La paz no se construye con alardes o exaltaciones. Si quieres la paz, defiende la vida.
La paz no es la ausencia de guerra, es la tranquilidad en el orden, afirma Agustín de Hipona en el siglo IV. La verdadera paz, la paz duradera, la paz que trasciende el momento cosmético y que es sustantiva, no se construye a través de la guerra sino haciendo opción por la verdad, por el bien y por la belleza desarmadas. “Si quieres la paz, prepara la guerra” decían los romanos, que terminaron viendo caer a su Imperio. “Si quieres la paz, defiende la vida”, afirmó proféticamente Paulo VI.
Sí, la verdad desarmada, la verdad que no se impone por la fuerza, la verdad que conquista por atracción y no por coacción, es la única que puede fundar y sostener la paz duradera. La razón es contundente tanto a nivel especulativo como histórico: sólo la afirmación valiente de fines buenos con medios buenos, puede detener la espiral de violencia y destrucción. Cuando la paz se impone traicionando a la paz, es decir, por medios contrarios a su propia naturaleza, más pronto que tarde acumula encono, odio obsesivo, cultura de muerte.
En la historia de la filosofía, Hegel ha sido el autor que más profundamente ha intentado teorizar que la perspectiva que anotamos es una ingenuidad, es “buenismo”, es ignorancia de la verdadera trama de la Historia. Para el filósofo alemán, la fuerza y la verdad son inseparables y se desarrollan juntas en el proceso dialéctico. Más aún, la fuerza es la manifestación de la verdad en el mundo. Con estas premisas, es claro, que los pueblos que vencen en las luchas de la Historia son los portadores de los principios espirituales más elevados. La frágil verdad objetiva, desnuda y desarmada, no encuentra en el sistema hegeliano ninguna posibilidad de defensa. La verdad está en el que triunfa, en el que se impone, en el que humilla y alecciona al otro, destruyéndolo. La violencia, para los violentos, siempre es “la partera de la Historia”.
El descubrimiento de la verdad a partir del diálogo, del amor apasionado a la sabiduría, del respeto al rostro del otro, es del todo ajeno a la mentalidad de los violentos: para ellos, la verdad no es preciso explorarla, hay que imponerla por la fuerza. La libertad no es obediencia a la verdad sino afirmación del ser de las cosas a través del propio poder.
¿Qué tiene que suceder para que en nuestras sociedades entendamos que pretender instalar la paz a través de la violencia es una trampa que termina alimentando los más profundos deseos de resentimiento y venganza? ¿Qué tiene que pasar para que podamos comprender que la paz es un bien precioso que sólo se recupera cuando rechazamos convertir al adversario en enemigo irreductible?
Desde su pobre realidad llena de límites, la Iglesia católica sigue proponiendo, también en estos días, la única contribución verdadera: la paz no se construye con los alardes de la fuerza o las exaltaciones patrioteras. La paz nace solamente de quien acepta en su corazón su propia miseria y reconoce que necesita para la vida de un parámetro mayor al propio “yo”. Dicho de otro modo: sin la experiencia de una positividad real, capaz de abrazar todo y a todos, no es posible volver a comenzar. Esta es la esencia del tipo de “bien común” que hoy estamos llamados a construir si no deseamos contemplar el absurdo de la muerte de más seres humanos, incluso de nuestros hijos, en el futuro próximo.
Rodrigo Guerra López, Secretario de la Pontificia Comisión para América Latina
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