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Edificio Centro Valores, local 2, Esquina de la Luneta, Caracas, Venezuela.

María,María…

maria-maria

“Pero se necesita fuerza, se necesita coraje
Se necesita un deseo constante
Quienes llevan la marca en sus cuerpos
María, María mezcla dolor y alegría. “
María, María, Milton de Nascimiento

 

Escribo estas líneas mientras cae la tarde sobre nuestra Venezuela, en esas horas suspendidas donde la nostalgia y la fe se entrelazan. Es víspera de Navidad. Mientras preparo mi hogar —quizás con menos adornos que antaño, pero con el mismo amor inquebrantable—, mi mente viaja insistentemente hacia un establo frío en Belén. Como madre, y como mujer que habita este país herido, hoy no puedo mirar a la Virgen María como una estatua lejana de porcelana inmaculada. Hoy, más que nunca, la veo como una de nosotras: una mujer de carne y hueso, tejiendo esperanza en medio de la incertidumbre más absoluta.

La figura de María dando a luz en un portal, lejos de casa, sin las comodidades mínimas y rodeada de precariedad, me estremece las entrañas. ¿Cuántas mujeres venezolanas no se ven reflejadas hoy en ese espejo? Al igual que aquella joven de Nazaret, nosotras hemos aprendido que la esperanza no es un sentimiento ingenuo de que “todo saldrá bien” por arte de magia, sino una certeza interior que nos sostiene cuando el suelo tiembla. Como bien nos recuerda el Papa Benedicto XVI, «la esperanza nos da la certeza de que no estamos abandonados en el mundo, de que no estamos solos»[1].

El “Sí” en la incertidumbre del día a día

La historia de nuestra esperanza comienza, como la de ella, con una interrupción radical de la normalidad. Cuando el ángel se presentó ante María, no le ofreció un mapa detallado ni garantías de seguridad; le ofreció una misión llena de riesgos. Su respuesta, «Hágase en mí según tu palabra»[2], no fue un acto de resignación pasiva, sino un grito de valentía.

La mujer venezolana vive hoy sumergida en esa misma incertidumbre radical. Vivimos al día, preguntándonos si mañana habrá agua, si el sueldo alcanzará para el mercado o qué nueva noticia sacudirá nuestra rutina. Sin embargo, al igual que María, la venezolana no se paraliza ante la duda de qué vendrá mañana. Ella confía y “resuelve”. Ese fiat de María resuena en cada madre que inventa una comida con pocos ingredientes o que sale a trabajar con la frente en alto a pesar del cansancio. María nos enseña que, aunque los planes cambien abruptamente, tenemos la capacidad de confiar en la Providencia y construir sobre la roca de la fe, decidiendo ser protagonistas de la reconstrucción y no víctimas de las circunstancias.

La solidaridad de la “Iglesia en salida”

María no se quedó encerrada en su asombro tras el anuncio del ángel; salió aprisa a la montaña. La visita a su prima Isabel es el icono de la mujer venezolana solidaria. A pesar de su propio embarazo y sus preocupaciones, María fue a servir. «¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?»[3], exclamó Isabel.

En nuestros barrios y urbanizaciones, veo a diario este misterio de la Visitación. Mujeres que, teniendo poco, comparten el café o la harina con la vecina; mujeres que se organizan para cuidar a los enfermos de la comunidad o para mantener abiertos comedores populares. La venezolana, como María, entiende que la esperanza no es un bien privado, sino que se multiplica cuando se comparte. Nuestra naturaleza es ser “iglesia en salida”, atendiendo las necesidades del otro incluso cuando nuestras propias alacenas están vacías.

La maternidad en la intemperie y la dignidad herida

Es en el nacimiento de Jesús donde la realidad venezolana se funde dolorosamente con el Evangelio. María y José no encontraron lugar en la posada y el Rey de Reyes nació entre animales. Esa frase bíblica tiene hoy un eco desgarrador en nuestros hospitales que se caen a pedazos por falta de insumos, donde tantas mujeres sufren violencia obstétrica, dando a luz sin analgésicos, sin agua o en condiciones indignas.

