Antonio Pérez Esclarín
Hay una novela de Silvia Miguens que lleva por título “Catalina La Grande: El Poder de la Lujuria”. En ella, la autora nos describe la apasionante vida de Sofía Federica Augusta, que llegó a convertirse en Catalina II de Rusia, o Catalina La Grande, la emperatriz rusa más influyente de la historia. Siempre he sospechado que el subtítulo del libro fue meramente un gancho del editor para atrapar un mayor número de lectores, pues hay mucha gente que nunca compraría una novela histórica pero que puede sentirse atraída al ver la palabra lujuria en el título de un libro. De hecho, si bien la tal Catalina fue una mujer verdaderamente apasionada y que utilizó con desmesura el poder de la pasión, a mí me interesa más abordar la pasión del poder.
La temática que pretendo plantear la abordó ya con profundidad el médico y escritor español Gregorio Marañón en su biografía “El Conde-Duque de Olivares, o la pasión de mandar”. Marañón sostiene que los poderosos se enamoran de tal manera del poder que “la pasión de mandar” los llega a dominar por completo, les nubla la visión objetiva de la realidad y el poder se transforma en adicción. Amontonar más y más poder se convierte en una obsesión, en una verdadera lujuria. La lujuria del poder tiene como primer síntoma la necesidad narcisista de ser visto y escuchado permanentemente. De ahí la necesidad de ser la única voz, que necesita fluir en interminables peroratas y no vacila en encadenar los medios de comunicación para obligar a todo el mundo a escuchar sus insultos, ocurrencias y hasta chistes. La lujuria del poder necesita también recurrir a trampas lingüísticas, donde las palabras sólo significan lo que él decide: Por ejemplo, la palabra pueblo nombra solamente a sus seguidores; defender la Patria equivale a aceptar sus decisiones y principios, y los que no lo hacen son apátridas.
Como ocupa la mayor parte del tiempo en hablar y no en gobernar, y tiene muy pocos éxitos que mostrar, la mayor parte de sus palabras son anuncios, promesas, declaraciones de lo que va a hacer y del futuro glorioso que nos espera. Los aduladores de oficio se apresurarán a repetir una y otra vez sus palabras. Su fantasía principal es lograr un país donde todos los medios de comunicación recojan y divulguen, sin la menor crítica, todo lo que dice y promete. Un país donde sólo se escuche su voz y el eco de los que la repiten. Por ello, necesita insultar, amenazar, perseguir y hasta encarcelar las voces disidentes que osan arrebatarle el poder.
La incapacidad de ver la realidad que ocasiona la lujuria del poder necesita ir acompañada de ceguera voluntaria o interesada de sus seguidores. Algunos actúan de buena voluntad, seducidos por el discurso mesiánico y redentor. Otros, lo siguen por interés pues saben que el disfrute de algunos privilegios, pende del hilo de la fidelidad absoluta. La menor crítica supondrá su caída, y el cese de los beneficios que disfrutaba. Hay también otros que la cercanía al poder les permitió y permite enriquecerse ilícitamente y estos, al permanecer fieles al poder, defienden sus haberes mal habidos, pues saben que la caída del poder no sólo les impediría seguir disfrutando de los privilegios, sino que podría ocasionar su enjuiciamiento y hasta su condena.