El artículo revela cómo Juan 20, 19-29 transforma el miedo en fe a través de la resurrección de Jesús. Explora la lucha de Tomás con la duda y presenta la esperanza cristiana como una fuerza activa y transformadora.
Al querer aproximarnos al tema de la esperanza cristiana desde el punto de vista bíblico, el pasaje de Juan 20, 19-29; es una perícopa fundamental. Este pasaje forma parte de la narrativa sobre las primeras apariciones del Resucitado, pero también nos ofrece una rica teología sobre la esperanza cristiana.
Una historia en un contexto para una posible interpretación
Este texto se sitúa en un contexto histórico marcado por tensiones entre los judíos y los seguidores de Jesús, lo que añade una capa significativa a su interpretación. En efecto, en el siglo I, el territorio de Palestina estaba fuertemente marcado por lo que significaba la ocupación romana, sus implicaciones y las tensiones políticas y religiosas que se generaban. En este sentido, los seguidores de Jesús, incluidos los discípulos, enfrentaban una situación de vulnerabilidad y miedo tras la crucifixión de Jesús. La relación entre los judíos y los primeros cristianos era compleja: muchos de los primeros seguidores de Jesús eran judíos que interpretaron su muerte y resurrección como el cumplimiento, de acuerdo a las expectativas mesiánicas de la época, tal y como lo podemos encontrar en las fuentes extrabíblicas como lo es el historiador judío Flavio Josefo. La idea de un Mesías que traería liberación y esperanza se convierte en un tema central en cuarto evangelio.
Es importante tener en cuenta que la resurrección de Jesús ocurre en el contexto de la celebración de la Pascua. Como sabemos, la Pascua es una festividad que conmemora la liberación del pueblo hebreo de la esclavitud en Egipto. Este trasfondo pascual es crucial para entender el simbolismo del pasaje. La resurrección no solo representa una victoria sobre la muerte, sino también una nueva liberación espiritual para los creyentes. Esta conexión con la Pascua subraya el carácter redentor del evento.
Una historia con un orden que comunica
Nuestro pasaje se puede dividir narrativamente en varias partes, manifestando una estructura no solo narrativa, sino también teológica: cada parte contribuye a desarrollar la idea central de que la resurrección transforma el miedo a la fe y la fe en misión. En efecto, la narración se desarrolla en dos momentos temporales: “al atardecer de aquel día” (v. 19) y “ocho días después” (v. 26). Esta estructura temporal crea un paralelismo entre las dos apariciones, situándonos en dos escenas con una transición estructuradas quiásticamente y subrayando la progresión de la esperanza en la narrativa. En la primera escena Jesús se presenta a los discípulos y les ofrece su paz, mostrando sus heridas como prueba de su identidad. Los discípulos reaccionan ante su presencia y Jesús los envía al mundo y les otorga el Espíritu Santo, dándoles autoridad para perdonar pecados (vv. 19-23). Viene entonces una transición que introduce la ausencia de Tomás (v. 24). Luego continúa la segunda escena que nos narra la historia de Tomás y su incredulidad, destacando la lucha con la fe y la necesidad de evidencia tangible para creer en medio de la presencia de Jesús (vv. 25-29).
Una historia con significados implícitos
El narrador nos proporciona una información contextual esencial al inicio de la primera y la segunda escena, ubicándonos en un espacio cerrado (“las puertas cerradas”, vv. 19. 26) pudiendo simbolizar el miedo, la incredulidad y también las limitaciones espirituales que enfrentan los discípulos. Los discípulos están encerrados no solo físicamente, sino también emocionalmente. No es para menos: han experimentado un gran dolor, un fuerte trauma, una profunda decepción por la pasión, crucifixión y muerte de Jesús.