Sin embargo, en ese establo, María nos dio la lección más sublime: la pobreza material no pudo apagar la luz de la vida. Ella transformó un comedero de animales en la cuna del Salvador. Las madres venezolanas hacen este milagro a diario: dignifican lo precario. Con sábanas traídas de casa y con un amor feroz, protegen a sus recién nacidos de la hostilidad del entorno. María nos enseña que, incluso cuando el sistema falla y las estructuras colapsan, la dignidad humana y el amor de madre tienen el poder de transformar cualquier cueva oscura en un hogar luminoso.

El exilio y las abuelas que sostienen el país

No podemos hablar de María sin mencionar la huida a Egipto. Verla tomar al niño en la noche y huir a tierra extraña para salvarle la vida es ver el rostro de millones de venezolanas en la diáspora. María fue migrante y refugiada. Conoció el miedo de la persecución y la angustia de no tener un techo seguro en tierra ajena.

Pero esta historia tiene otra cara en nuestra tierra: la de las que se quedan. La venezolana es hoy, muchas veces, una abuela que vuelve a ser madre. Son las “abuelas cuidadoras” que, con el corazón dividido por la partida de sus hijos al exilio, asumen la crianza de los nietos con una fortaleza inagotable. Ellas, como María protegiendo al Niño, son el refugio seguro para una generación que crece lejos de sus padres. En sus manos arrugadas y en sus oraciones constantes reside la continuidad de nuestra historia y la transmisión de la fe.

 Celebrar a pesar de todo

En las Bodas de Caná, fue María quien notó la carencia antes que nadie: «No tienen vino»[4]. Ella, siempre atenta a los detalles, no permitió que la fiesta terminara en tristeza. La mujer venezolana posee ese mismo don mariano. Sabe de las necesidades de su comunidad, intuye el hambre oculta del vecino y, lo más importante, insiste en celebrar la vida.

A pesar de todo, la venezolana busca el motivo para la alegría, para cantar el cumpleaños, para poner la gaita en Navidad. Como en Caná, ella intercede y actúa para que no falte “el vino” de la esperanza y la alegría compartida, recordándonos que la vida, incluso en tiempos de crisis, merece ser celebrada.

Al pie de la cruz

Finalmente, la maternidad de María madura en el dolor más profundo. La profecía de Simeón sobre la espada que atravesaría su alma[5] se cumple al pie de la cruz. Allí, de pie, stabat mater, María es el espejo de tantas venezolanas que hoy sufren la cárcel injusta de sus hijos, nietos o maridos, presos por querer un país mejor. O de aquellas mujeres que ellas mismas están tras las rejas por alzar la voz.

María no huyó del Calvario; permaneció firme. Para la mujer venezolana que hace fila a las puertas de un centro de detención, llevando comida y esperanza, o para la que sufre la soledad de la celda, la Virgen Dolorosa es compañera inseparable. Ella valida nuestro llanto, pero también nos enseña la resistencia pacífica y la dignidad que ningún barrote puede encerrar. Nos enseña a esperar la Resurrección cuando todo parece muerto.

Tejedoras de un amanecer

La historia no termina en la cruz, sino en Pentecostés, con María rodeada de la comunidad. Aquí radica una clave vital para nosotras: la esperanza se teje en plural. Al igual que María corrió a visitar a su prima Isabel para compartir la alegría y ayudarse mutuamente[6], las mujeres venezolanas estamos llamadas a ser esa red de soporte. «El que tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva»[7].

En esta Nochebuena, mientras arrullamos nuestros sueños y nuestras nostalgias, miremos a María. Que su valentía nos inspire a decir “sí” a la vida, “sí” a Venezuela y “sí” a la certeza de que, tras la oscuridad, siempre amanece. Mujeres venezolanas: veámonos en ella, tratemos de ser tejedoras de esperanza, porque en nuestros brazos, en nuestra solidaridad y en nuestra fe inquebrantable reside la fuerza para sanar esta tierra.


Notas:

  1. Benedicto XVI, Spe Salvi, Carta Encíclica sobre la esperanza cristiana (Vaticano: Libreria Editrice Vaticana, 2007), sec. 2.
  2. Lucas 1, 38 (Biblia de Jerusalén).
  3. Lucas 1, 43.
  4. Juan 2, 3.
  5. Lucas 2, 35.
  6. Lucas 1, 39-45.
  7. Benedicto XVI, Spe Salvi, sec. 2.
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