Por Isaac Daniel Velásquez, s.j.*
El camino es importante en la medida que se recorre. De igual forma, en la medida que se deja de pisar se va desdibujando el mismo. Ese fue el reto, la tensión grosso modo, que narra la Biblia en el libro del Éxodo, èlleh shemôt, del hebreo que traduce “estos son los nombres”, el cual centrará su narrativa en la conformación del Pueblo de Israel, pueblo de Dios, y todo el devenir que implicará el paso de la esclavitud a la libertad, de la oscuridad a la luz, del pecado a la gracia, siendo estas últimas categorías teológicas.
No obstante, por encima del entramado teológico, la historia nos ha mostrado cómo desde los orígenes de la fe, la migración se ha convertido en una especie de leitmotiv en el ser humano. En dicho fenómeno, la persona se juega muchas cosas y Dios será parte en la encrucijada de esta contradicción histórica, entendiéndose esta como la necesidad forzosa de buscar “fuera” lo que dentro, en su tierra de origen, podría conseguir.
Partiendo de la premisa sencilla de que la creencia en Dios impulsa a cada individuo a realizar el bien, podemos señalar que con la migración el ser humano hace camino de resiliencia, de sanación de heridas y resignificación de la esperanza. Tal modo de proceder, el del migrante, acompaña hoy a millones de venezolanos, cuya dinámica actual de discusión sobre el “arreglo” del país no deja de ocultar una realidad que, en palabras de Ricoeur, “tiene toda ella un tejido lingüístico donde lo vivido es significativo porque puede decirse, narrarse.”
Venezolanos: piezas del puzzle político en América Latina
Actualmente, quien les escribe, reside en Bogotá, cursando estudios de Teología como parte de la formación sacerdotal. No obstante, nací en Maracaibo (estado Zulia- Venezuela) y, si bien mi circunstancia es a priori temporal, no deja de incluirme en una categoría que no pasa desapercibida en el continente americano: ser venezolano.
La migración venezolana refleja el fallo histórico de una propuesta política que fascinó en su época al grueso de una nación, y cuyos destellos llegaron a otras latitudes creando grandes expectativas. Hoy, es bien sabido, la misma propuesta, con todo lo que desencadenó y sigue desencadenando, es parte de la estrategia política de muchos contendores en las diversas elecciones que se desarrollan en Latinoamérica.
Un caso reciente, Colombia. País envuelto en las expectativas propias que ha generado un segundo llamado a las urnas electorales que se disputan Gustavo Petro y Rodolfo Hernández, candidatos de la izquierda y centro-derecha política respectivamente. A Petro, sus contrincantes aluden su afinidad al difunto presidente venezolano Hugo Chávez y a su propuesta, señalando que, de ganar, Colombia se convertirá en lo que Venezuela es hoy… Por otro lado, al candidato Hernández se le critica abiertamente por sus declaraciones del año 2019, donde señalaba que las venezolanas son una “fábrica para hacer chinitos pobres”.
Una coyuntura que evidencia la manifestación de un imaginario colectivo que estigmatiza al venezolano. En medio de esta dinámica: ¿Cuál es el papel del migrante en medio de un continente que vive tiempos tan convulsos políticamente? ¿Cómo se defiende aquel que, en lo vulnerable de estar “en tierra ajena”, padece el uso de su identidad, de “su tierra”, con fines peyorativos?
Ni estereotipos ni arquetipos
No hay respuestas, ni tampoco modelos ni ideales de conductas para el migrante. Solo quien vive la experiencia se ve envuelto en las dinámicas que esta conlleva. La misma experiencia bíblica situada al inicio nos conduce a un desplazamiento que trasciende el ámbito geográfico.
La maleta del migrante, en la mayoría de ocasiones ligera, se carga de incertidumbre y las expectativas propias del lugar que lo recibe. En tal sentido, las dinámicas políticas no son ajenas, por el contrario, parecen reabrir aquellas heridas que desean dejarse atrás. De esta manera, cada individuo intenta responder según su conciencia así lo dicte. Por ello, actualmente, es común ver a muchos venezolanos en el exterior manifestarse por las redes sociales, pidiendo “no cometer el error que cometió Venezuela”, “que se vean en nuestro espejo”, entre otros mensajes alusivos, los cuales inducen el debate sobre el alcance y la participación del migrante en las sociedades de acogida, entendiéndose, sin duda, la necesidad de estos de evitar el camino de la indiferencia, pero también respetando a la realidad propia de los nativos.
Sin duda es una tensión muy grande para el que emigra, una más de las tantas que lleva en el morral. Estas líneas no pretenden hacer un juicio de valor sobre el imaginario político de cada migrante, puesto que “cada cabeza es un mundo”. No obstante, resulta menester reflexionar sobre estos tópicos, pues forman parte del “ser venezolano” que se va resignificando en otras latitudes, y de ese gentilicio que hoy se redescubre frente a una coyuntura histórica en la que cada testimonio permite escribir páginas nuevas sobre la fe en Venezuela, bien sea dentro o fuera de ella.