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Nuestra Señora de la Compasión

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Por Pedro Trigo s.j.

Foto: archivo WEB

María de Nazaret no es esa Dolorosa que fingieron los artistas, esa señora ricamente vestida, desmayada lánguidamente en un trance patético de elegancia teatral. La madre del condenado había aprendido a tragarse las lágrimas y miraba de frente a la guardia. Esa mujer del pueblo no estaba en esa hora de la verdad para dar rienda suelta a su dolor, sino para dar la cara por su hijo. Por eso manifestaba con su dignidad casi fiera que no se avergonzaba de él, que era su madre y su discípula. Ella estaba ahí para acompañarlo en ese trance supremo, en esa hora de la prueba cuando mandan las Tinieblas, cuando hay que seguir creyendo aunque parezca que todo se derrumbó y esperar cuando todo esté acabado.

Ella vela con su hijo, le da su fe y su amor, ofrece su vida con la suya. Está ahí con él, creyendo en él en esa hora de insondable soledad. Ella no está, como la fingieron los artistas, meditando la pasión. En esa hora no está para meditar, no siente siquiera la sed ni el cansancio ni las burlas ni el desprecio ni el maltrato. Sólo siente a su hijo, a su hijo que se le está yendo y ella lucha por sostener a su hijo, lucha la lucha de su hijo por morir como hijo de Dios y se arroja con él en los brazos impalpables de su Padre, queriendo creer que Dios está de su parte aunque parezca que no, diciéndose a sí misma y diciéndole a su hijo con todo su ser que para Dios no hay nada imposible

La fe de María está alumbrando el morir de Jesús como alumbró su nacimiento, pero los dolores de este segundo parto no tienen sedantes ni límites, son sólo amargos. Lo que sufre ahora es la pasión de su hijo, comparte su dolor y le da su vida para que se realice hasta el fin como hijo de Dios. Por eso la llamamos Nuestra Señora de la Compasión. No por ningún sentimiento suyo sino porque abrió su ser de madre al dolor infinito de su hijo, porque padeció con él en un gesto absoluto de fe y amor.

Ella era una mujer misericordiosa y lo seguirá siendo hasta que haya historia. Pero en esa hora toda su existencia se trasvasó en la de Jesús, sólo vivió la pasión de Jesús, la sufrió en su carne y hasta el fondo de su espíritu, y mientras agonizaba con él le entregaba todo su ser para que no se quebrara, para que se mantuviera fiel hasta la muerte. No es que ella tuviera más fe que Jesús, simplemente era su madre, su madre por la fe que le dio la palabra de Dios y ahora sobre todo tenía que seguir siéndolo, ahora que no había ninguna palabra de Dios sino su silencio sentido como abandono. Cuando Jesús hacía de ese abandono motivo para comunicarse con él y morir de cara a él, aunque sólo sentía tinieblas, la presencia entregada de su madre, su figura firme y vuelta a él, era sacramento de esa presencia no sentida de su Padre. Ella era tan sólo una pobre mujer impotente y desolada, pero su amor de madre y su fe en Dios la mantenían con una firmeza de roca.

Para Jesús morir como hijo era, indisolublemente, morir como hermano. Por eso, aceptando la entrega de su madre le pide que se encargue de sus hermanos como se había encargado de él. Desde entonces María padece con nosotros nuestros dolores son los suyos sufre el dolor de sus hijos y sufre sobre todo para formar en nosotros la imagen de su hijo porque sabe que ésa es nuestra salvación. También, en ese sentido, es María de Nazaret Nuestra Señora de la Compasión.

Ése es el misterio de amor de esa mujer del pueblo que erguida y dura frente a los torturadores daba la cara por su hijo agonizante como la siguen dando tantas mujeres del pueblo, tantas madres, esposas y hermanas que defienden a sus hombres y a lo suyo como fieras acorraladas, pero superiores a las armas con sus palabras desnudas, con la fiereza inexpugnable de su amor.

Te pedimos, Padre del Torturado, que sepamos ver a Nuestra Señora de los Dolores como tú la ves, no como la ven quienes se lavan las manos como si fueran inocentes y apartan de su vista a los condenados para poder continuar sus rezos sin sobresaltos.

Te pedimos, Padre del Condenado, que nunca olvidemos que fueron los representantes de tu religión quienes lo entregaron, quienes traspasaron el corazón de su madre con una espada

Te pedimos que no separemos nunca a Nuestra Señora de la Compasión de tantas mujeres del pueblo que dan la cara porque son capaces de amar como ella.

Te pedimos compartir tu pasión por el mundo ante todo tu amor apasionado y desde él el dolor que te causa su falta de compasión y sobre todo que padezcamos contigo con las víctimas para que ese amor misericordioso vaya recreándonos y recreando el mundo, y en él quepa y se exprese la fraternidad de tus hijos. Te lo pedimos por tu hijo, el Torturado, a quien tú reivindicaste y proclamaste Señor.

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