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Edificio Centro Valores, local 2, Esquina de la Luneta, Caracas, Venezuela.

La invasión

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Foto: Archivo web

Por Alberto Barrera

Es un buen título para una película, como bien lo apunta Jean Maninat en su excelente artículo del pasado viernes. En el cine, las invasiones suelen ser emocionantes, épicas. No salpican a la sala las heridas. Se terminan cuando se enciende la luz y todos podemos pararnos e irnos, sabiendo que jamás tendremos que regresar a ese combate. En eso que conocemos como la vida real, las cosas son distintas. Fuera de la pantalla, las balas sí hacen daño y el humo se queda pegado en la piel. Las invasiones suelen durar muchos años. Los extras se mueren de verdad.

Escribo todo esto porque, a veces, no deja de asombrarme la facilidad con que, de pronto, se ha instalado entre nosotros la fantasía de una intervención armada.  Leo y escucho a gente que jamás ha tomado un arma en sus manos, y que tampoco ahora está dispuesta a hacerlo, promoviendo con beligerante entusiasmo una invasión militar a Venezuela. Creo que todos podemos comprender cabalmente los motivos de esta actitud: legítima indignación, legítimo desespero, legítima impotencia…Todos sentimos lo mismo.  Pero no se trata de un problema de pasiones. Eso no es lo que define la honestidad ante la tragedia del país y el dolor de los otros.  La política no es un relato sentimental.

La idea de una invasión es tentadora porque parece mágica. Apaga la luz un segundo que vienen los marines. ¡Shhh!. Escucha en silencio los ruidos, los gritos, las aspas de los helicópteros moviendo las nubes en el cielo. Enciende de nuevo la luz: ¡Ya no están! ¡…por fin! ¡Se acabó todo!  Visto así, un asalto extranjero pareciera tan atractivo como ganarse la lotería ¿Y quién no quiere ganarse la lotería? Pero, sin embargo, la historia demuestra que no es así. Jamás. Las guerras no son nunca un milagro instantáneo.

Y no olvido que llevamos años en cruentas batallas. No olvido que, gracias a la complicidad del chavismo, ya fuimos ocupados por los cubanos. No olvido que no vivimos en paz, que entre nosotros hay balas, hay muertos, hay prisioneros y torturas. Pero, aun así, esto es distinto a una situación bélica declarada y a gran escala. Los que han vivido eso más de cerca son, en todo caso, los habitantes de los sectores populares: llevan años padeciendo invasiones armadas de los agentes de los OLP, de la policía, de los grupos paramilitares al servicio del gobierno…Y probablemente, además, sería ahí donde ser refugiarían y se atrincherarían los militantes del oficialismo en caso de que ocurriera una intervención militar. Es fácil decidir por ellos sin arriesgarse. Es más sencillo hablar de la guerra que padecerla.

Me temo, más bien, que el sueño de la invasión, a la larga, quizás le convenga más al oficialismo que a la oposición. En la práctica, los mantiene viviendo en el límite de la violencia, donde saben moverse con menos escrúpulos y con más eficacia que cualquiera de sus adversarios. Ya lo demostraron el sábado 23 de febrero. Es cierto que la invasión funciona como una presión importante, que los mantiene bajo el temor de lo inesperado. Pero también es cierto que ése es el territorio donde mejor se desenvuelven. El chavismo ha demostrado que solo es eficiente a la hora de destruir. El hecho de tener, además, una amenaza foránea los sitúa de nuevo en el espacio narrativo en el que han desarrollado toda su gran campaña de desinformación y lobby internacional.

En ese contexto, la participación de Donald Trump en un acto a favor de Venezuela en Miami resultó conveniente para Nicolás Maduro.  En su alocución, Trump le quitó institucionalidad al conflicto y volvió a poner el debate en el centro del relato que maneja el chavismo: izquierda y derecha, capitalismo vs socialismo. Fue un movimiento que contaminó el foco de la lucha que la dirigencia de oposición había mantenido de forma clara y coherente. Juan Guaidó no asumió la responsabilidad de ser presidente interino de Venezuela porque Nicolás Maduro es socialista sino porque es un usurpador. Porque se ha apropiado del Estado y de las instituciones del país; porque Maduro se robó unas elecciones, porque está en el poder por la fuerza, de manera anti democrática.

Al oficialismo le conviene minimizar el nuevo liderazgo de la oposición. Una de sus prioridades es diluir a Juan Guaidó, dividir el apoyo que tiene, restarle la legitimidad popular que se ha ganado.  Necesitan recuperar a Donald Trump como único y enorme enemigo. La idea de la invasión funciona como un argumento ideal en esta estrategia. Al menos para problematizar la imagen del conflicto a nivel internacional y operar desmovilizando a la población dentro del país.

 “Ir bien no es necesariamente andar sin dolor y sin incertidumbres”, escribió el politólogo Ángel Álvarez (@polscitoall ) en uno de sus luminosos tuits.

Una cosa es ir bien por un terreno espinoso y lleno de trampas, resbaladizo y embarrado, que ir limpio, pulcro e indemne. Ir bien no es necesariamente andar sin dolor y sin incertidumbres. ¿Cuántos no han sentido que van bien pese a lo difícil y doloroso que sea avanzar? Angel E. Alvarez (@polscitoall)

Quizás conviene que observemos con más frecuencia hacia atrás. No hay que ir demasiado lejos. Basta con mirar a principios de enero, tan solo, para ponderar que teníamos entonces y qué tenemos ahora.  Como país y como posibilidad de futuro.  El camino no es fácil ni sencillo, pero, sin duda, hemos avanzado.

Hay que seguir presionando, cada quien desde su espacio. Retomar los problemas concretos de la gente y seguir arrinconando a la casta desde afuera y desde adentro. La invasión es un espejismo que, al menos hasta ahora y públicamente, ni siquiera aceptan aquellos que podrían llevarla a cabo.

Más que a los gringos, hay que prepararse para recibir a Guaidó.  Él, y todos nosotros, representamos el fin de la usurpación. La batalla continúa.

Fuente: Efecto Cocuyo

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