Por Mibelis Acevedo Donís
Recientemente, en su columna de El País, el periodista argentino Martín Caparrós compartía angustias y subrayaba sus distancias en relación a los millones de compatriotas que hoy están dispuestos “a entregarle el mando a un desquiciado”. Al referirse a Milei, “ese personaje de opereta que cautiva a tantos”, afirmaba que “lo más terrible no es el votado, sino los votantes”. Admitía no saber “ni de lejos cómo piensan esas personas (…) cómo eligen una salida que parece la prueba final de la decadencia de un país que se empeña en una larga decadencia”. Así que, aun inclinado a entender el por qué de ciertas preferencias políticas con las que nunca ha comulgado —como el peronismo, el kirchnerismo o el macrismo— en este caso acababa derrotado por la perplejidad, la confusión: el no saber lo que ese pueblo hace ahora, lo que esa mayoría está decidiendo. “Y es duro no entender de una manera tan extrema”.
El desaliento no es para menos. La mirada particular que lanza Caparrós, las interrogantes que plantea el presente y futuro de la democracia argentina —que, con luces y sombras, cumple este año cuatro décadas de historia ininterrumpida— remite asimismo a un tema más amplio y con muchas aristas, complejo, aunque no novedoso. El de la responsabilidad del ciudadano-elector en una democracia, en tanto depositario de la soberanía y agente legitimador de la representación política. Visto desde cualquier perspectiva, y aun cuando el sistema garantice un “núcleo duro”, un conjunto de procedimientos y normas que preserva sus alcances, el rol de esa participación sigue siendo una piedra angular, un punto de partida crítico. Un alumbramiento que puede ser auspicioso, anticipo de mejoras o, por el contrario, una aventura de alto riesgo. Preferir como gobernante al potencial déspota porque se percibe “distinto”, temerario, indómito o disruptivo, a diferencia del discreto y predecible demócrata, suele ser un error de cálculo tremendamente costoso para las sociedades, y difícil de enmendar en términos de retroceso de la cultura política. Al final, no bastará con decir: “hemos sido estafados”.
“¿Qué les pasó, qué nos pasó? ¿Siempre fuimos así, ahora somos así, no somos así? ¿Qué queremos?” inquiere Caparrós. A las suyas, se suman otras preguntas: ¿qué hace hoy tan volubles a estos electores-audiencias? ¿Qué los infantiliza al punto de privilegiar esos rasgos de personalidad que amenazan la preeminencia del interés general y vuelven espléndido el camino al abismo? En contraste, ¿por qué en situaciones así de dilemáticas y también movidas por similar desencanto frente al sistema, otras naciones sí han sido capaces de descifrar el riesgo y escoger el “mal menor”?
Las respuestas a estas interrogantes tienen que ver, en gran medida, con la particular circunstancia que vive cada sociedad, sus carencias y fortalezas, su historia, expectativas y miedos, naturalmente. Pero todas ellas pasan por considerar que la construcción y consolidación de una democracia, amén de marcos jurídicos y procedimentales idóneos, depende de contar con ciudadanos más o menos conscientes de que la carencia de finalidades objetivas y la falta de responsabilidad —Weber dixit— son “pecados mortales” en el campo de la política, señales inequívocas de las falencias del liderazgo. Hablamos entonces de ciudadanos lo suficientemente informados como para evaluar propuestas y tomar decisiones, prestos al cuestionamiento permanente y la duda, capaces de recurrir para tal fin a múltiples fuentes y no solo aquellas que avalan su sesgo de confirmación. Un real desafío en tiempos de posverdad, fake news, desinformación, infotainment y espectacularización de la política, lo cual añade peso a la necesidad de asumir procesos responsables de formación de opinión pública.
En Latinoamérica, todo esto anuncia una faena ética y cultural de hondas dimensiones, la eventual sustitución de una cultura política marcada por el populismo y la demagogia por otra que lleve a entender la política como actividad racional, no puramente emocional. Duro trabajo, sin duda. Uno que plantea abordajes de largo aliento, sin resolución obvia ni recetas indistintas; en especial cuando la crisis del Estado de Bienestar se traduce en mayor incertidumbre y vulnerabilidad, en amenaza a la autonomía, en tiranía de la emocionalidad y neutralización del pensamiento crítico. Son tiempos que exigen esfuerzos constantes para distinguir no solo lo que tenemos delante de las narices, sino para notar cómo eso impacta en la psiquis individual y colectiva: justo allí donde se libran las batallas electorales.
El conocido debate liberal sobre el sentido de responsabilidad ciudadana se reactiva a la luz de las nuevas urgencias de la democracia. Hablamos de esa responsabilidad que, según John Rawls, se manifiesta cuando el individuo es capaz de subordinar lo racional a lo razonable; es decir, de saber adaptar y modificar, si hace falta, su sistema de deseos y preferencias teniendo en cuenta a la colectividad. Formando parte de una sociedad pública, un sistema equitativo de cooperación; y en tanto, personas que se consideran a sí mismas como libres e iguales, poseedoras de “capacidad moral”, dice Rawls, “los ciudadanos son capaces de responsabilizarse de sus objetivos, lo que afecta el modo en que se evalúan sus exigencias”. Así, la responsabilidad aparece como condición para una participación que, ejercida con criterio realista, busca incidir en las modificaciones de conducta del Estado.
Lo descrito invita a desconfiar —como hace el mismo Caparrós— de algunas de las excusas que cunden para exculpar a los ciudadanos por elegir el desastre. Ser parte de una polis, tener acceso estable y sostenido a los bienes públicos, pide a cambio ver más allá de una expresión rabiosa y terminante del voto, hacerse cargo de sus consecuencias, prever la catástrofe que heredarán las siguientes generaciones. Si bien el desarrollo de una relación activa individuo-sistema, propia de la cultura política de participación, a menudo tropieza en Latinoamérica con los rasgos de una estructura social y política premoderna, habrá que insistir en alentarla. Un ciudadano influyente lo será también en la medida en que aprenda a equivocarse menos; a elegir representantes que más que alborotar, romper, amenazar, estén dispuestos a construir.