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El dolor hecho diáspora

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Antonio Ecarri Bolívar

Los demócratas, después que regresaron de la diáspora impulsada por el régimen tiránico de Marcos Pérez Jiménez, pensaron que era la última vez que serían aventados de su país por un régimen dictatorial. Ya lo habían sufrido durante todo el siglo XIX y bajo las tiranías de Juan Vicente Gómez y demás satrapías militares.

Ya lo decía Andrés Eloy Blanco: “Los cuatro que aquí estamos/nacimos en la pura tierra de Venezuela, la del signo del Éxodo, la madre de Bolívar/ y de Sucre y de Bello y de Urdaneta/ y de Gual y de Vargas y del millón de grandes, / más poblada en la gloria que en la tierra, / la que algo tiene y nadie sabe dónde, / si en la leche, en la sangre o la placenta, / que el hijo vil se le eterniza adentro y el hijo grande se le muere afuera”.

Ahora, la diáspora no es solo de políticos aventados por sus ideas, sino algo mucho más grave, son centenares de miles, que ya se cuentan por millones, de jóvenes que al no ver futuro en su patria sino un presente de inseguridad y miseria toman la decisión de irse a aventurar por otras tierras lejanas e inhóspitas.

Eso duele, duele mucho y arranca lágrimas a los que nos quedamos, porque estamos perdiendo el derecho sagrado de tener con nosotros los cuidados de nuestros hijos y las caricias de nuestros nietos. Eso produce indignación y odio que no sabemos cuándo se va a manifestar. He visto las despedidas en los aeropuertos y he visto tanta lágrima derramada que me he contagiado de dolor y rabia. 

Soy de los venezolanos que ha soportado, estoicamente, que se me endilgue el epíteto estúpido, aunque hiriente de “come flor”, porque siempre me he resistido a las soluciones de fuerza, porque soy un demócrata convencido y como estudioso de la historia conozco lo que han significado las guerras fratricidas, en todos los países, en todas las épocas y cómo nunca se cierran por completo esas heridas del alma de todo un pueblo desgarrado por una confrontación armada.

Sin embargo, también he sido consecuente en la prédica de exigirle a los gobiernos de Chávez y Maduro de no cerrar los caminos democráticos, porque, aunque yo no lo quiera ni lo quieran miles, cuando eso ocurre se abren los caminos de la violencia y aquel odio acumulado, ahora exacerbado por la diáspora, nadie sabe a dónde va a llegar. La truculencia electoral ha cerrado, a cal y canto, las salidas democráticas y eso preocupa por sus consecuencias que aún no medimos.  

Cuando Henry Ramos, un hombre muy alejado de las sensiblerías ridículas, me contaba que cuando asistió en Colombia a una reunión internacional por la libertad y paz en Venezuela, se le acercó una joven venezolana, casi una niña de unos 18 años de edad y le pidió que hiciera esfuerzos por salvar a Venezuela y se lo pedía por su madre y sus hermanitos, no por ella. Cuando Henry, intrigado, le preguntó por qué no se incluía en el pedimento, le dio una respuesta que le heló la sangre y, por primera vez vi a mi compañero de toda una vida de dura brega política, ahogar el llanto contándome su respuesta: “no te pido por mí, Henry, porque yo ya me perdí en la prostitución, mandándole dinero a ellos para que no se me mueran de hambre, sálvenlos a ellos”.

Testimonios como ese nunca hubiésemos querido oírlos en nuestra vida, pero así hay miles de anécdotas que arrugan el corazón del más despiadado, pero que parece no moverle la fibra humana a ninguno de quienes disfrutan de los miles del poder, por ahora. Ellos lo saben y les resbala, por eso mi preocupación, porque estoy en la provincia, visito las comunidades más pobres y lo que estoy oyendo es aterrador: cada día oigo a más venezolanos deseando la muerte de otros y eso no puede alegrar sino a los irresponsables. Aunque es una realidad que va a manifestarse en cualquier momento.

Es el dolor de todo un pueblo que hurga en la basura para poder comer o tienen que transportarse en “perreras” a sus trabajos, que se prostituyen sus hijas en el extranjero o así trabajen duro y honestamente, pero sin esperanza de volverlos a ver, está generando odios sin precedentes en Venezuela.  

Creer que, con arreglos palaciegos, repartiéndose cuotas de poder entre Maduro y Diosdado, se va a frenar lo que está en ebullición en la Venezuela profunda, es no conocer los precedentes históricos de un pueblo caribeño donde ocurrieron las más sangrientas revueltas de América Latina. Si no producen un cambio de política económica de 180 grados, que permita el regreso de la diáspora, al ver de nuevo esperanzas, vamos directo a una explosión social y no digan que no lo advertimos a tiempo. Peguen la oreja al suelo: se oyen tambores de guerra.

 

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