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Edificio Centro Valores, local 2, Esquina de la Luneta, Caracas, Venezuela.
maltrato

Por Naky Soto.

Foto: archivo WEB

Hace unos días conversé con dos mujeres víctimas del maltrato emocional de un mismo hombre. No fue mi primera vez ante un cuadro así. Hace pocos años asistí a la reunión de varias mujeres que salieron en simultáneo con el mismo hombre, uno que incluso ahorró palabras (les enviaba los mismos mensajes a todas), que no se tomó fotos con ellas, que no las presentó como sus novias, que se impuso y tuvo explicaciones razonables para lo que no estaba bien, y que, ante la evidencia de su culpa, apeló a una ficticia fragilidad emocional, con lágrimas, ensayados ataques de ansiedad, solicitudes de perdón y juramentos de enmienda. A fuerza de manipulación, ambos se impusieron y controlaron las voluntades de sus parejas circunstanciales, destruyeron su confianza y avanzaron en unos ejercicios viles, sutiles, óptimos para sus deseos: parejas simultáneas, dependientes, minimizadas; mujeres que debieron buscar ayuda para resolver todo el daño que les hicieron. Pero hay otras que no tienen esa oportunidad: hasta el 19 de febrero en Venezuela han ocurrido 53 feminicidios.

El desprecio deja hematomas

Una importante mayoría asume que el maltrato emocional y psicológico no es maltrato, que se trata solo de un problema de pareja y por eso no está bien intervenir, porque eso es “meterse en la vida ajena”, pero basta que un caso gane notoriedad para que el asunto cobre sentido en la opinión pública. 2020 ha sido un año marcado por el maltrato contra las mujeres: unas historias han terminado en asesinatos, y otras en la divulgación de procesos tan espeluznantes como el que vivió Morella, una de las tres mujeres a las que Mathías Salazar raptó, violó, maltrató y mantuvo en cautiverio por décadas. El abogado de ese monstruo afirmó que ninguna ley en Venezuela prohíbe tener tres mujeres. Tener. Como una cosa. Un objeto. Algo para poseer, asir, mantener o dominar. “¿Cómo llegaron a esa circunstancia?”, preguntaron muchos. Les doy un dato: nadie puede prever la capacidad destructiva de una persona cuando empieza a salir con ella. Rara vez un maltratador expone sus talentos corrosivos al comienzo.

¿Sin golpes no hay paraíso?

Para ponderar el maltrato físico basta la evidencia: hematomas, fracturas, rasguños, etc.; pero el maltrato psicológico y emocional se desarrolla en otras instancias, es más complejo de aprehender, de conectar y quizás por eso, de creer. Muchos dudan del relato porque no supone evidencia, marcan distancia, y desde la solvencia que otorga no ser la víctima, asumen que es mejor no opinar porque no es su vida. De más reciente data, gracias al ejemplo del Mee too, he escuchado a personas afirmar que si no hubo abuso de poder en la ecuación, entonces no hubo maltrato ni coacción. Vamos a plantearlo así: quien se colea para pagar, abusa de ti. A veces nos da fastidio reclamar porque no tenemos tiempo para otro lío, porque suficiente es tener que lidiar con la falta de agua o luz para sumarte “un problema más”, y lo dejamos así, total, es apenas uno. Pero por dejarlos, podemos conseguir abusadores en una panadería, en una farmacia o en el semáforo. Con los maltratadores pasa lo mismo.

El alcance del maltrato

No es contigo, pero podría serlo. Su próxima víctima puede ser tu prima, tu vecina o la amiga de una amiga. Del relato que acabo de escuchar rescato uno de los rasgos más graves: a todas las mujeres con las que salió en simultáneo les pidió “exclusividad sexual”, y basado en esa exclusividad, dejó de usar preservativos, reservando la protección a la ingesta de pastillas anticonceptivas; como si el único riesgo ante el sexo comunal fuese un embarazo y no el VIH. Puso en riesgo la salud de todos. Este tipo fue tan eficaz, que ninguna de las víctimas está dispuesta a decir su nombre, que incluso las más decididas a denunciar su circunstancia narrando su historia, no quieren denunciarlo formalmente por temor a las consecuencias, a que pueda pasarle algo malo, o por respeto al amor que le tuvieron. Otras están convencidas en que él tomará represalias personales y laborales, que moverá sus influencias para afectar sus posibilidades de trabajo, y entonces prefieren dejarlo así. Desde mi rol puedo afirmar que la indignación solo sirve como un ejercicio personalísimo, un berrinche (a veces sustanciado, a veces argumentado) ante lo que no está bien, pero que no cambiará el problema si no hacemos algo más. Por eso escribo.

