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El tema de la muerte

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No nos gusta reflexionar y menos hablar de la muerte. Sin embargo, es necesario en algunos momentos de la vida, sobre todo cuando alguien pierde a un ser muy querido, con el que ha convivido largo tiempo. De repente, queda un hueco que nadie puede cubrir, porque cada persona es distinta y ambos se han relacionado de una manera particular y única, irrepetible. Si el dolor por la separación es muy grande, sólo se puede sufrir en el interior y casi nada ni nadie pueden consolar en esos momentos. Sólo el tiempo y la fe en Dios atenúan un poco ese dolor y a veces cuesta años superarlo y la persona queda definitivamente marcada por la separación.

La muerte de un ser querido nos abre a muchas interrogantes a los que creemos en una vida futura. Los que piensan que todo se acaba con la muerte, que no hay ninguna prosecución en el más allá, sufren un dolor realmente irreparable. Pero los que tenemos fe nos preguntamos de todas formas muchas cosas: ¿Qué pasa con él o con ella, dónde se encuentra ahora? ¿Me puede ver, nos puede seguir, nos puede querer? ¿Se puede comunicar con nosotros de alguna forma? ¿Cómo ve ahora las cosas que vivió, a las que les daba importancia, por las que sufría? ¿Qué se ha encontrado al pasar esta barrera de la que no se retorna? ¿Cómo ha sido, cómo es su encuentro con Dios, con Jesucristo, con María, con tantos hombres y mujeres buenos que poblaron la historia? ¿Con quiénes se ha encontrado de sus parientes, de sus seres queridos? ¿Puede pensar, sentir y querer?

La fe cristiana nos da respuestas, pero seguramente no son adecuadas a nuestras ansias de saber y a nuestro dolor. Sin embargo, esas son las que tenemos: que Jesús venció a la muerte y que el cristiano que conforma su vida con la de Jesús, también la vencerá. Eso quiere decir que la muerte será un momento pasajero, un tránsito necesario, pero que sólo ocurrirá una vez. ¿Qué pasa con los que no conocen a Jesús, o peor, con los que le rechazan, que organizan toda su vida para el mal, para el abuso, para la mentira, montados sobre un egoísmo que los convierte en seres abominables? Me cuesta pensar en vidas así, instintivamente rechazo el pensamiento de un castigo eterno para gentes de esa clase. No quiero erigirme en juez de ellos, los dejo en manos de Dios, que sabrá qué hacer con vidas tan ciegas. El pensamiento de la condena eterna de los malvados me sirve más bien para alejarme de semejante manera de vivir.

Si pensamos en la propia muerte, seguramente ese pensamiento es menos doloroso, sobre todo si uno ha tenido la sabiduría de irse desprendiendo de todas las cosas, por supuesto de lo material, pero también de las ataduras afectivas. Apegarse a lo material tan fuertemente como algunos lo hacen, es una solemne estupidez, pero no hay forma de hacérselo ver, así que sufren por lo que no deberían sufrir cuando no tienen lo que aspiran a tener. Mucho más difícil es ir dejando el apego de los afectos, hasta permitir al corazón que se oriente solamente al bien de los demás sin exigir, ni siquiera disimuladamente, un reconocimiento, una compensación afectiva. Es muy difícil hacerlo, pero la vida lo va exigiendo al que tiene sensibilidad para eso. De esa manera la preparación para la propia muerte permite que ésta sea aceptada con mayor facilidad.

Pienso que el tránsito de la muerte tiene que ser suave para el que se ha preparado así, con ese desprendimiento. Pero no basta eso, tiene que haber además una ilusión, un deseo de encontrar algo nuevo, una forma de vivir diferente, muy distinta de la que conocemos. Aquí se pueden disparar todos los resortes de la imaginación, pero son sólo eso, creaciones de uno que no responden a la realidad del más allá. Sólo sé que esa vida es diferente, pero si es vida, tiene que tener conciencia y, creo, sentimientos, aunque sin estar sujetos a las limitaciones del apoyo material actual. Además, estará abierta a otras dimensiones que ahora ni me puedo imaginar, precisamente porque son radicalmente distintas. ¿Qué quiere decir esto? No lo sé, sólo intuyo una vida muy diferente y la forma más aproximada que tenemos de imaginarnos esa realidad es la experiencia mística de los santos. Su vivencia era tan rica, tan distinta también, tan plena, que no querían perderla. La encontraban además gratuita, un regalo inmenso, inmerecido, y eso creo que será la vida en el más allá, un regalo inmenso e inmerecido del que nos quiere a pesar de nuestra insignificancia.

