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Edificio Centro Valores, local 2, Esquina de la Luneta, Caracas, Venezuela.

¿Existe Ana María?

Lissette González

En un país como Venezuela, que ha sido declarado libre de analfabetismo, con un gran despliegue de programas sociales destinados a la población excluida del sistema escolar (las misiones educativas Robinson, Ribas y Sucre) y con unos indicadores educativos que nos muestran en la última década tasas brutas de escolaridad en educación básica superiores al 100%, parecería imposible conocer a una persona joven analfabeta. Pero ahí está Ana María.

Los amigos de las teorías de la conspiración podrían pensar que es un montaje mediático, que es un complot que busca disminuir los logros sociales de la revolución bolivariana, incluso que forma parte de una estrategia magnicida. Pero sin mayores aspavientos, ahí está Ana María.

Es una muchacha oriunda de un pueblito cercano a San Felipe, Estado Yaracuy. Tiene 17 años y como su mamá “no puede darle sus gustos”, su tía la envía a trabajar a Caracas a la casa donde ella misma sirvió hace unos 15 años. Aquí la reciben gustosos, claro, porque es de una familia conocida y decente. Pero Ana María no sabe leer y no tiene cédula. La primera suposición es que debe haber abandonado pronto la escuela por la lejanía, para ayudar en el cuidado de la casa y hermanos u otras labores de las que caracterizan el mundo rural.

Pero cuando le preguntas hasta qué grado estudió, dice “no… yo no estudié”. Aquí no queda más remedio que dudar de esas estadísticas educativas que muestran un país con grandes logros en los últimos decenios, incluso en comparación con otros países de América Latina.

Hace falta ver esos datos con detalle. Según la Encuesta de Hogares por Muestreo del año 2009 encontramos que la tasa de analfabetismo de la población de 15 a 19 años es 1,5%. Es decir, casi 2 de cada 100 adolescentes venezolanos no saben leer y escribir. Si nos acercamos al panorama del Estado Yaracuy podemos notar que su tasa de analfabetismo está casi 3 puntos por encima del promedio nacional de acuerdo al censo del 2001. Y al verificar los registros educativos, el hallazgo es que en esta entidad federal la tasa bruta de escolaridad en educación básica ha bajado de 89% a 84% entre los años 2000 y 2006. Así que las estadísticas nos muestran que aunque poco probable, Ana María es posible.

Es un reflejo directo de las grandes desigualdades que persisten en nuestro país y que son difíciles de percibir, tanto para el país oficialista como para el opositor. Aunque ambos sectores puedan tener distintos imaginarios sobre los que es nuestro pueblo, ninguno tiene en cuenta a esa población que está al margen de los cambios tecnológicos del S. XXI (internet, TV por cable, economía formal moderna), pero también de las misiones, de las becas, de las cooperativas, entre los muchos planes y ayudas que ha ido creando este gobierno.

Desde nuestra mirada urbana y de clase media es fácil pensar que el problema de nuestra educación pública es la calidad y la pertinencia, mejorar la formación de los docentes e incorporar nuevas tecnologías. Esas dificultades son reales, por supuesto, pero el problema mayor es que existe Ana María que no tuvo acceso a ninguna escuela, mala o buena. Y la educación es un derecho, y es deber del Estado garantizarlo a todos los ciudadanos.

Desafortunadamente, todavía no hemos alcanzado la cobertura universal de nuestro sistema de enseñanza. Yo sólo quisiera decirles a quienes están diseñando las propuestas del país de uno y otro bando que no se olviden de Ana María y de los otros muchos niños que siguen creciendo sin escuela en este país. Incluirlos y darles oportunidades es una tarea impostergable.

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