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El capitalismo y el Vaticano

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Foto: archivo WEB

Por Germán Briceño Colmenares*

Cada vez que uno se pasea por la lista de las personas más ricas del mundo, se siente tentado a creer que el capitalismo ha sido un gran fracaso: ¿cómo podría interpretarse de otro modo el hecho de que una riqueza tan enorme se concentre en tan pocas manos? Cada vez que uno se pasea por los índices mundiales de pobreza, se siente tentado a creer que el capitalismo ha sido un gran éxito: ¿cómo podría calificarse de otro modo a un modelo que ha sacado a más gente de la pobreza que ningún otro sistema en cualquier otra época?

Al parecer, la contradicción, la controversia y la rectificación son signos propios del capitalismo. No ocurre lo mismo con el socialismo, pues bien, se sabe que allí no existen fallos ni se permite disidencia alguna. “No se aceptan reclamos”, rezaría el letrero sobre la taquilla desde la que se reparten las miserias del paraíso comunista; en el infierno capitalista, en cambio, los reclamos son el pan de cada día y, a fuerza de reclamos, sobre la base de la capacidad de asumir y corregir errores, las cosas se han ido haciendo paulatinamente mejor.

La relación entre la Iglesia Católica y el capitalismo ha sido una que me atrevería a calificar de mutua desconfianza e incomprensión. De parte de la primera, porque su natural preocupación por los pobres a veces le hace perder de vista que el remedio contra la pobreza estriba en la generación de riqueza y no sólo en su reparto. De parte del segundo, porque en su afán de lucro, en ocasiones egoísta y desmedido, a menudo pierde de vista las necesidades de los más desposeídos.

La solución del entuerto parece pasar entonces por ir venciendo los prejuicios para encontrar un terreno de entendimiento y colaboración que supere los arraigados recelos. Después de todo, el capitalismo, o la economía de mercado, no es otra cosa que la libertad llevada al plano de las relaciones económicas, partiendo de un reconocimiento de algunas realidades inmanentes; y como toda libertad, para ser auténtica debe ser responsable, y en consecuencia acomodarse a unos principios y valores que la doten de un contenido ético. Una ética sin libertad es ilusoria, pero una libertad sin ética es intolerable.

Quienes creemos en esa libertad responsable para emprender, trabajar y producir con dignidad, como marco idóneo para el desarrollo humano y la prosperidad, no podemos sino recibir con beneplácito la reciente iniciativa del Vaticano, en alianza con la empresa privada, de crear el Consejo para un Capitalismo Inclusivo (véase: https://www.inclusivecapitalism.com/). De un tiempo acá, el papa Francisco, que tiene una especial sensibilidad para tratar de imbuir las realidades terrenales con espíritu de eternidad, ha venido abogando por un nuevo contrato social, que se traduzca en ideas concretas y acción decisiva con el objeto de responder a los grandes retos de nuestro tiempo en beneficio de las grandes mayorías. Este llamado se ha hecho aún más urgente como consecuencia de la pandemia y ha tenido eco entre líderes empresariales multinacionales, que se han incorporado a este movimiento con la intención de utilizar el enorme poder de la empresa, bajo la guía moral del Papa, para hacer el bien. Ya forman parte del Consejo varias decenas de compañías, con más de 200 millones de trabajadores, activos conjuntos de más de 10 billones de dólares y presencia en más de 160 países.

Aunque en ocasiones no tengan el reconocimiento que merecen, desde siempre ha habido hombres de negocios que se han dedicado con ahínco y devoción a las causas filantrópicas. Por alguna razón, seguramente cultural e idiosincrásica, este fenómeno ha sido asociado con el puritanismo religioso y es particularmente visible en los Estados Unidos, donde importantes proyectos educativos, de salud y asistencia social, han tenido el auspicio de grandes empresarios, que en muchos casos los han asociado con sus nombres para la posteridad. Más recientemente, Bill Gates y Warren Buffett han encabezado los esfuerzos para lo que podría ser la mayor iniciativa filantrópica de la historia, bajo el paraguas de The Giving Pledge, a la cual se han suscrito ya centenares de empresarios, con la promesa de donar la mayor parte de sus fortunas a la beneficencia. Que la Iglesia quiera hacerse también protagonista y guía de estos procesos es una buena noticia.

Todo esto a mí me complace y me llena de esperanza, como creyente y como firme defensor de la iniciativa privada y la libre empresa. Creo que nos ofrece una oportunidad para dejar de demonizar el capitalismo, pero a la vez para asumirlo desde una perspectiva ética y, si se quiere, con visión sobrenatural; para tratar de poner en práctica también en el ámbito económico, o precisamente en él, el universal mandamiento de amar al prójimo como a uno mismo.


*[email protected]

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