Aunque somos seres sociales, en esta vida tenemos enormes dificultades para una comunicación plena y satisfactoria, que involucre toda la persona. Pienso que en el más allá esas dificultades quedarán superadas y podremos comunicarnos intuitiva y amorosamente con todos y de maneras sorprendentes e incansables. Esta comunicación, siempre renovada y sorprendente, tendrá su culminación en el encuentro con Dios, en la intuición de su ser, de una riqueza inimaginable e inesperada.

La resurrección

Los cristianos no nos quedamos con la muerte, sino que reclamamos una vida más allá de la muerte. ¿Es un reclamo legítimo? Lo es, por la fe. La resurrección de Jesucristo nos da ese atrevimiento y esa esperanza. No nos hace falta haber estado en Jerusalén aquella madrugada del domingo para saber que Jesús regresó a la vida. Lo creemos porque así lo sentimos y así nos lo testimonian aquellos hombres y mujeres que le vieron. “No seas incrédulo sino creyente”, le dice Jesús a Tomás cuando él se resiste a creerle resucitado. Esa frase nos la dirige también a nosotros.

Resucitar es volver a vivir, pero de una manera nueva para la que no tenemos parámetros de comparación en la vida presente. La dimensión material, a la que está sujeto nuestro cuerpo, y la dimensión temporal, a la que se atiene nuestra consciencia, no son extrapolables al más allá. Pero sí lo son otras dimensiones privilegiadas, como la inteligencia y el amor. En el cielo, en la vida eterna, se quiere y se es consciente. ¿Cómo? Ya lo sabremos, bástanos por ahora la fe en Jesús Resucitado.

El encuentro con Dios Padre, con el Hijo y con el Espíritu transformará nuestro ser. El Padre – nombre apropiado para nuestra pequeñez conceptual – nos recibirá con amor. Ya llegaste, ya ves que valió la pena vivir de la fe. Y podremos comprender algo de su ser, que decimos infinito a falta de un vocablo mejor. Esa infinitud es creadora, pone en el ser lo que no existe, no solamente lo material – átomos y energía, planetas y galaxias –, sino lo inmaterial, lo espiritual – la capacidad de comprender y de amar, dones inmateriales que nos acercan a la esencia del ser. También encontraremos a Jesucristo, a quien sentimos ahora muy cercano, pero que nos sigue asombrando por esa unión hipostática que no comprendemos con nuestra mente limitada. Jesucristo en su cuerpo resucitado, como decimos ahora, aunque no sabemos a qué corresponde esa expresión. Repasaremos con él tantos hechos y palabras que nos refieren los evangelios, y también nos contará otros muchos que ocurrieron y no están relatados, y nos desvelará algo del misterio de su unión con el Padre y el Espíritu.

Ahora no entendemos mucho el aliento de vida que trae el Espíritu Santo, pero entonces nos llenará por dentro y nos hará trinitarios. Resucitar es entrar en otras dimensiones, en otras maneras de entender, amar y ser, no sujetas a tantas limitaciones como ahora. El Espíritu impulsa a la comunicación de lo mejor de nosotros mismos; eso es lo que hizo en Pentecostés y desde entonces nunca se ha apagado su testimonio en la Iglesia. Comunicar, compartir, sintonizar, sentir lo mismo y alegrarse por ello. El Espíritu encarna la dimensión social de la Trinidad, que viviremos a plenitud en la otra vida, sin las limitaciones propias de nuestra condición terrena.

Resucitar es “ver” y comunicarse con todos los seres queridos con los que vivimos y con los que nos precedieron. María la Madre, esa mujer discreta, que tuvo la dicha de dar a luz al Unigénito; tantos santos y santas que hicieron gallardamente su camino por la existencia, con fallos y pecados, pero siempre con gran fe y amor. Tantos cristianos de todas las épocas y culturas, miles, millones que creyeron, esperaron y amaron. Tantos parientes cercanos que nos precedieron: padres, tíos, abuelos, primos… tantos compañeros jesuitas, tantos amigos que ya pasaron de esta vida. Viven ahora de una manera diferente que será la nuestra algún día. La resurrección es el gran misterio y la gran esperanza, el comienzo de una vida nueva, diferente, a lo divino.

 

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