Ponerte en sus zapatos

Con el grupo del pasado entendí un proceso abrumador: puestas en el mismo lugar, se desató una suerte de necesidad de comparación, de medir sus virtudes o defectos basadas en las características del resto del grupo. En mi criterio todas eran bellas e inteligentes, pero ese no era el punto, la perspectiva de ellas era tratar de descifrar qué buscó el predador en la mujer sentada a su lado, qué rasgo que no tenía ella; en qué falló, qué le faltó, qué fue lo que no hizo bien. Las víctimas más recientes no escapan de ese fenómeno, y trataron de recrear sus errores, otra forma de herirse a sí mismas mientras rebajan la responsabilidad del agresor. Los que estamos fuera podemos verlo con claridad, las que están dentro no, de allí la necesidad de exponer sus historias, de encontrarse en los relatos de otras, de hacer espejo y sintonía.

Tuve un lío con una de mis mejores amigas tras la muerte de Kobe Bryant. Ella escribió un tuit preguntando si se podía sentir dolor por su muerte y a la par sentir compasión por la víctima que le acusó en 2003 de violación. Escrito a pocas horas de diferencia del accidente, me pareció una agresión contra la emoción común, una manera de cuestionar la tristeza que sentíamos tantos.

Mientras escuchaba a estas mujeres sentí vergüenza por toda la cordialidad con la que siempre he tratado a su maltratador, me sentí culpable aun ignorando lo que vivieron. La solidaridad puede gestar hasta esa suerte de absoluto que incluye la intolerancia a las relativizaciones, condenando al agresor, mientras aplaudes el valor que necesitaron las víctimas para narrar lo que vivieron. Eso aumentó mi desconcierto por la convicción común de no querer revelar el nombre del maltratador.

El dolor de volver

Mientras las víctimas hablaban, mi imaginación abrió dos grandes escenarios: en uno trataba de responderme qué gana un depredador, dónde reside el placer de hacer daño; en el otro intentaba explicarme la reticencia a identificarlo con nombre y apellido, entre otras cosas, porque solo quien las conozca podrá deducir de quién se trata, ¿y quienes no? Esa pregunta abrió otra puerta: las nuevas víctimas, presentes o potenciales, aquellas a quienes deberíamos tratar de amparar. Los relatos avanzaron y entendí que repasar lo vivido es igual de doloroso, que ahí reside otro rasgo que te define como víctima; que puedes narrarlo, sanar y seguir, pero que volver a esa memoria rescata todo, como cualquier venezolano reacciona ahora ante la escasez: nada sana la emoción de haber hecho enormes colas para comprar solo un kilo de arroz o harina por persona. Revictimizarte es un proceso complejo y rudo.

La soberbia de un agresor

Por la ruta que haya sido, el maltratador más reciente se enteró de mi rol de escucha y me escribió pidiéndome una reunión para exponer lo que llamó “unas visiones complementarias de situaciones denunciadas”. El objetivo según él era “poner las cosas en dimensiones adecuadas”; al parecer, sin su concurso no sería posible. El agresor apeló a la emotividad de conocernos, de haber trabajado juntos; apeló al respeto, al derecho a explicarse y prometió “atender cualquier pregunta que puedas tener para tomar decisiones, posturas y opiniones”. Como leen, no fue un ejercicio de control de daños sino otra agresión. El maltratador quiso neutralizarme agrediéndome; pero, no necesito su versión para tomar postura, decidir u opinar; puedo desarmar mensajes con método y criterio; puedo prescindir de un agresor y expresar mi solidaridad. El punto es: si se atrevió a agredirme, sabiendo que no tiene ningún control emocional sobre mí, ¿qué no ha hecho con sus víctimas?

Hacer algo

El caso del entrenador Richard Linares contra la bióloga Diana Liz Duque dejó bastante claro que en el maltrato no hay igualdad de condiciones ni de oportunidades. No me corresponde denunciar a este agresor, pero sí puedo pedirle a mis lectores que hagamos pedagogía sobre el maltrato psicológico y emocional, porque quienes lo viven no están en capacidad de entender su circunstancia, y más grave aún, una vez que la entienden, suman muchas capas de vergüenza y culpa por “haberse dejado”, porque el maltrato emocional se gesta gradualmente hasta afectar la confianza de la víctima, vulnerarla y dominarla.

Los maltratadores seducen y manipulan, influyen en la conducta y las decisiones de sus víctimas, mientras ellas van perdiendo sentido crítico, capacidad para defenderse y aumentan su dependencia. El baremo arranca con una persona que obedece para “hacer feliz” al otro, y termina cuando le obedece solo porque tiene miedo, igual a una reacción adversa que a quedarse sola.

El desprecio deja hematomas, la descalificación fractura y la burla desgarra. Quien te ridiculiza te golpea, el que te ofende te escupe; el que se impone te patea. Hay varios cuestionarios para medir si eres víctima de maltrato. Les dejo el enlace a uno. Revísalo y compártelo, ¡hagamos algo!

Fuente: https://zaperoqueando.blogspot.com/2020/02/no-es-tu-culpa-no-estas-sola.html

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