Se dirá que el Concilio, más que de las verdades divinas, se ha ocupado principalmente de la Iglesia, de su naturaleza, de su composición, de su vocación ecuménica, de su actividad apostólica y misionera. Esta secular sociedad religiosa, que es la Iglesia, ha tratado de realizar un acto reflejo sobre sí misma para conocerse mejor, para definirse mejor y disponer consiguientemente sus sentimientos y sus preceptos. Es verdad. Pero esta introspección no tenía por fin a sí misma, no ha sido acto de puro saber humano, ni sólo cultura terrena: la Iglesia se ha recogido en su más íntima conciencia espiritual, no para complacerse en eruditos análisis de psicología religiosa o de historia de su experiencia o para dedicarse a reafirmar sus derechos y a formular sus leyes, sino para hallar en sí misma, viviente y operante en el Espíritu Santo, la palabra de Cristo y sondear más a fondo el misterio, o sea, el designio y la presencia de Dios por encima y dentro de sí y para reavivar en sí la fe, que es el secreto de su seguridad y de su sabiduría, y reavivar el amor que le obliga a cantar sin descanso las alabanzas de Dios “cantare amantis est “ es propio de amante cantar, dice San Agustín.[2] Los documentos conciliares, principalmente los que tratan de la Divina Revelación, de la Liturgia, de la Iglesia, de los sacerdotes, de los religiosos y de los laicos, permiten ver claramente esta directa y primordial intención religiosa y demuestran cuán límpida, fresca y rica es la vena espiritual que el vivo contacto con Dios vivo hace saltar en el seno de la Iglesia y correr por su medio sobre los áridos terrones de nuestros campos.

  1. De cara a la sociedad actual

Pero no podemos omitir la observación capital en el examen del significado religioso de este Concilio de que ha tenido vivo interés por el estudio del mundo moderno. Tal vez nunca como en esta ocasión ha sentido la Iglesia la necesidad de conocer, de acercarse, de comprender, de penetrar, de servir, de evangelizar a la sociedad que la rodea y de seguirla, por decirlo así, de alcanzarla casi en su rápido y continuo cambio. Esta actitud, determinada por las distancias y las rupturas ocurridas en los últimos siglos, en el siglo pasado y en este particularmente, entre la Iglesia y la civilización profana, actitud inspirada siempre por la esencial misión salvadora de la Iglesia, ha estado obrando fuerte y continuamente en el Concilio, hasta el punto de sugerir a algunos la sospecha que un tolerante y excesivo relativismo al mundo exterior, a la historia que pasa, a la moda actual, a las necesidades contingentes, al pensamiento ajeno, haya estado dominando a personas y actos del sínodo ecuménico, a costa de la fidelidad debida a la tradición y con daño de la orientación religiosa del mismo Concilio. Nos no creemos que este mal entendido se deba imputar ni a sus verdades y profundas intenciones ni a sus auténticas manifestaciones.

  1. La caridad

Queremos más bien notar cómo la religión de nuestro Concilio, ha sido principalmente la caridad y nadie podrá tacharlo de irreligiosidad o de infidelidad del Evangelio por esta principal orientación, cuando recordamos que el mismo Cristo es quien nos enseña que el amor a los hermanos es el carácter distintivo de sus discípulos (cf. Jn. 13, 35), y cuando dejamos que resuenen en nuestras almas las palabras apostólicas: “la religión pura y sin mancha a los ojos de Dios y Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y precaverse de la corrupción de este mundo” (Sant.1,27); y todavía: “el que no ama a su hermano a quien ve, ¿ cómo podrá amar a Dios a quien no ve?” (1Jn.4, 20).