La entrada repentina de Jesús en este espacio cerrado pudieramos interpretarla como la superación de estas barreras, como la representación de una irrupción, de una incursión de la esperanza en un contexto de desesperación. Será el catalizador que redifinirá su identidad colectiva como portadores del mensaje evangélico. El saludo inicial de Jesús en ambas escenas (vv. 19.21.26), no solo establece un tono amistoso sino que actúa como un acto performativo que busca restaurar el estado emocional perturbado por el miedo: ofrece paz. Aquí se puede ver cómo Jesús intenta calmar a sus discípulos mediante una declaración que implica seguridad y reconciliación, es decir, no solo se trata de un deseo, sino una realidad que es “aquí y ahora” y se establece en el encuentro con el Resucitado. Además, desde una perspectiva intertestamentaria, la paz ofrecida por Jesús y la שָׁלוֹם (shalom) profética, evoca las promesas de paz mesiánica (cfr. Is 9,6-7; Miq 5,5) y presenta a Jesús como el cumplimiento de las esperanzas escatológicas. A continuación Jesús, en ambas escenas, se “pone en el medio” (v. 19) y muestra sus heridas marcadas en sus manos y el costado (vv. 20.27). Este gesto, además de subrayar la identidad del Resucitado y su papel central como mediador, no desvincula la esperanza con la realidad de la cruz, presentando una esperanza que integra el sufrimiento.
Es desde esta realidad que Jesús comisiona a sus discípulos: “Como me envió el Padre, así yo los envío a ustedes”. Es un acto que implica una transferencia de autoridad y responsabilidad hacia los discípulos (v. 21). El uso del verbo “enviar” (ἀποστέλλω) indica una misión activa e involucra a los discípulos directamente en el plan divino, en sintonía y continuidad con la tradición profética. Este envío viene cargado de simbolismo con el acto físico del soplo de Jesús (v. 22) que tiene implicaciones profundas: el narrador nos permite comprender teológicamente que no solo simboliza el don del Espíritu Santo, sino también que este gesto evoca la creación (cfr. Gn 2,7) y simboliza la nueva vida en el Espíritu; una restauración de la imagen divina en la humanidad. El mandato dado por Jesús incluye, no solo aspectos espirituales, sino también sociales: al recibir poder para perdonar pecados (v. 23), los discípulos son llamados a actuar como agentes transformadores dentro de sus comunidades. De esta manera, se establece una conexión directa entre Jesús y sus seguidores, marcando un nuevo comienzo para ellos como comunidad.
Los discípulos son caracterizados inialmente por el miedo (v. 19). La reacción inicial al miedo refleja una condición humana universal y muy natural ante lo desconocido o amenazante. Su transformación se manifiesta en la alegría (v. 20) y en la recepción de la misión (v. 21). Este contraste se vuelve más significativo cuando se introduce el tema de fe mediante Tomás (v. 25), quien representa a aquellos que necesitan evidencia tangible para creer. En efecto, Tomás viene presentado como un personaje escéptico, subrayando su dualidad: es la duda humana frente a lo sobrenatural. Su caracterización evoluciona desde la incredulidad (v. 25) hasta la confesión más elevada del evangelio “Señor mío y Dios mío” (v. 28), un reconocimiento profundo que refleja un desarrollo en su fe. El uso metafórico del “ver” y “creer” se convierte en un tema que invita a una reflexión más profunda sobre la naturaleza de la fe: es la decisión de optar por ir más allá. De hecho, cuando Tomás expresa su incredulidad (v. 25), al mismo tiempo decide abrir espacio para una interacción más profunda donde Jesús responde directamente a sus dudas (vv. 27-28). Esta dinámica muestra cómo las preguntas legítimas pueden llevar a encuentros significativos con lo divino. La incredulidad de Tomás puede equipararse al proceso de fe de Abraham. Abraham experimenta progresión en la fe, pasando de la duda (Gn 15,8) a la fe obediente (Gn 22,1-19). Tanto Abraham como Tomás, nos presentan la fe como un proceso que integra el cuestionamiento y la confianza.
Una historia que habla de la esperanza cristiana
El encuentro en Juan 20, 19-29 subraya la importancia de la comunidad en la experiencia cristiana (cfr. vv. 19-23): no es un asunto individual, sino comunitario; tiene una dimensión eclesial y corporativa. En medio de una situación de crisis y ante la probable pregunta sobre qué esperar, la presencia del Resucitado entre los discípulos simboliza que la esperanza cristiana está intrínsecamente ligada a la resurrección y debe ser vivida activamente en medio del miedo y el sufrimiento humano. Vivimos en una época donde lo desconocido que tenemos ante nosotros es aterrador por su imprevisibilidad y, al mismo tiempo, por sus horizontes de rapidez asfixiantes: un mundo que parece escapar de nuestro control y nos impiden entender qué debemos hacer y hacia dónde vamos. Muy probablemente fue ésta la situación inicial de los discípulos.
