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León XIV entre el Cielo y la Tierra

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A medida que van pasando los días, nos hemos ido enterando a cuentagotas de algunos detalles sobre la elección de León XIV como 267 Papa de la Iglesia Católica. Algunos cardenales, haciendo equilibrios para no decir nada que no deba ser dicho, nos han revelado un poco de lo que sucedió en el Cónclave sin revelar el cómo: después de todo, es apenas demasiado humano querer hablar del resultado de una elección sin revelar el propio voto . Unas palabras del cardenal Tobin, un simpático prelado de raíces redentoristas que es cabeza de la archidiócesis de Newark, me remitieron a lo que Benedicto XVI dijo cándidamente a peregrinos alemanes al poco tiempo de su elección y que vale la pena recordar:

“Cuando, lentamente, el desarrollo de las votaciones me permitió comprender que, por decirlo así, la guillotina caería sobre mí, me quedé desconcertado. Creía que había realizado ya la obra de toda una vida y que podía esperar terminar tranquilamente mis días. Con profunda convicción dije al Señor:  ¡no me hagas esto! Tienes personas más jóvenes y mejores, que pueden afrontar esta gran tarea con un entusiasmo y una fuerza totalmente diferentes. Pero me impactó mucho una breve carta que me escribió un hermano del Colegio cardenalicio. Me recordaba que durante la misa por Juan Pablo II yo había centrado la homilía en la palabra del Evangelio que el Señor dirigió a Pedro a orillas del lago de Genesaret:  ¡Sígueme! Yo había explicado cómo Karol Wojtyla había recibido siempre de nuevo esta llamada del Señor y continuamente había debido renunciar a muchas cosas, limitándose a decir:  sí, te sigo, aunque me lleves a donde no quisiera. Ese hermano cardenal me escribía en su carta:  “Si el Señor te dijera ahora ‘sígueme’, acuérdate de lo que predicaste. No lo rechaces. Sé obediente, como describiste al gran Papa, que ha vuelto a la casa del Padre”. Esto me llegó al corazón. Los caminos del Señor no son cómodos, pero tampoco hemos sido creados para la comodidad, sino para cosas grandes, para el bien”[1].

Pues bien, el bueno del cardenal Joseph Tobin contaba que[2], en el curso de las votaciones del último cónclave, mientras volvía a su lugar después de depositar la papeleta con la fórmula canónica correspondiente, y puesto que el nombre de Prevost comenzaba a flotar en el ambiente cada vez con más fuerza, se volvió a mirarlo y vio que tenía la cabeza entre sus manos, naturalmente abrumado por tamaña responsabilidad. Tobin, incapaz de imaginar lo que podía sentir un ser humano ante semejante desafío, no supo hacer otra cosa que encomendar a su hermano y pedir al Espíritu Santo fortaleza y serenidad para él. Y así fue que, concluido el escrutinio, al momento de pronunciar su respuesta a la ancestral fórmula de aceptación (Acceptasne electionem de te canonice factam in Summum Pontificem) de la alta investidura para la que había sido electo, Robert Prevost, continúa contando Tobin, era un hombre transformado, un hombre que parecía haber nacido para el puesto: toda la angustia había desaparecido ante la certeza de que Dios le había mostrado un camino claro a seguir. Dios, usando las palabras de Jesús a Pedro citadas por Benedicto XVI, le había dicho “sígueme”, lo había sacado de su comodidad para llamarlo a cosas grandes. He allí una manifestación patente del Espíritu Santo.

León XIV es, por lo tanto, y literalmente, un hombre caído del Cielo. Pero es también propiamente, y he aquí una novedad en la historia del papado, el primer pontífice que pertenece enteramente a la era de las imágenes, de las redes sociales, de los teléfonos inteligentes y de la inmediatez de las noticias que llegan a todos los rincones del globo en un solo click. En consecuencia, todos hemos tenido constancia de que Robert Prevost es también un hombre muy terrenal, que no mundano (“No pido que los saques del mundo, sino que los guardes del Maligno. No son del mundo lo mismo que yo no soy del mundo”[3])

Así, el antes cardenal, obispo, sacerdote, seminarista, universitario, niño en un suburbio de Chicago, ha aparecido de la mano de su madre y hermanos saliendo de una iglesia, como un jovencísimo sacerdote junto a Juan Pablo II, a lomos de un caballo en algún perdido rincón de la sierra peruana, con las botas puestas en medio del fango dejado por una inundación, sirviendo comida, comiendo él mismo pizzas en un restaurante de Chicago o cabrito chiclayano en el norte del Perú, confesando cándidamente sus diferencias con el cardenal Bergoglio o sufriendo como una fanático más en un estadio de béisbol. También los ubicuos videoaficionados nos han dejado las conmovedoras declaraciones de sus dos hermanos -devenidos en estrellas del prime time-, las eufóricas celebraciones tras su elección de los obispos, sacerdotes y seminaristas de costa a costa en su país natal; el llanto de una niña en la Plaza de San Pedro, su visita a la curia agustina de Roma y a la tumba de Francisco.