La Iglesia del Concilio sí se ha ocupado mucho, además de sí misma y de la relación que le une con Dios, del hombre tal cual hoy en realidad se presenta: del hombre vivo, del hombre enteramente ocupado de sí, del hombre que no sólo se hace el centro de su interés, sino que se atreve a llamarse principio y razón de toda realidad. Todo el hombre fenoménico, es decir cubierto con las vestiduras de sus innumerables apariencias, se ha levantado ante la asamblea de los padres conciliares, también ellos hombres, todos pastores y hermanos, y, por tanto, atentos y amorosos: se ha levantado el hombre trágico en sus propios dramas, el hombre superhombre de ayer y de hoy, y, por lo mismo, frágil y falso, egoísta y feroz, luego, el hombre descontento de sí, que ríe y que llora, el hombre versátil, siempre dispuesto a declamar cualquier papel, y el hombre rígido que cultiva solamente la realidad científica; el hombre, tal cual es, que piensa, que ama, que trabaja, que está siempre a la expectativa de algo, él “filius accrescens” (Gen. 49,22); el hombre sagrado por la inocencia de su infancia, por el misterio de su pobreza, por la piedad de su dolor; el hombre individualista y el hombre social; el hombre” laudator temporis acti “ (que alaba los tiempos pasados) y el hombre que sueña en el porvenir; el hombre pecador y el hombre santo… El humanismo laico y profano ha aparecido, finalmente, en toda su terrible estatura y, en un cierto sentido, ha desafiado al Concilio. La religión del Dios que se ha hecho Hombre, se ha encontrado con la religión -porque tal es- del hombre que se hace Dios ¿Qué ha sucedido? ¿Un choque, una lucha, una condenación? Podía haberse dado, pero no se produjo. La antigua historia del samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio. Una simpatía inmensa lo ha penetrado todo. El descubrimiento de las necesidades humana -y son tanto mayores, cuanto más grande se hace el hijo de la tierra- ha absorbido la atención de nuestro sínodo. Vosotros, humanistas modernos, que renunciáis a la trascendencia de las cosas supremas, conferirle siquiera este mérito y reconocer nuestro nuevo humanismo: también nosotros -y más que nadie- somos promotores del hombre.

  1. Miseria y grandeza del hombre

¿Y qué ha visto este augusto Senado en la humanidad, que se ha puesto a estudiarlo a la luz de la divinidad? Ha considerado una vez más su eterna y doble fisonomía: la miseria y la grandeza del hombre, su mal profundo, innegable e incurable por sí mismo y su bien que sobrevive, siempre marcado de arcana belleza y de invicta soberanía. Pero hace falta reconocer que este Concilio se ha detenido más en el aspecto dichoso del hombre que en el desdichado. Su postura ha sido muy a conciencia optimista. Una corriente de afecto y admiración se ha volcado del Concilio hacia el mundo moderno. Ha reprobado los errores, sí, porque lo exige, no menos la caridad que la verdad, pero, para las personas, sólo invitación, respeto y amor. El Concilio ha enviado al mundo contemporáneo en lugar de deprimentes diagnósticos, remedios alentadores, en vez de funestos presagios, mensajes de esperanza: sus valores no sólo han sido respetados sino honrados, sostenidos sus incesantes esfuerzos, sus aspiraciones, purificadas y bendecidas.

Ved, por ejemplo, que las innumerables lenguas de los pueblos hoy existentes han sido admitidas para expresar litúrgicamente la palabra de los hombres a Dios y la palabra de Dios a los hombres; al hombre en cuanto tal se le ha reconocido su vocación fundamental a una plenitud de derechos y a una trascendencia de destino; sus supremas aspiraciones a la existencia, a la dignidad de la persona, a la honrada libertad, a la cultura, a la renovación del orden social, a la justicia, a la paz, han sido purificadas y estimuladas; y a todos los hombres se le ha dirigido la invitación pastoral y misional a la luz evangélica.

Tocamos ahora brevemente las muchas y amplísimas cuestiones relativas al bienestar humano, de las que el Concilio se ha ocupado; tampoco ha pretendido él resolver todos los problemas urgentes de la vida moderna; algunos de ellos han sido reservados para un ulterior estudio que la Iglesia pretende llevar a cabo; muchos han sido presentados en términos muy restringidos y generales, susceptibles -por consiguiente- de sucesivas profundizaciones y de aplicaciones diversas.

Pero conviene notar una cosa: el magisterio de la Iglesia, aunque no ha querido pronunciarse con sentencia dogmática extraordinaria; ha prodigado su enseñanza autorizada acerca de una cantidad de cuestiones que hoy comprometen la conciencia y la actividad del hombre, ha bajado- por decirlo así- al diálogo con él y, conservando siempre su autoridad y virtud propias, ha adoptado la voz fácil y amiga, de la caridad pastoral, ha deseado hacerse oír y comprender de todos, no se ha dirigido sólo a la inteligencia especulativa, sino que ha procurado expresarse también con el estilo de la conversación corriente de hoy, a la cual el recurso a la experiencia vivida y el empleo del sentimiento cordial confieren una vivacidad más atractiva y una mayor fuerza persuasiva: ha hablado al hombre de hoy tal cual es.

  1. Servir al hombre

Otra cosa debemos destacar aún: toda esta riqueza doctrinal se vuelca en una única dirección: servir al hombre. Al hombre en todas sus condiciones, en todas sus debilidades, en todas sus necesidades. La Iglesia se ha declarado casi la sirvienta de la humanidad precisamente en el momento en que tanto su magisterio eclesiástico como su gobierno pastoral han adquirido mayor esplendor y vigor, debido a la solemnidad conciliar: la idea del servicio ha ocupado un puesto central.

