Alicia Álamo Bartolomé
Ya lo dice el Evangelio: “No juzguéis y no seréis juzgados…” (Luc. 6, 37). Por eso me gusta contar una anécdota -creo haberlo hecho antes en esta columna- sobre un simpático borrachito. No recuerdo si fue en Yaritagua o Barquisimeto, pero lo cierto es que nuestro hombre estaba aferrado a los barrotes de una ventana, mientras pasaba una procesión. A juzgar por el tumulto que atentaba contra el equilibrio de beodo, podría ser una de la Divina Pastora y él, asustado, se puso a exclamar “¡Ninguno arrempuje a ninguno, porque ninguno sabe como está a ninguno!”
Sabia sentencia, de profunda filosofía: ninguno de nosotros sabe como están los otros ningunos y sin embargo nos ponemos a empujar. En este caso se trataba de empujes físicos que atentaban contra la precaria estabilidad de alguien pasado de tragos; en otros, el cuasi atropello es de orden psíquico o moral, sobre todo cuando nos dedicamos a juzgar conductas. Si vemos a unos niños traviesos y malcriados, enseguida opinamos sobre la mala educación que les están dando los padres, sin siquiera saber si los tienen. Si alguien no nos saluda, pensamos que es una persona mal educada y/o antipática, sin embargo, es muy posible que sea miope. Lo digo por experiencia propia: hace años me estaba ya cargando una muchacha que, conociéndome, me ignoraba cuando nos encontrábamos en la calle. Después supe que era tan miope que no reconocía a la gente sino cuando la tenía frente a sus narices.
Caso muy especial también es el de la timidez que nos hace juzgar mal a las personas que la sufren, las consideramos distantes, pretenciosas. Una vez supe que Alicia Pietri de Caldera comentó sobre la fama que tenía: “La gente dice que soy muy estirada, es al revés, lo que soy es muy encogida”.
Gran esfuerzo hizo para ponerse a la altura de su posición de Primera Dama que ejerció, no sólo con simpatía y elegancia, sino con eficacia, le debemos el Museo de los Niños, que hoy dirige con acierto su hija Mireya.
Lo mejor es no juzgar porque a menudo nos equivocamos. Sobre todo porque nos encanta enjuiciar conductas particulares sin conocer lo que puede haber detrás de éstas. Hace años hablaron muy mal de una joven señora, cuyo marido, solo, se fue con un cáncer avanzado a su tierra natal para estar al cuidado de su familia de sangre. La gente no sabía que la convivencia matrimonial era imposible, él enloquecía y se ponía violento porque se había quedado impotente. En sus últimos días, ella fue a atenderlo y lo acompañó hasta el final.
En el caso de la vida pública de quienes ejercen cargos de responsabilidad y de gobierno, es distinto. Tenemos el derecho y el deber de juzgarlos, de señalar tanto sus aciertos como sus errores, respetando su vida privada porque lo contrario sería caer en chismografía, siempre un pecado grave porque va contra la honra, ¡y cuántas veces podría ser calumnia! En cambio, la crítica racional y ponderada de las actuaciones públicas, son un libre y útil ejercicio de la democracia, que puede ayudar a la enmienda y a enderezar caminos, incluso damos la oportunidad de aclarar si nuestro juicio ha sido equivocado por ignorar las intenciones y procedimientos. Quiera Dios que un día lo entiendan así quienes llegan a estas posiciones.