Por otra parte, la narración vívida de la experiencia de Tomás (vv. 24-29) subraya que la esperanza también implica un encuentro personal con Cristo, un encuentro transformador. La esperanza se fundamenta en la posibilidad de una renovación ontológica del ser humano. El paso del miedo (v. 19) a la alegría (v. 20) de los discípulos muestra la esperanza como fuerza transformadora: sugiere una restauración de la relación original entre Dios y la humanidad.
La esperanza cristiana se inserta en la historia más amplia de la salvación: no es meramente pasiva, implica una responsabilidad activa en la continuación de la obra divina, desafía e impulsa a la acción. Sin embargo, no se trata de sólo activismo o voluntarismo: el don del Espíritu (v. 22) implica que la esperanza está respaldada por la capacitación divina. Desde el dinamismo del Espíritu, son los discípulos los llamados a ser portadores de esta esperanza al mundo, desde un compromiso activo con el perdón y la reconciliación.
La evolución de Tomás de la duda (v. 25) a la confesión (v. 28) presenta la esperanza como un proceso que integra el discernimiento, el cuestionamiento crítico, como un dinamismo que integra la duda y la certeza; y sugiere una comprensión de la fe como un camino de crecimiento continuo, en donde la esperanza verdadera va más allá del optimismo y falsas ilusiones. Muchos hombres y mujeres de nuestras generaciones, han vivido una gran etapa de esperanza humana y cristiana. Hoy, sin embargo, las ideologías políticas para algunos y las utopías sociales para otros han fracasado, mientras continúan el fomento de expectativas e ilusiones suscitadas en los cristianos por diversos grupos sin el mayor de los éxitos.
La esperanza cristiana fundamentada en la resurreción, no solo asegura la vida eterna sino también transforma las realidades presentes. No se trata de discursos tranquilizadores ni teorías tranquilizadoras que demuestren que el mañana (o a partir de alguna fecha en específico) todo cambiará o irá mejor. Esa no fué la intención de Jesús ni las palabras que comunicó a los suyos: Jesús no dijo nada del futuro que venía ni de lo que les iba a pasar a los discípulos. No hay nada aquí que esperar ni de esperanza. La irrupción de Jesús en el presente, en medio de nosotros, abriendo “las puertas cerradas”, trascendiendo la necesidad de evidencias tangibles; presenta la fe como el modo de acceso a la realidad esperada, en línea con Heb 11,1. Implica una tensión entre el “ya” y el “todavía no” de la salvación. De esta manera, se transforma radicalmente el presente, invitando a una nueva forma de existencia, una forma de existencia caracterizada por una decisión de acoger la invitación de Jesús: hacer vida la paz, la misión y la fe.
En última instancia, Juan 20,19-29 presenta la esperanza cristiana como una realidad que trasciende las limitaciones del tiempo y el espacio, anclada en el evento pascual pero siempre abierta a nuevas manifestaciones de Jesús viviente en el aquí y el ahora de la historia de la Iglesia y en la vida de cada creyente. Para “verlo” y “creer”, será necesario siempre reconocer los posibles “encerramientos” en los que vivimos y nos movemos, siendo conscientes de sus origenes y anclajes en probables miedos e incertidumbres muy reales y muy válidos. Sin embargo, nuestra fe puede seguir creciendo aún en medio de dudas y, aún con ellas, haciéndonos las preguntas legímimas, seguiremos, en el “aquí y ahora”, siendo enviados activamente al mundo con un mensaje transformador, donde la paz y el perdón son la clave. De esta forma, podemos entender que la esperanza no viene por sí sola: se sitúa en el espacio de la elección, de las decisiones límites. Se trata de una decisión personal que, junto con otros, requiere el esfuerzo de la voluntad. Necesitamos decidir juntos tener esperanza, de “ver” hoy para mañana, de “creer” lo que es posible hoy sucederá mañana. Elegir tener esperanza significa comprometerse junto a otros, asumir responsabilidades hacia el destino común, haciendo todo lo posible como si dependiera de nosotros, pero sabiendo que todo depende de Dios.