Decíamos que ha sido el primer Papa en ser capturado in fraganti por las cámaras con cara de angustia en un partido de béisbol. Como fanático de los White Sox, bromeaban el entrevistador Stephen Colbert y el jesuita James Martin hace unos días, se ejercitó durante años en lo que es el sufrimiento, y más tarde, al ganar la Serie Mundial de 2005, acontecimiento que vivió desde las gradas del propio estadio, como todos hemos podido ver en estos días, experimentó también lo que son los milagros.

Del mismo modo llegó hasta las mismísimas puertas del cónclave el mundanal ruido, las especulaciones de todo tipo en medios de todo el orbe que hablaban de conciliábulos, rencillas y enfrentamientos entre supuestas facciones irreconciliables. La rapidez con que transcurrió todo y los testimonios de los protagonistas no podrían ser más contrarios a esos tópicos. También en esto vuelve en nuestro auxilio la sabiduría de Benedicto en un pasaje que cayó en mis manos hace unos días, fiesta de San Matías: «la primera vocación tuvo lugar cuando la Iglesia estaba unida y rezaba. Cuando la Iglesia permanece unida y reza, no necesita preocuparse mucho por la propaganda, ya que puede estar segura de la respuesta del Señor»[4]. Decíamos que han salido a la luz unas cándidas declaraciones del propio Prevost hablando de sus escasas posibilidades de convertirse en obispo durante el pontificado de Francisco, dadas las diferencias que había mantenido en algunos asuntos con el entonces cardenal Bergoglio. Ya se ve que en la Iglesia tener diferencias no empobrece sino enriquece, no es un muro, sino a veces un puente. Puede que no todos pensemos lo mismo, pero todos creemos en lo mismo: el Evangelio es uno solo; Jesús es uno solo.

Todos los que vimos a León XIV asomarse al balcón del Palacio Apostólico por primera vez, vimos a un hombre que, con una lágrima asomándole en el párpado, fue capaz de transmitir el gozo y la paz. Un Papa que está en el mundo -este Papa, cualquier Papa-, nos trae a los cristianos una alegría que no es de este mundo.

De este gozoso y auspicioso inicio de su pontificado, me quisiera quedar entonces con su serena y atrayente imagen de hombre de Dios en medio del mundo, con la mirada puesta en el cielo y los pies asentados en la tierra, siguiendo en eso la línea del Concilio Vaticano II, que no presenta al cielo y la tierra como realidades completamente separadas u opuestas. Más bien, la tierra es el lugar donde el hombre vive su peregrinación hacia el cielo. Las realidades terrenas, bien utilizadas según el plan de Dios, pueden ser medios para crecer en santidad y prepararse para la vida eterna, medios para divinizar las realidades humanas y humanizar las realidades divinas. La tierra, creada por Dios, es el escenario de la vida humana, con su propia libertad y autonomía. El hombre, sin embargo, está llamado a trascender esta realidad terrena y alcanzar la plenitud de la vida en el cielo, mientras trabaja en la tierra para construir un mundo más justo, pacifico y fraterno que anticipe el Reino de Dios[5].

Haciendo buenas las palabras de Ratzinger, los católicos estamos llamados a hacer cosas grandes, que no siempre consiste en hacer grandes cosas, sino a menudo en hacer las cosas pequeñas con la grandeza de hijos de Dios. Eso es lo que León, siguiendo los pasos de Benedicto, nos ha enseñado en el luminoso prefacio de su pontificado. Ojalá pudiéramos nosotros seguir su ejemplo.

 

[1] Discurso del Santo Padre Benedicto XVI a los peregrinos alemanes, 25-IV-2005. http://www.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2005/april/documents/hf_ben-xvi_spe_20050425_german-pilgrims.html

 

[2] https://www.instagram.com/reel/DJb9fqbhbMo/?igsh=ZDNxMWpqemZsNjdo

 

[3] Jn 17, 15-16

[4] Benedicto XVI, Homilía en una primera Misa, 1973. Recogida en Enseñar y aprender el amor de Dios.

[5] Gaudium et Spes, Capítulo III; Lumen Gentium, Capítulo V.

 

Lee también: León XIV: El hilo invisible entre León XIII y Francisco

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