Todo esto y todo cuanto podríamos aún decir sobre el valor humano del Concilio, ¿ha desviado acaso la mente de la Iglesia en Concilio hacia la dirección antropocéntrica de la cultura moderna? Desviado, no; vuelto, sí. Pero quien observa este prevalente interés del Concilio por los valores humanos y temporales no puede negar que tal interés se debe al carácter pastoral que el Concilio ha escogido como programa y deberá reconocer que ese mismo interés no está jamás separado del interés religioso más auténtico, debido a la caridad, que únicamente lo inspira (y donde está la caridad, allí está Dios) o a la unión de los valores humanos y temporales, con aquellos propiamente espirituales, religiosos y eternos, afirmada y promovida siempre por el Concilio: éste se inclina sobre el hombre y sobre la tierra, pero se eleva al reino de Dios.

La mentalidad moderna, habituada a juzgar todas las cosas bajo el aspecto del valor, es decir, de su utilidad, deberá admitir que el valor del Concilio es grande, al menos por esto: que todo sea dirigido a la utilidad humana; por tanto, que no se llame nunca inútil una religión como la católica, la cual, en su forma más consciente y más eficaz, como es la conciliar, se declara toda en favor y en servicio del hombre. La religión católica y la vida humana reafirman así su alianza, su convergencia en una sola humana realidad: la religión católica es para la humanidad, en cierto sentido, ella es la vida de la humanidad. Es la vida, por la interpretación, finalmente exacta y sublime, que nuestra religión da del hombre (¿No es el hombre él solo, misterio para sí mismo?), y la da precisamente en virtud de su ciencia de Dios para conocer al hombre, al hombre verdadero, al hombre integral, es necesario conocer a Dios; Nos baste ahora, como prueba de esto, recordar la encendida palabra de santa Catalina de Sena :”en tu naturaleza, deidad eterna, conoceré mi naturaleza”.[3] Es la vida, porque describe su naturaleza y su destino y le da su verdadero significado. Es la vida, porque constituye la ley suprema de la vida, y a la vida infunde la misteriosa energía que hace que la podamos llamar divina.

  1. Humanismo Cristo-céntrico

Y si recordamos, venerables hermanos e hijos todos aquí presentes, cómo en el rostro de cada hombre, especialmente sí se ha hecho transparente por sus lágrimas y por sus dolores, podemos y debemos reconocer el rostro de Cristo (cf. Mt. 25,40), el Hijo del Hombre, y si en el rostro de Cristo podemos y debemos, además, reconocer el rostro del Padre celestial:” Quien me ve a mí -dijo Jesús- ve también al Padre” (Jn.14,9) , nuestro humanismo se hace cristianismo, nuestro cristianismo se hace teocéntrico; tanto que podemos afirmar también: para conocer a Dios es necesario conocer al hombre.

¿Estaría destinado entonces este Concilio, que ha dedicado al hombre principalmente su estudiosa atención a proponer de nuevo al mundo moderno la escala de las liberadoras y consoladoras ascensiones? ¿No sería, en definitiva, un simple, nuevo y solemne enseñar a amar al hombre para amar a Dios? Amar al hombre -decimos-, no como instrumento, sino como primer término hacia el supremo término trascendente, principio y razón de todo amor, y entonces este Concilio entero se reduce a su definitivo significado religioso, no siendo otra cosa que una potente y amistosa invitación a la humanidad de hoy a encontrar de nuevo por la vía del amor fraterno, a aquel Dios “de quien alejarse es caer, a quien dirigirse es levantarse, en quien permanecer es estar firme, a quien volver es renacer, en quien habitar es vivir”.[4]

Así Nos lo esperamos al término de este Concilio ecuménico Vaticano II y al comienzo de la renovación humana y religiosa, que él se ha propuesto estudiar y promover; así lo esperamos para Nos, hermanos y padres del Concilio mismo; así lo esperamos para la humanidad entera, que aquí hemos aprendido a amar más y servir mejor.

Y, mientras, con tal fin invocamos de nuevo la intercesión de los santos Juan Bautista y José, Patronos del sínodo ecuménico, de los santos apóstoles Pedro y Pablo, fundamentos y columnas de la santa Iglesia, y, con ellos, la de san Ambrosio, obispo, cuya fiesta celebramos hoy como uniendo en él la Iglesia de Oriente y Occidente, imploramos, igualmente, y de corazón, la protección de María santísima, Madre de Cristo y por ello llamada también por nosotros Madre de la Iglesia, y con una sola voz, con un solo corazón damos gracias y glorificamos al Dios vivo y verdadero, al Dios único y sumo, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Amén

           

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