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Edificio Centro Valores, local 2, Esquina de la Luneta, Caracas, Venezuela.

Las muertes de abril

Una persona pone velas frente a unas simulaciones de tumbas con fotografías de víctimas de violencia, durante una protesta contra el gobierno de Nicolás Maduro, en Caracas

Mirla Pérez

Casi finalizando este fatídico mes, me siento en la obligación de reflexionar (y compartir con ustedes), sobre las muertes de abril, un mes que muestra diversas caras porque fueron múltiples los hechos históricos y las vivencias que a lo largo de sus días ocuparon un lugar.

Comienzo este escrito anteponiendo la fatalidad como una de las cualidades que define este mes, efectivamente una veintena de venezolanos han muerto en manos de “colectivos armados” (paramilitares) y guardias nacionales. Mueren en manos de la peor violencia posible: la política. Ya no la violencia de palabras, de amenazas, de descalificación, sino la violencia que te arrebata la vida, que te pretende eliminar como sujeto (político, social…) y te elimina como persona, “ya no está mi hijo, mi tío, mi sobrina”, porque fue eliminado por un régimen de muerte.

Algo en común tenían todas estas personas: amor por Venezuela, sed de libertad y de justicia. Fueron muertes provocadas por el estado y sus cuerpos de seguridad, sean los para-estados o los creados para tal fin. El ejercicio del exterminio está del lado del opresor, con armas de fuego no permitidas en la disuasión de manifestaciones callejeras, porque son de las que matan, de las que eliminan, no controlan, y las que son de control han sido usadas para eliminar.

Una bomba lacrimógena que se use en una distancia corta con la velocidad que le da el lanzador es un fusil de alto impacto. La misma bomba que se lance desde un helicóptero tiene una doble función: matar e intimidar. Intimida el bombardeo (sólo falta la sirena que lo anuncie), pero también intimida e indigna que lancen esos gases en clínicas y zonas residenciales. La muerte se produce, también, por un disparo de perdigones que al ser lanzado a quema ropa en lugar de dispersar se convierte en un proyectil que elimina al otro. Tenemos, pues, que el fin de la represión no es el control ciudadano sino la eliminación del ciudadano.

Tengo que empezar con la fatalidad porque es la que me permite desnudar en sus intenciones al criminal que la ejerce. En la ejecución no hay violencia del otro lado que pueda detenerla, el cuerpo es el único escudo del manifestante y denunciante de un régimen que pone en vilo todos los días la vida de las personas de este país: por represión, por violencia delincuencial, por falta de alimento o de medicina; las manos de ese cuerpo son las que le sirven al joven muchacho para devolver la bomba cuando llega casi a sus pies, cuando tira una piedra a funcionarios de seguridad que tienen escudos que impiden que les llegue, esa es la única defensa ante unos cuerpos represores cargados de municiones y armas letales que buscan exterminar al indefenso. 

La fatalidad está del lado del poder, aunque los muertos están del lado de los que demandan justicia sin tener el poder. Del lado de los muertos hay lucha, hay sueños, hay esperanza, pero también hay dolor y sufrimiento, el asunto es que el horizonte del que lucha contra el régimen es el renacer y la posibilidad de construir un destino marcado por la vida y no por la muerte, por tanto, para los que sueñan una Venezuela libre la fatalidad no es el camino. La fatalidad es el horizonte de los que hoy ejercen el poder, la maldad que se ha hecho sistema no ofrece otra posibilidad que no sea la muerte, la cotidianidad y abril dan testimonio de ello.

Nuestros muertos de abril tienen rostros, unos cercanos y otros más lejanos, unos jóvenes y otro no tantos, unos por las fuerzas represoras del estado y otro por paramilitares, pero todos en la lucha por la libertad. En la veintena señalada arriba no están incluidas las 11 personas que murieron electrocutadas en un saqueo en el Valle.

Esas once muertes (no por el saqueo) son la revelación de la valentía del pueblo que vive en El Valle, no es fácil protestar en la cueva del lobo, en “el territorio” de los colectivos, por un lado, esta protesta política es también un clamor social por hambre, un gran deseo de cambiar, la posibilidad de abrir un camino de esperanza para la familia y, por otro lado, es el anuncio de que el cambio es posible cuando se acompaña y se hace desde el coraje y la voluntad de cambiar. En Venezuela, en estos territorios dominados por los colectivos (paramilitares), es un delito tocar la mortal arma llamada cacerola.

La represión del estado y del para-estado es mortal contra el indefenso. Cuando el que inventa y reinventa mecanismos de protesta porque se produjo resquicios de lucha contra el totalitarismo, el mal hecho poder tiene que producir el exterminio. Nuestras zonas populares tienen valientes hombres y mujeres que se atreven a luchar y decirle al régimen que el destino es la lucha, la esperanza y el cambio. En todo el territorio venezolano todos los días se escucha con más fuerza esa voz que grita libertad y justicia, plantándose frente a la cara del poder que mata.

Abril, uno de los tantos meses significados por la fatalidad, es también el mes de la esperanza. Fatalidad del lado del poder y sueños de libertad del lado del no-poder. Los venezolanos unidos hemos dado una gran muestra de solidaridad y compromiso con nuestra historia, con el rescate de una Venezuela de justicia para nuestros hijos y nietos. Nuestros muertos nos duelen mucho porque fueron personas que apostaron por un sueño y se quedaron en este país para construirlo. Hoy no están, pero nuestro compromiso es que ese sueño por el que murieron sea realidad. La vida es soñar aunque nos la quiten, paráfrasis de lo que dicen mis jóvenes muchachos con los que estoy todos los días.

 

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