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Mirar al crucificado

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José Antonio Pagola

4 Domingo Cuaresma (B). Juan 3,14-21

El evangelista Juan nos habla de un extraño encuentro de Jesús con un importante fariseo, llamado Nicodemo. Según el relato, es Nicodemo quien toma la iniciativa y va a donde Jesús «de noche». Intuye que Jesús es «un hombre venido de Dios», pero se mueve entre tinieblas. Jesús lo irá conduciendo hacia la luz.

Nicodemo representa en el relato a todo aquel que busca sinceramente encontrarse con Jesús. Por eso, en cierto momento, Nicodemo desaparece de escena y Jesús prosigue su discurso para terminar con una invitación general a no vivir en tinieblas, sino a buscar la luz.

Según Jesús, la luz que lo puede iluminar todo está en el Crucificado. La afirmación es atrevida: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna». ¿Podemos ver y sentir el amor de Dios en ese hombre torturado en la cruz?

Acostumbrados desde niños a ver la cruz por todas partes, no hemos aprendido a mirar el rostro del Crucificado con fe y con amor. Nuestra mirada distraída no es capaz de descubrir en ese rostro la luz que podría iluminar nuestra vida en los momentos más duros y difíciles.

Sin embargo, Jesús nos está mandando desde la cruz señales de vida y de amor.

En esos brazos extendidos que no pueden ya abrazar a los niños, y en esa manos clavadas que no pueden acariciar a los leprosos ni bendecir a los enfermos, está Dios con sus brazos abiertos para acoger, abrazar y sostener nuestras pobres vidas, rotas por tantos sufrimientos.

Desde ese rostro apagado por la muerte, desde esos ojos que ya no pueden mirar con ternura a pecadores y prostitutas, desde esa boca que no puede gritar su indignación por las víctimas de tantos abusos e injusticias, Dios nos está revelando su “amor loco” a la Humanidad.

«Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él». Podemos acoger a ese Dios y lo podemos rechazar. Nadie nos fuerza. Somos nosotros los que hemos de decidir. Pero «la Luz ya ha venido al mundo». ¿Por qué tantas veces rechazamos la luz que nos viene del Crucificado?

Él podría poner luz en la vida más desgraciada y fracasada, pero «el que obra mal… no se acerca a la luz para no verse acusado por sus obras». Cuando vivimos de manera poco digna, evitamos la luz porque nos sentimos mal ante Dios. No queremos mirar al Crucificado. Por el contrario, «el que realiza la verdad, se acerca a la luz». No huye a la oscuridad. No tiene nada que ocultar. Busca con su mirada al Crucificado. Él lo hace vivir en la luz.”

Evangelio

Juan 3,14-21   

“En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna.

Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna.

Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.

El que cree en él no será condenado; el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.

Ésta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas.

Pues todo el que obra perversamente detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras.

En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.

 

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