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Edificio Centro Valores, local 2, Esquina de la Luneta, Caracas, Venezuela.

Habrá que preguntarse

Fe y Alegria
Foto: Cortesía Fe y Alegria

Por Héctor Ignacio Escandell Marcano

A veces pienso que nos convertimos en una inmensa muralla que intenta proteger lo que construyó, pero que ahora es rígida, inmóvil. Incapaz de dar sombra a otros. Quizás por la profundidad de la crisis en la que estamos metidos, porque cada vez nos azotan más y nos hacemos incrédulos de lo bueno. Luego veo las puertas abiertas en medio de la tragedia y me animo, me vuelvo a sorprender, a enamorar.

Cuando Fe y Alegría nació -dicen los libros de historia- Venezuela era un desastre. Los niños no iban a la escuela, los adolescentes no sabían leer y los barrios de Caracas eran un nido de campesinos desterrados y embriagados con el tufo del petróleo que ya comenzaba a borrar la memoria de los criadores de la tierra.

Dice la historiografía que aquella Venezuela daba sus primeros pasos a la comodidad del rentismo y a la profundización de la exclusión. Dicen los que saben, que a nadie le importaba los pobres, los marginales. Dicen, que los que vivían en el terreno plano miraban por encima del hombro y escupían la esperanza de las mujeres que limpiaban casas y cuidaban niños ajenos. Otros dicen que no, que nuestro país era pujante, que en los años cincuenta, la dictadura era sinónimo de progreso y edificación del futuro.

Lo cierto del caso, es que en esa época nació nuestra primera escuela cerro arriba. En un acto de entrega total, una familia lo dio todo. Se quedó únicamente con la ilusión de ver -algún día- concretarse el sueño de ofrecer educación a los chamos del barrio.

Allá fueron a dar los voluntarios, las monjas y los curas. Hicieron la tarea histórica de montar el primer pizarrón y dibujar las primeras pinceladas de un movimiento que se haría grande en tamaño, pero más en nobleza.

Millones de tizas se han gastado en estos años, los recursos han sido escasos y -abundantes- a veces, muchos chamos han crecido bajo el abrazo de la educación popular y eso siempre será motivo de orgullo.

¿Hoy dónde estamos?, ¿cuál es la Venezuela que le ha tocado a esta generación?, ¿en qué mundo estamos viviendo?, ¿dónde están las nuevas fronteras de la exclusión?

La realidad contextual nos indica que hoy estamos igual o peor que en los años cincuenta. La libertad está secuestrada, algunos niños huyen de la violencia en los barrios y otros son dejados atrás por sus padres en el afán de buscar una oportunidad fuera del país que les permita alimentarlos para después volver por ellos. El país de hoy nos grita que Fe y Alegría está vigente, que es necesaria y urgente, nos dice que hay que salir a buscar a los adolescentes expulsados y a los jóvenes condenados a migrar. Este bendito país hoy nos cuestiona nuestras capacidades y servicios. Hoy somos más y tenemos más, tendríamos que ir más allá.

Quizás, la mayor urgencia de hoy no está en los cerros de Caracas sino en el sur, allá donde la ambición del oro está degollando a la madre tierra, donde los adolescentes deben elegir temprano entre la mina y la miseria. Entre una ametralladora o una puñalada.

¿Dónde tenemos que estar hoy?, la respuesta no se encuentra con facilidad, pero hay que buscarla y trabajarla. Nuestro gran reto en este día, es reconocer las alarmas de las zonas de confort que nos acechan, identificar nuestros propios demonios y nuestras actitudes de soberbia. Comprender que la misión no es finita ni está adherida a una persona, y que por el contrario, la posibilidad de seguir estando consiste en la capacidad y la humildad que tengamos de abonar el terreno a los otros, a los que vendrán.

Hoy somos escuelas, somos radios, somos web, twitter, Facebook, Instagram y What’sApp, somos centros de capacitación laboral, somos salones universitarios. Somos, al final eso parece ser lo más relevante, que aprendamos a ser -juntos-, que solos no somos más que operarios de un sistema, pero que juntos somos una fuerza en movimiento capaz de transformar.

En este aniversario 64 quisiera que nos cuestionemos la misión, que nos preguntemos cuál es el real sentido de nuestra educación, para que dentro de cuarenta o sesenta años, no digamos que estamos peor que en 2019.

Ojalá que en el futuro podamos cosechar un país distinto, una Venezuela productiva e innovadora, con gente sensible y enterada que la mayor suma de felicidad posible se encuentra en hacer el bien y hacerlo bien. En amar y servir al hermano. Siempre.

Feliz día gente de Fe y Alegría. Hoy habrá que preguntarse.

Foto: Cortesía Fe y Alegria

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