J. M. Alemany
“Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre…”. Toda la vida de Jesús ha estado en tensión dramática, dirigida a este momento, a su hora. Cuando su madre le ruega ayuda en Caná, responde Jesús que “todavía no ha llegado su hora” (/Jn/02/04). Durante su vida itinerante y pública “buscaban ocasión de echarle mano, pero nadie lo hizo porque todavía no había llegado su hora” (/Jn/07/30). El día de Ramos siente la proximidad de la hora y habla de glorificación: “Llega la hora de que sea glorificado el hijo del Hombre” (/Jn/12/23).
Cuando Jesús, antes de la fiesta de la Pascua y en los preparativos de la cena, habla de la llegada de su hora, se trata pues, de algo esperado largamente, hacia donde confluyen su vida y su palabra, es el momento decisivo. Aún sin comprenderlo del todo, los discípulos vislumbran la solemnidad del momento. Y desde luego, el evangelista utiliza palabras solemnes para enmarcar la escena: “Sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía…” Lo que va a ocurrir es algo largamente preparado y ahora solemnemente resaltado.
El gesto. Por eso es mayor la perplejidad de los discípulos ante el desconcertante gesto del maestro antes de cenar. Recordaban los duros altercados de Jesús con los fariseos para defenderles de acusaciones de tipo ritual: “¿Por qué tus discípulos quebrantan la tradición de los antepasados? no se lavan las manos a la hora de comer” (Mt. 15, 2). Y, sin embargo, ahora era el mismo Jesús quien recriminaba a Pedro por rehusar el lavatorio de los pies.
¿Imaginarían quizá por un momento que el maestro había cambiado de manera de pensar, instituyendo un nuevo rito de purificación legal? fue al sentarse a cenar -“lo comprenderás más tarde”- cuando Jesús iluminó con su palabra el acontecimiento. “Si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros”. El gesto no era pues un rito, sino la eclosión de una existencia, la expresión de una riqueza interior. No era el cumplimiento legalista de un precepto, sino la exteriorización sencilla de una actitud vital: el servicio y la entrega a los demás. Era la “hora definitiva” de Jesús porque “el amor iba a llegar hasta el extremo”.
Nosotros también utilizamos signos, expresiones, gestos, en la trama de nuestras relaciones con los demás. Pero nos hemos acostumbrado a que constituyan una especie de superestructura ajena a nuestra auténtica existencia personal. La mayor parte de las veces los “gestos” se convierten en “muecas” vacías y hasta llenas de falsedad. Somos capaces de dar un apretón de manos a la persona contra la que vamos a utilizar todos nuestros recursos de calumnia y engaño. Hombres poderosos hablan de paz, mientras nada hacen por detener una carrera de armamentos que beneficia su economía o prestigio. Llamamos “cena-homenaje” o “medalla de oro” a lo que ofrecemos a una persona mientras puede sernos útil, sin que nadie se haga ilusiones de que esas promesas valgan para los momentos de soledad u ostracismo.
Ritos/sinceridad: pero incluso nuestras relaciones con Dios muchas veces no son de otra manera. Gestos, palabras, ritos. Pero nuestros gestos no son una expresión nacida de nuestra filiación hacia el Padre, de nuestra fraternidad con los hombres, sino ritos que intentan justificarnos ante un Dios lejano y consagrarnos como religiosos ante los demás. La religión adquiere entonces dimensiones de insinceridad. “Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: Este pueblo me honra con palabras, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rendís culto…” (Mt/15/08-09). Jesús es diferente. Nos enseña a devolver a los gestos -ante el Padre y los hermanos- su verdad. Y así sus gestos de perdón, consuelo, salud y amor, van creando una nueva realidad que va cobrando verdad en la existencia concreta de los afortunados hombres que salen a su encuentro.
Ahora todo llega a su fin. Es la hora definitiva. Y en un gesto-testamento, frente a un mundo gesticulante quiere afirmar y legarnos la única razón de ser de su vida: vivir para los demás. Un amor que le ha llevado al servicio desde el último lugar.
La comunión y la comunidad. Sabemos que Juan es el único evangelista que no relata expresamente la institución de la Eucaristía. El gesto del lavatorio de pies, enmarcado tan solemnemente, tiene el mismo significado. Pero las tradiciones sinópticas y paulinas nos recuerdan y refuerzan el hecho. Así comprendemos, tras el lavatorio como llamada de atención sorprendente (era El, el Señor, quien “estaba a sus pies”), la entrega de su cuerpo y de su sangre, “por vosotros”. No era una cena-homenaje, sino una cena-entrega, en que el Señor da parte de sí mismo a sus amigos, crea una comunión de vida con ellos. El gesto una vez responde a una realidad. Por eso la cena del jueves no se puede entender sin la cruz del viernes. “Cada vez que coméis de este pan y bebéis de esta copa, proclamáis la muerte del Señor hasta que vuelva” (1Co/11/26). No existe mayor amor que el que da la vida por sus amigos, había anunciado Jesús. Dar verdad a estas palabras significaba una entrega sin reservas.
El gesto no quiso ser un recuerdo bello para la historia, sino un mandato que ponía en pie una comunidad nueva: la de los que sirven humildemente a los demás, la de los que en el cuerpo y sangre de Jesús reciben fuerza para amar y entregarse hasta la muerte. “Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis” (Jn. 13, 15). “Haced esto en memoria mía” (1 Cor. 11, 24).
¿Aceptamos este jueves santo unirnos en aquel gesto inolvidable? ¿Están nuestras relaciones con Dios y con los hombres ayunas de verdad en los gestos y en los ritos? ¿Significa cada Eucaristía un robustecimiento de comunión y entrega mutua? ¿Es la comunidad que celebra y proclama la muerte del Señor hasta que vuelva un lugar de servicio a la humanidad de hoy? ¿En qué se podría concretar este servicio?