Blai Silvestre
La existencia humana necesita del marco del silencio, de aquel silencio interior que forma parte del camino ascensional, levantar los ojos de la tierra hacia horizontes de plena humanidad. Y junto al silencio la soledad elegida libremente, el apartamiento olvidándose de las preocupaciones materiales, olvidándose incluso de sí mismo, buscando el encuentro íntimo con el otro, con la comunidad. La autoconstrucción del ser personal necesita del marco del silencio y la soledad. Contaminación acústica, algarabía, griterío, decibelios en la radio del coche, en locales de ocio, difícilmente ayudan a una conciencia autónoma.
Un poeta medieval nacido en Carrión de los Condes escribía: “Si fuese el hablar de plata figurado, figuraría el callar de oro apurado”. El silencio es el más frágil y sutil de los conceptos hasta el punto de que con solo elogiarlo se quiebra, porque paradójicamente su elogio requiere de la palabra. Recordaréis en “La vida esbella” de Roberto Begnini (1997), la escena de los acertijos: “Si me nombras, desaparezco”.
El silencio ayuda a conocernos mejor a nosotros mismos. Profundizamos en el pensamiento, alentamos nuestra esperanza, aprendemos a elegir. El silencio, entre los amantes, acoge la fecundidad de su amor. En el silencio hablan la alegría, las preocupaciones, el sufrimiento, que precisamente en él encuentran una forma de expresión particularmente intensa. En todas las religiones, la soledad y el silencio ayudan a las personas a reencontrarse consigo mismas y con la Verdad que da sentido a todas las cosas.
Silencio y palabra edifican el sujeto bien plantado en el espacio humano abriéndole al otro, a los otros. El trabajo civilizatorio hoy necesario es crear un ecosistema donde silencio, palabra, imágenes y sonidos mantengan el equilibrio de una humanidad ahíta de paz, quietud, recogimiento y esperanza.