El venezolano tiene una vocación de paz inmensa e irrevocable. Contra viento y marea, y en condiciones nada competitivas, ha decidido ir a votar. ¡Enhorabuena!
El evento electoral del 28 de julio, independientemente de lo que ocurra, para bien o para mal se presenta como un hito histórico en la memoria política del siglo XXI de nuestro país.
Nos encontramos ante una gran encrucijada: continuismo o transición, es decir, profundizar el deterioro de las condiciones de vida y el cierre de espacios democráticos o abrir posibilidades de reconstrucción del tejido social y rehabilitar la institucionalidad democrática y el Estado de derecho.
Aunque el país no comienza ni termina el 28 de julio, el evento electoral es un punto de inflexión importante porque los resultados marcarán un derrotero histórico.
Emocionalmente, los afectos de las mayorías se debaten entre esperanza e incertidumbre, o lo que algunos politólogos han categorizado como “esperanza cauta”.
Este sentir embarga el corazón de la población de todos los estratos del país e incluso de actores sociales, económicos y políticos que, otrora, tenían incidencia en el debate público e instancias decisorias, y hoy, sin embargo, ante el conjunto de leyes y medidas administrativas coercitivas impuestas por el Estado, se encuentran invirtiendo gran parte de su tiempo y energías psíquicas en ver cómo sobrevivir.
Así, en un contexto de gran adversidad, persecución política, hegemonía comunicacional y cierre sistemático de espacios de participación, la mayoría de la población se encuentra excluida, desinformada y al margen de lo que realmente se cuece al interior de las instituciones del Estado de cara al evento electoral, especialmente dentro del Consejo Nacional Electoral (CNE). Aunque se trabaja y se espera que los comicios ocurran para bien del destino del país, el ciudadano de a pie dice aún “ver para creer”.
Si tomáramos una fotografía a la agitada alma del venezolano, notaríamos cómo el cansancio, el descontento e indignación ante quienes dirigen los destinos del país cubren la mirada de la mayoría de la población; y si auscultáramos al mismo tiempo su corazón, escucharíamos los latidos de una gran esperanza que jalona el transitar hacia un nuevo ciclo político; sin embargo, también registramos una gran desconfianza, un temor fundado, que genera gran incertidumbre, o lo que los psicólogos han denominado “miedo difuso”.
En todos los focus groups que he ido haciendo a lo largo y ancho del país, con distintos estratos y sectores de la sociedad, esta “esperanza incierta” es una constante.
Sin embargo, en medio de esta paradoja de “esperanza cauta”, surge una actitud ética que inclina la balanza hacia la esperanza: la responsabilidad ciudadana, un sentido del deber con el destino del país, que moviliza no solo a votar, sino también a cuidar y defender el voto. Por los aires que soplan, creo que el deber ciudadano y la voluntad democrática de la ciudadanía se expresarán masivamente el 28 de julio, superando la desconfianza y el miedo.
En este contexto, los cristianos estamos llamados a participar y ser constructores de la paz y reconciliación nacional, siendo signo de la responsabilidad y corresponsabilidad que brota del amor que vence el temor:
“En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor […] el que teme, no se ha perfeccionado en el amor” (1Jn 4,18) porque, como nos anuncia el mismo Jesús: “Bienaventurados los que construyen la paz porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5,9).
Fuente:
Boletín Signo de los Tiempos del Centro Arquidiocesano Monseñor Arias Blanco. Edición N° 235 (28 de junio al 4 de julio de 2024).